Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
31 octubre, 2016
por Juan Palomar Verea
Una calle en donde juegan en paz los niños es una calle segura. Por muchas razones, entre ellas, porque al pendiente de cada niño —desde diferentes distancias— está una madre, un padre, un hermano, la abuela… Estos cuidados forman, automáticamente, una red ciudadana y vecinal de protección que preserva también a todo el ámbito, a todos los transeúntes o habitantes. Un bebeleche es un buen dispositivo de seguridad urbana.
Por supuesto, en las calles en donde este dispositivo de benevolencia infantil opere, debe haber condiciones mínimas: un tráfico razonable, pavimentos y banquetas decentes, buen alumbrado, arbolado, aceptable limpieza. No es tanto, y es todo: porque el juego de los niños produce un círculo virtuoso al provocar él mismo que los entornos citadinos guarden dignidad, decoro y, otra vez, visibilidad, vigilancia social, seguridad. Y, sobre todo, habitabilidad: por instinto, los humanos nos sentimos más tranquilos en los espacios en los que vemos retozar a sus anchas —y con razonable moderación— a los miembros más preciosos y frágiles de la especie, a los niños.
En nuestros buenos barrios la práctica de los juegos infantiles callejeros ha venido sucediendo desde hace siglos. Los sesudos análisis de los “urbanistas” y los sociólogos podrían tener allí un útil parámetro y un indicador eficaz: allí en donde los niños juegan sanamente en las calles existe, evidentemente, mayor bienestar social. Primero, porque hay niños, y no es un barrio con población envejecida y por lo tanto más vulnerable. Y segundo, porque están en operación las redes sociales y familiares que propician esa actividad, y muchas otras.
Sectores amplios de las clases medias han optado por encerrarse, y encerrar a los niños. Esto sucede en los llamados “cotos”. Con razón, se dirá que allí los niños juegan seguros. Pero están confinados en un territorio extirpado de la ciudad, aséptico. No le dan a su “coto” mayor seguridad que la que ya se supone tiene con sus bardas y su gendarme en la puerta. Los niños se acostumbran a estar limitados, a nunca ver pasar a gente de otros barrios, al paletero o al limosnero, no existe la posibilidad del otro y el diverso, no tienen la conciencia de que habitan un territorio vasto e interesante, variado e inesperado, como lo es el de la ciudad abierta. Las redes que operan en los barrios no son las mismas que existen en los tejidos unifamiliares y monótonos de los fraccionamientos cerrados. Por lo tanto esos niños no ayudan, como lo hacen con toda inocencia y efectividad, los niños que retozan en las calles de los barrios de toda la ciudad.
Por supuesto que darle seguridad a la población es, en primer lugar, una obligación de la autoridad y que lejos están los niños de suplirla. Pero la habitabilidad de la urbe, una de cuyas principales notas es la seguridad, debe de estar impregnada en el mismo tejido citadino, en los usos sociales de los vecindarios, en la solidaridad y cuidado de las familias y los habitantes de toda índole. Es así que, a todo lo ancho del planeta, desde tiempo inmemorial, surgió la vida barrial. Es a esa vida a la que, huyendo de la inseguridad y no pocas veces persiguiendo aspiraciones de “estatus”, renuncia expresamente el sistema de los “cotos”. Y esta costumbre vuelve a toda la ciudad más insegura.
La alternativa no es la de huir y encerrarse de las amenazas de la ciudad abierta. La opción ciudadana y solidaria es hacer lo necesario para enfrentar y vencer esas amenazas. No rendirse y resignarse, sino organizarse, exigir, cumplir con ser una comunidad digna de tal nombre. Un niño y un gis: es la convocatoria al bebeleche al que otros niños vendrán. Es, en el fondo, la convocatoria a una ciudad más justa, igualitaria, alegre, divertida, humana.
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