Las palabras y las normas
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¡Felices fiestas!
17 febrero, 2022
por Rosalba González Loyde | Twitter: LaManchaGris_
Pedro Roiter es un paciente psiquiátrico que asegura ser un viajero del tiempo del año 2062 que busca impedir que algo suceda en el presente. Una psiquiatra, la Dra. Aldunate lo entrevista como parte de su tratamiento. Durante las sesiones el paciente detalla, de manera lúcida y a veces sarcástica, las razones que lo llevaron a viajar al pasado desde su presente, el futuro que habitó. Un futuro postapocalíptico en donde después de varias décadas entre pandemias, los vínculos físicos entre las personas eran vistos como un peligro, cosas como un simple beso se habían convertido “en un acto de fe”.
Este ideario sobre que en el futuro (utópico o no) los vínculos y las relaciones humanas son a distancia es algo recurrente en el cine, la literatura e incluso la ciencia. Un futuro donde las relaciones humanas están obligadas o promovidas a restringir el contacto físico, a construirse de manera no-presencial. Algo que, aunque pareciera futurista, luego de varios meses viviendo en pandemia ya hemos normalizado parcialmente.
Pero, ¿qué es lo que nos dice esta representación de las relaciones sociales a distancia?, ¿qué implica para la forma que habitamos y para los territorios donde habitamos?
Cada cierto tiempo, y en buena medida empujado por pandemias, catástrofes naturales o guerras, hay una representación que resurge sobre las ciudades: el lugar donde nace y se reproduce el caos. Y es que esta idea no es nimia, pues no sólo configura imaginarios y moldea prácticas sobre las formas en que habitamos, sino que apalanca decisiones sobre cómo pensar y planificar ciudades.
Quizá uno de los ejemplos más interesantes de esto es el movimiento de ciudades jardín, fundado por Ebenezer Howard, periodista y urbanista londinense, que ideó un sistema de habitar fuera de los núcleos urbanos, esto como resultado de las problemáticas de la ciudad londinense de la segunda mitad del siglo XIX: aumento poblacional, viviendas precarias, hacinamiento, problemas de transporte, crecimiento de la mancha urbana, enfermedades, hambruna, etc.
Su sistema, más que arquitectónico (vale la pena resaltar que Howard no era arquitecto) se basaba en una transformación social, que implicaba inicialmente la crítica al sistema dicotómico de asentamientos humanos en Europa en la segunda mitad del siglo XIX: la ciudad vs. el campo. El primero con oportunidades de trabajo, pero con el caos que ello conlleva y el segundo con cercanía con la naturaleza, pero alejado de las oportunidades de desarrollo.
Sistema de imanes de Howard, sobre las tres estructuras de ciudades.
Así Howard pensó en un sistema híbrido en donde convergieran las bondades de ambas formas de habitar. Este nuevo sistema, “ciudad jardín”, tendría una estructura de autogobierno, con actividades productivas y de habitación distribuidas con el fin de evitar conflictos entre ellas. Con el tiempo este sistema de planificación se fue desvirtuando hasta llegar al sistema de áreas de zonas residenciales exclusivas con vivienda unifamiliar y negada de la cercanía a fuentes de trabajo y otras actividades no-residenciales, que fue altamente difundido y replicado en varias ciudades.
En la segunda mitad del siglo XX, este sistema (junto con la regularización de tomas informales) fue promotor de las expansiones urbanas en varias zonas metropolitanas de América, que trajo consigo una dependencia al automóvil, un aumento de la motorización urbana y con ello la contaminación. Unas décadas bastaron para darse cuenta que el modelo estaba fracasando, lo que motivó una nueva forma de pensar y promover el crecimiento urbano: regreso al centro.
La pandemia de esta década no ha estado exenta de ese debate cíclico sobre si seguir o no en las ciudades, lo interesante es que surge justo luego de que comenzaba a concretarse un movimiento de regreso al centro. Una propuesta que busca intensificar los usos de áreas centrales de las ciudades, a partir de un discurso de reciclamiento y sostenibilidad muy en línea con el del cambio climático, pero que con la pandemia de por medio, que ha intensificado los modelos de trabajo y consumo digital, ha comenzado a ser puesta en entredicho.
Esto se refleja en los múltiples textos que refieren al regreso al campo o la “no-ciudad” como una utopía, donde personas se alejan de la velocidad y estrés de lo urbano para vivir pacíficamente en una relación equilibrada con la naturaleza. Sin tomar en cuenta que habitar lo “no-urbano” es también una fantasía, por lo menos desde el punto de vista de la sostenibilidad, pues la satisfacción de ese habitar deberá ser abastecida con los sistemas de consumo urbano (productos, tecnología, prácticas), lo que termina repercutiendo al sistema urbano (infraestructura, sistemas de abastecimientos, vivienda, equipamientos). Quiero decir que la respuesta no está en habitar o deshabitar las ciudades, como si alejarnos de sus núcleos fuera la solución, negando permanentemente que el problema somos las personas con nuestras prácticas y no los lugares que habitamos.
Lo interesante, quizá premonitorio, del relato de Caso 63 sobre el viajero del futuro, es que nos cuenta que el fin del mundo no es fulminante, sino que es lento, permanente y repetitivo. Tal vez ese cataclismo ya nos llegó y sólo hemos estado negándolo al asimilarlo como parte de nuestra existencia. Al fin y al cabo los besos ya son un acto de fe.
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