Gobierno situado: habitar
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11 abril, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Cuando se suscitó la controversia por Tilted Arc, la escultura que Richard Serra instaló en la Foley Federal Plaza de Manhattan en 1981, el escultor rechazó que la pieza de acero fuera llevada a otro sitio, dada la oposición a que permaneciera en el que ocupaba, argumentando, entre varias razones, que la obra había sido pensada para ese lugar específico y que trasladarla a uno distinto era lo mismo que destruirla. Al final, quienes estaban en contra de la escultura ganaron la batalla legal y desde entonces, dado el rechazo de Serra a colocarla en cualquier otro espacio público, permanece guardada en una bodega.
Un mural no es una pintura de caballete. Es una afirmación por obvia casi absurda, pero incluso si el mural no es parte misma del muro que lo sostiene —los hay que son paneles montados sobre una pared—, idealmente se trata de obras que se han pensado para un espacio específico y unas condiciones precisas. Son parte integral de la arquitectura —no en balde en México se calificó en su momento a la combinación entre muralismo y arquitectura como integración plástica. Al decidir desplazar un mural del sitio para el que fue pensado se deben resolver cuestiones técnicas, sin duda, pero también entender las condiciones originales de la obra. Pudiera darse el caso que, como reclamaba Serra de su obra, cambiarla de sitio resulte lo mismo que destruirla.
Hay veces, sin embargo, que no hay opción. Así con el Sueño de un domingo en la Alameda, que el arquitecto Carlos Obregón Santacilia encargó a Diego Rivera en 1947 para el comedor del Hotel del Prado, en la avenida Juárez de la Ciudad de México, y que debió trasladarse cuando el edificio resultó gravemente dañado con los terremotos de septiembre de 1985. Rivera pintó ese mural —en el que escribió la frase del Nigromante: Dios no existe, por lo que el arzobispo Luis María Martínez se negó a bendecir el hotel—, al fresco: ligándolo inevitablemente al muro que ocupa, aunque en 1959 se movió el muro entero del comedor al vestíbulo del hotel. Tras los terremotos del 85, el mural de Rivera, con todo y muro, obviamente, volvió a moverse, esta vez al otro lado de la avenida Juárez, en un museo construido ex profeso para albergarlo —diseñado por Jose Luis Benlliure, autor del famoso Conjunto Aristos, en avenida de los Insurgentes. En ese nuevo recinto, el mural seguía protegido de la intemperie pero ahora en un espacio público —pues aunque haya quien piense que el vestíbulo de un hotel de lujo es un espacio público, sabemos que en la práctica no cualquiera entra a cualquiera de esos espacios.
Entre los muchos otros edificios que se dañaron con los terremotos del 85 se encuentra el de la actual Secretaría de Comunicaciones y Transportes, originalmente conocido como Centro SCOP. El edificio se empezó a construir para servir como hospital del IMSS en 1953, pero en 1954 Carlos Lazo, arquitecto y Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas en aquel momento y quien estuvo a cargo de la gestión del proyecto de Ciudad Universitaria, encomendó a Raúl Cacho y Augusto Pérez Palacios que se hicieran cargo de la adaptación de la obra para que fuera la sede de la dependencia que encabezaba.
Como correspondía a la época, un edificio público debía de ser ejemplo de la integración plástica e incluir pintura y escultura. En este caso, contó con murales de Juan O’Gorman, José Chavez Morado, Luis García Robledo, Guillermo Monroy y Arturo Estrada. El número 21-22 de la revista Espacios, de octubre-diciembre de 1954, fue dedicado a la SCOP y a este proyecto y presenta varias opiniones sobre el edificio y los murales que lo envuelven.
David Alfaro Siqueiros dijo que “el paso de la pintura mural del interior al exterior” representaba “la etapa lógica subsecuente del movimiento muralista mexicano; un paso de inmensa trascendencia para el arte en México y el arte universal.” Alfonso Caso “admite que le agrada el edificio” y Diego Rivera “con cáustico humorismo critica la obra, llama «mentecatos» a los arquitectos de México, pero, gran artista que es, se remonta en vuelo de gran aliento al referirse a la técnica del mosaico en piedra: «…desde el punto de vista de la conservación es la más deseable de todas.»”
La técnica, desarrollada por O’Gorman, primero en el Museo Anahuacalli, de Rivera, y luego en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, consiste en dividir el dibujo del mural en paneles que, con piedras de distintos colores y colados en concreto horizontalmente sobre el suelo, luego se montan sobre los muros. Eso permitió que, tras los graves daños que sufrió el edificio de la SCOP en 1985, los murales pudieran recuperarse y reconstruirse en buena parte y mantenerse así hasta el nuevo terremoto del 19 de septiembre del 2017, tras el cual aun no se determina cuál será la suerte de ese conjunto. Sin embargo, se ha dado a conocer una posible solución para rescatar los murales, aparentemente mencionada incluso por Rodrigo Ramírez, oficial mayor de la SCT: “el traslado de estos murales al nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México,” un proyecto, agrega, “que se puede desarrollar en armonía y nos ayudaría a preservar nuestro patrimonio en un espacio funcional.” La idea de trasladar los murales al NAICM fue propuesta por Fernando Romero —coautor, junto con Norman Foster, del proyecto— y Pedro Reyes, y se presenta actualmente en una exposición en Archivo, diseño y arquitectura y ha sido confirmada por el secretario de Comunicaciones y Transportes aunque “aun no es un hecho.”
Más allá de las muchas polémicas que rodean al proyecto y construcción del NAICM y de las buenas intenciones de la propuesta para reubicar los murales, cabe preguntarse para quiénes se preservaría nuestro patrimonio de llevar estas obras a ese “espacio funcional.” ¿En qué parte del nuevo aeropuerto se colocarían? Incluso si se instalaran en una zona de acceso totalmente público, para la que no hubiera que pasar controles de seguridad, quien quisiera ver estos murales y no tuviera un vuelo programado debería emprender una excursión en una forma de transporte que, gracias a la opaca planeación de todo lo que rodea a ese aeropuerto, aun no sabemos bien cuál sería. Ir en tren o metro —si se construyen— o en taxi o automóvil privado y pagar estacionamiento, supongo. Los murales serían vistos no en el orden y la disposición que pensaron sus autores, sino como mejor convenga al diseño de Foster y Romero, imagino. Veríamos, pues, cómo el arte público y la idea de integración plástica se transforman en decoración para la “gran vitrina” que pretende ser el nuevo aeropuerto para la ciudad y el país. Cambiaríamos la calle por el lounge.
Por mientras, respondiendo a la propuesta de llevar los murales a la enorme y costosa vitrina que sería el nuevo aeropuerto, una inevitable petición en línea reúne firmas para que los murales permanezcan en la ciudad —que yo entendería como la calle— ofreciendo varias opciones: que se mantengan en el mismo sitio, que se lleven al Museo Tecnológico de la CFE, a la tercera sección del Bosque de Chapultepec o a Ciudad Universitaria o, finalmente, que se coloquen en diversas estaciones del metro cercanas a su sitio original.
A mi juicio, la primera es la mejor idea y más si se refuerza con la exigencia de un concurso público y abierto para diseñar una nueva sede para la Secretaría de Comunicaciones y Transportes en el mismo sitio que ocupó, con la condición —que no es necesariamente limitante— de reinstalar los murales en la posición más cercana posible a aquella en que se pensaron y como arte público, para todos, y no sólo exclusivo para diletantes con pase de abordar.
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