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3 mayo, 2016
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
¿Puede la ciudad ser vista como un lugar de conflicto donde se enfrenten distintos modos de ocupación, entre la búsqueda de un orden fijo que trata de colocar cada cosa en su lugar y la de un movimiento liberador que intenta subvertir las posibilidades de un espacio —y, por extensión, la relación que tenemos con él? Y de ser así, ¿qué pasa con aquellos cuerpos que lo ocupan y habitan?
Las respuestas son variadas y diversas, pero en el estado policial al que se ven sometidos muchas de nuestras ciudades en la actualidad –visible, por ejemplo, en la militarización de la policía en los últimos años y en el incremento del número de protestas y marchas con diversas demandas sociales— un podría pensar que una ciudad, bajo esta perspectiva, se mantiene en una delgada línea entre el mantenimiento del orden y la desobediencia de sus habitantes. Estos, los que desobedecen, son siempre los transgresores de la norma, mientras que las leyes o las instituciones policiales representan la autoridad encargada de conservar el orden. Entre ambas situaciones se encuentra siempre la arquitectura que, con sus límites físicos –sus muros– define conductas, limita movimientos e impone, en definitiva, una jerarquía, una disposición de las cosas y las personas. A finales de los años setenta, Bernard Tschumi se atrevía a manifestar entre estos dos polos una tensión que resumía en un famoso aforismo: “para realmente apreciar la arquitectura, puede que incluso tengas que cometer un crimen”. Para Tschumi el crimen, más allá de un asesinato o un robo, significa transgresión. De esta forma, un espacio no es algo en sí mismo, definido sólo por muros, puertas y ventanas, sino que irremediablemente siempre tiene asociado unas normas, unas formas de conducta y de comportamiento que se imponen —más o menos violentamente— sobre aquellos que lo ocupan. La arquitectura surge entonces en ese tenso equilibrio entre cumplimiento y quebrantamiento de los límites —físicos y normativos— que delimitan la arquitectura.
De estas formulaciones hoy son herederas otras muchas descritas por una nueva generación de pensadores y teóricos que tratan de ofrecer de la arquitectura lecturas más allá del objeto estético. Así, Léopold Lambert lleva varios años aportando en su blog The Funambulist breves, aunque densas, reflexiones en las que describe y esclarece cuál es el papel material de la arquitectura en diversos conflictos territoriales y sociales acontecidos en los últimos años: desde el conflicto de Palestina e Israel a las banlieues de París o las protestas de Occupy Wall Street. Reflexiones que se han ido consolidando en el tiempo y que han acabado extendiéndose a varias publicaciones. La última, Topie Impitoyable. Politics of the Cloth, the Wall, and the Street —un concepto extraído de la frase de Michel Foucault: “Mon corps, topie impitoyable” (Mi cuerpo, paisaje sin piedad) — se centra en el cuerpo como punto central de aquellas tensiones definidas por Tschumi. Para Lambert, el cuerpo tiene una espacialidad concreta, definida por soportes materiales: la ropa, el muro, la calle; elementos asociados al diseño y a la arquitectura a los que se les aplica una lectura política que permita pensarlos como instrumentos de poder (o contra-poder) y no como simple elementos neutrales. Si bien estas ideas son más fáciles de vincular a los productos arquitectónicos —es sencillo pensar un muro como un elemento de bloqueo de la movilidad del cuerpo— no es menor la reflexión que se hace sobre la vestimenta. En su análisis, Lambert utiliza la sudadera con capucha de Trayvon Martin para analizar cómo la ropa constituye parte fundamental de la potencia y definición de los cuerpos y, por tanto, presenta siempre una dimensión política.
Otro arquitecto, el griego Starvos Stavrides —importante activista durante la ocupación de la Plaza Sintagma en Atenas y profesor de arquitectura en la Universidad Politécnica Nacional de la misma ciudad— redunda, desde una visión más académica, sobre el mismo tema en Hacia la ciudad de los umbrales, recientemente publicado en español. Como Lambert, Stavrides, atiende a la capucha y a su aparición en las marchas y protestas políticas surgidas a raíz de la crisis económica del 2008, pero le suma el pasamontañas zapatista y su capacidad para representar una identidad múltiple y anónima de los oprimidos. Una identidad que sintetiza muchas de las manifestaciones políticas actuales y que representa un otro desobediente, aquel que se opone a la imposición del orden en la búsqueda de nuevos formas de vivir la ciudad. La visión de Stavrides no se limita a la vestimenta; a través de las lecturas de Agamben, Benjamin, Lefebvre y Foucault —en particular su concepto de heterotopía— ilustra a la ciudad como un espacio poroso, lleno de umbrales, lugares intermedios, donde las personas se encuentran con los otros (la alteridad), donde establecen lazos comunes o donde discuten conflictos. Espacios en los que se generan nuevas formas de jerarquía, poder o uso, que ejecutan nuevas fórmulas de ciudadanía. Sólo así, la arquitectura se activa, se transforma y evoluciona.
Más alejado de la academia se sitúa Geoff Manaugh —blogger y creador de BLDGBLG desde donde ofrece interesantes visiones de la disciplina desde hace varios años. En su reciente libro, Burglar’s Guide to the City, Manaugh construye una mirada renovada a la arquitectura, partiendo desde un territorio que le es ajeno, pero que no se podría entender sin ella: el robo. Policías y ladrones, dos figuras contrapuestas que constituyen en esencia las visiones de Tschumi: mantenimiento y desobediencia de la norma. La esencia misma del ladrón bebe directamente de la arquitectura, de su transgresión, pues su movimiento siempre se da por los huecos conductos, grietas y márgenes que ofrece un edificio. El criminal es quien se enfrenta a sus límites. La arquitectura define al ladrón. Manaugh ofrece, con un tono sencillo, cercano al del blog, entrevistas en primera persona, lecturas de manuales de seguridad, referencias de teóricos y de películas, desde las que descubrimos pasadizos o habitaciones secretas; elaboradas estrategias para hacerse con la información técnica de un edificio; arquitectos como George Leonidas Leslie, que usaron su conocimiento para convertirse en ladrones o ladrones capaces de entender los códigos técnicos mucho mejor que cualquier arquitecto; sin olvidar las técnicas policiales para recuperar el control espacial. Un conjunto de historias, visiones y anécdotas que se entremezclan para describir esa otra forma de relacionarse con la arquitectura y en la que el cuerpo alcanza nuevas posibilidades de relación con los espacios.
Si para Stavrides la ciudad —y la arquitectura— era una estructura porosa definida por umbrales donde encontrarse, Manaugh ve esa porosidad como un complejo laberinto en el que el cuerpo puede moverse con nueva libertad. Una movilidad y un encuentro que se definen, como apunta Lambert, en el cuerpo que habita la arquitectura y que define, por tanto, su dimensión espacial y material.
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