29 noviembre, 2017
por Peio Aguirre
Publicado originalmente en Campo de Relámpagos.
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Hay algo de amor adolescente en el descubrimiento de Los Ángeles: la excitación de la primera vez junto con la lectura de señales titubeantes que uno trae incorporadas como clichés. Después del subidón inicial viene la caída, y con ella un lento y fructífero aprendizaje. Para los foráneos asentados en la macrourbe, todo neófito proporciona un recuerdo diferido de su propio descubrimiento. Los recuerdos de viaje fueron para Walter Benjamin una manera de rememorar lugares y también una oportunidad para divagar en los compartimentos que la experiencia construye. ¿Cómo sería un recuerdo de Los Ángeles? ¿Y cómo recordar releyendo algunos textos que previamente contribuyeron a forjar una imagen, idealizada o distorsionada, de ese lugar? El recuerdo es como una habitación abandonada. Lo que importa no es cómo algo era realmente, sino cómo creo mi propia memoria de ello.
Desde el suelo, lo primero que se observa en L.A. es una maraña de conexiones e islas de cemento entre los enlaces de las arterias vertebradoras. En su libro de 1971, Los Ángeles. La arquitectura de cuatro ecologías, Reyner Banham amplió el concepto mismo de ciudad al establecer cuatro ecologías de estudio que gobiernan en este paisaje: las playas, las colinas, las planicies y la red viaria. Sobrexcitado por la energía que desprenden los nudos de las autopistas, Banham comentó que aprendió a conducir con el fin de leer la ciudad correctamente. En 1972 realizó un documental para la BBC, “Reyner Banham Loves Los Angeles”, donde alquilaba un coche y una cinta de grabación a modo de audio-guía con el fin de establecer un sistema de orientación en la ciudad. Más tarde se hizo recurrente la teoría urbana de que a la hora de navegar por el espacio posmoderno necesitamos de “mapas cognitivos” que nos sirvan para la comprensión de una totalidad que se ha vuelto indiscernible. A partir del estudio pionero de Kevin Lynch, La imagen de la ciudad(1960), Fredric Jameson señaló que la alienación urbana es directamente proporcional a la dificultad que tenemos para mapear las grandes superficies del tejido urbano. En su estudio anterior, Lynch informaba que los usuarios podían entender el entorno a través de mapas mentales consistentes y predecibles, estableciendo una serie de elementos o puntos de referencia como caminos, calles, aceras, bordes o límites percibidos como paredes o edificios; distritos o zonas de las ciudades que se distinguen por una identidad; nodos o puntos focales, así como intersecciones y, finalmente, monumentos u objetos identificables. Para Jameson, los mapas mentales de Lynch pueden extrapolarse a partir de los mapas mentales sociales generales y globales que todos llevamos en nuestras cabezas de forma confusa (sin menospreciar el dominio de la imaginación en la creación de esos mapas). Sin embargo la situación es ahora otra, y la actual geolocalización tecnológica de sentirnos constantemente ubicados en un punto supone al mismo tiempo una novedad y una alteración de la experiencia urbana.
Son compañías como UBER las que transforman completamente ese agudo sentido de la percepción que es sentirte todo el rato en un lugar concreto. El mapa coincide con el territorio casi por ósmosis o penetración recíproca. UBER ha modificado la idea misma del mapa cognitivo, aunque más relevantes y no menos indetectables son sus efectos en el trabajo, la circulación y la gentrificación urbana. Estas señales son completamente perceptibles en L.A. aun en un periodo corto de tiempo.
Ray Bradbury, un ilustre y raro angelino que no sabía conducir, dijo en 1960 que la única posibilidad para el transporte público pasaba por Walt Disney. Sus palabras fueron: “De nada sirve construirlo hasta que no lo exageremos lo suficiente como para que la gente lo utilice. Estoy totalmente a favor de que Walt Disney sea nuestro próximo alcalde (…), la única persona en la ciudad que puede, sin necesidad de más estudios, construir un sistema de transporte rápido y operativo, y convertirlo en una verdadera atracción de modo que la gente quiera montarse en él”. Disney no llegó a ser alcalde, y el transporte público sigue siendo una cuestión tanto de voluntad política como económica e infraestructural. Prácticamente todas las estaciones de metro tienen el aire de los domingos por la mañana, pero con la diferencia de estar en hora punta. Hay algo dialéctico en el modo en que el automóvil ganó la batalla al ferrocarril en la conquista por el transporte angelino; el presente se asienta en un olvido histórico, a saber, el hecho de que la expansión misma de la región y el valle se encuentra en la articulación ferroviaria llevada a cabo por la compañía Pacific Electric, de manera que en 1910 el mapa de su red viaria constituía un esquema detallado de la actual ciudad de Los Ángeles. Cuando la convivencia entre la red ferroviaria y la proliferación del automóvil como producto estrella del capitalismo industrial llegó a ser insostenible debido a la gran cantidad de intersecciones que ralentizaban el tráfico y generaban accidentes, el automóvil jubiló al ferrocarril. Se percibe un ligero intento por revertir esta situación, y el futuro de L.A. depende en gran medida de ello.
Como es sabido, Jameson se propuso describir la condición espacial de la posmodernidad al relatar su experiencia en el Westin Bonaventure Hotel de L.A. (diseñado por John C. Portman entre 1974 y 1976), un edificio donde aparentemente se perdían las coordenadas físicas que el cuerpo humano necesita para una navegación estable. La cartografía cognitiva se convierte, de nuevo, en el antídoto a este sentido de la desorientación. El equipamiento perceptual de lo que se denominó como hiperespacio se encuentra ahora a prueba. Resulta estéril describir con palabras un edificio inteligentemente pormenorizado en su día. Una obra atípica respecto al resto de la arquitectura posmoderna aun siendo abiertamente populista frente a la austeridad (elitista) de los grandes modernismos arquitectónicos. El Westin Bonaventure pudo parecer un mundo completo, una especie de ciudad en miniatura que refleja en sus supervestíbulos toda la diversidad hispano-asiática y el tejido popular de la vida urbana exterior: hoy es principalmente una experiencia narrativa que sobrevive a través de su propio relato. Es una mitología barthesiana a añadir. Los balcones colgantes con sus canapés de escay rojos y los ríos de agua llenos de piedras que surcan el vestíbulo tienen un regusto a passé. Por su parte, las posibilidades para hipsterizar las pizzerías, mercerías y peluquerías que ahí se alojan parecen menos que cero. Su principal encanto es su posmodernismo inalterado y genuino. Es un viaje al pasado de lo que se suponía sería el futuro próximo. El hotel es de facto un monumento cuya fascinación sobrevive. Su principal cualidad no ha desaparecido: todavía es fácil perderse entre las arterias de su vestíbulo. No hay GPS en su interior.
“Una nota sobre el Downtown…
porque esto es lo que se merece el Downtown de Los Ángeles”.
Alivia pensar que hacia 1850 únicamente alrededor de 2,500 personas residían en este lugar. En sus inicios conocido como el pueblo, este asentamiento español es el origen centro vertebrador de lo que vino después. Aunque el skyline sirve de referencia visual desde cualquier punto, este núcleo urbano no es ningún centro en el sentido tradicional pues lo que caracteriza la semiótica paisajística de la ciudad es precisamente la ausencia de centralidad.
La arquitectura de Downtown difiere entre la parte de arriba y la de abajo. Una ligera depresión del terreno enmarca el enclave financiero, allí donde los edificios de cristal y acero envuelven una ciudad fantasma. La escasez de densidad humana desvía la atención al entorno circundante. Pocas manzanas abajo se encuentra la parte histórica, que es lo más parecido a lo que William Gibson describiera una vez como un “fantasma semiótico”. Esto es: una alucinación, un espejismo popular proveniente del pasado repleto de arquitecturas del modernismo americano, superficies cromadas, vestíbulos de mármol y edificios aerodinámicos inspirados en Metrópolis de Fritz Lang. El estilo Art Deco de los edificios de 1920 y 1930 parece alojar secretos insondables: muchos interiores son lofts cuyos potentes sistemas de aire acondicionado podrían incluso desplazar el peso de una persona. La connotada decadencia envuelta en neón de los teatros de Broadway Avenue es el decorado perfecto para Rick Deckar en Blade Runner. Lo mismo en el Bradbury Building, lugar de peregrinación para cualquier amante de la película. Toda esta tonalidad neo-noir y el miserabilismo típico de la estética ciberpunk contrasta ahora con la cruda realidad. Distopía actualizada. Esta violencia pretende dulcificarse con un proceso de gentrificación tan palpable como insoportable. En este panorama, de una desolación que aflora nada más poner un pie en el asfalto, la idea misma de llevar una buena vida queda degradada. Restaurantes y pubs, tiendas, heladerías y franquicias enarbolan la bandera de un capitalismo genérico y sin matices, mientras Airbnb permea en las propiedades inmuebles como la lluvia lo hace en la roca porosa. Me habían hablado de Skid Row, el área urbana donde viven miles de personas sin hogar en esta urbe polarizada. El último día de mi estancia en Downtown introduje este nombre en Google Maps: Skid Row comenzaba al otro lado de mi calle.
Todo el no-hipsterismo del Dowtown encuentra su morada en este parque del eco. Desde los supermercados de comida orgánica a ese modo de vida complementario a la playa que es el yoga. El yoga está muy presente en el día a día. Hay una conexión oculta entre el Downtown y zonas como Echo Park o Silver Lake, y ésta es el yoga. Al anochecer la gente regresa a la ciudad dormitorio con sus esterillas después de una jornada en lo cool. Obviamente Echo Park mantiene sus esencias multirraciales y de clases populares. Sí, pero entremezclado con cine-clubs y librerías alternativas.
Si el hipsterismo es la estetización de la desigualdad de ingresos, entonces Silver Lake posee un rango más que su vecina Echo Park. Allí donde “los niveles financieros y los geográficos coinciden casi de una manera exacta: cuanto más alto se encuentra el terreno, más altos son los ingresos”. Alrededor de la reserva de agua se concentran las residencias más exclusivas y la arquitectura moderna típicamente californiana que los austriacos Rudolf M. Schindler y Richard Neutra contribuyeron a forjar desde 1920. Las tiendas, cafés y restaurantes vegetarianos desplegados a lo largo de Silver Lake Blvd ofrecen el complemento ideal a la pasión que desata la arquitectura moderna.
La casa que Rudolf M. Schindler construyó en Kings Road es lo más parecido al origen de algo. Una vivienda de planta abierta para dos familias, entre ellas la suya, y otro apartamento contiguo para invitados. La arquitectura está en el uso del espacio, y no la predeterminación de forma, estructura, función u ornamento. En esta arquitectura, tan o más importante que él fue su esposa, Sophie Pauline Gibling, activista y espíritu de vanguardia. La decisión de estar continuamente en una situación de acampada o semi-intemperie (al abrigo y a la vez expuesto) corresponde a un estilo de vida comunal. Schindler House recuerda que entre las más genuinas aspiraciones de la vanguardia moderna se encontraba la síntesis entre el individuo y lo colectivo.
Las localidades de Santa Mónica, Beverly Hills y West Hollywood (entre otras) ya no pertenecen a la ciudad de Los Ángeles, pues las clases ricas han conseguido independizarse para obtener más beneficios. Este conflicto no es nuevo, pues atraviesa todo el siglo anterior.
Santa Mónica es, literalmente, la confirmación del cliché californiano de playa y surf (así también lo es en gran medida Venice Beach). Es posible llegar fácilmente hasta la playa de Santa Mónica en la línea azul claro del metro que sale del Downtown. Me encontré con un veterano angelino que había realizado este trayecto por primera vez en su vida. Estaba realmente sorprendido de la eficacia y rapidez del transporte público. Incorporé su reacción a mi meditación sobre el transporte.
Mientras nos acercamos sin remedio a 2019, fecha en la que transcurre la “pesadilla oficial” más conocida de L.A., Blade Runner, consuela pensar que hasta 138 veces, películas y novelas han imaginado desde 1909 la destrucción total de la ciudad. Mike Davis escribió sin embargo que Blade Runner no es tanto el futuro de la ciudad como el fantasma de imaginaciones pasadas, pues el hipertrofiado Downtown Art Deco parece poco más que una romántica vanagloria cuando se la compara con los salvajes tugurios que nacen en el cinturón interior de los decantes suburbios de post-guerra. A la suma de toda una suerte de políticas sociales y económicas abocadas al desastre, en la gran tierra de la oportunidad que es el Sur de California, es preciso añadir su frágil ecología. El libro de Davis se abre con una cita aparecida en Los Angeles Times en 1934 donde se dice que “ningún lugar en la Tierra ofrece mayor seguridad a la vida y mayor libertad de los desastres naturales que el Sur de California”. Sin embargo, a medio camino entre el desierto y el jardín, enmarcada por la franja costera al suroeste, la historia geológica y climática de este lugar está infestado de terremotos, incendios, inundaciones, sequías, plagas, etc. La primera frase de Ecology of Fear dice (traducción mía): “Una o dos veces por década, Hawai envía a Los Ángeles un gran, húmedo beso”.
El sobrenombre cinematográfico de Trilogía de California corresponde a un conjunto de largometrajes del cineasta James Benning. “El Valley Centro”, “Los” y “Sogobi” son las tres funciones de 90 minutos cada una que componen esta trilogía. Cada filme consta de 35 disparos de 150 segundos cada uno, seguidos de los créditos finales que también duran 150 segundos. Ello equivale a una hora y media que multiplicado por tres da 270 minutos, o cuatro horas y media. Entre un impulso formalista y un impulso sociopolítico, donde no está muy claro cual de los dos impulsos gana la partida, Benning graba en solitario escenas en las que el plano fijo proporciona información valiosa a la hora de comprender ese conglomerado de paisaje e industria que es L.A. y su región. Cualquiera que desee profundizar más en el significado de esta parte del mundo, ha de contemplar esta trilogía, ahora por primera vez también disponible en DVD.
El lunes 19 de junio de 2017, cogí la línea azul que va de Downtown a Long Beach para detenerme en la parada 103RD ST/Watts Towers. Deduje que como la estación lleva el nombre de las torres, la distancia desde ese punto sería prudente. Así era. Sin embargo, las “torres”, más pequeñas de lo previsto por mí, no eran del todo visibles desde la pequeña estación. Pregunté a un lugareño pero erré en su indicación, y me decidí a usar el sistema de geolocalización del móvil. Anduve un rato por Watts, y finalmente encontré el conjunto arquitectónico. Banham escribió que Watts es “un barrio que aparece marcado en negro en prácticamente todos los planos que señalan las desventajas de la ciudad – debe a su aislamiento del transporte todas y cada una de sus desgracias”. Las torres son arquitectura como forma de gratificación personal. Su autor, Simon Rodia, empleó 33 años en su elaboración hasta concluirlas en 1954. Los materiales fueron restos de mampostería, cerámica y cableado de hierro en una auto-construcción que está en desacuerdo con la obra general de la arquitectura fantástica circundante. “Las torres de Watts son tan singulares como apropiadas para Los Ángeles, puesto que las fantasías arquitectónicas corrientes se encuentran en el terreno de lo público, no de lo privado, y casi constituyen la única arquitectura pública de la ciudad, en el sentido de que trata con unos significados simbólicos que la población en general puede entender”. Una década después, en 1965, Watts es el epicentro de algunos de los disturbios raciales más graves en toda la década. Es entonces que un poema de Marvin X inspirado en estos hechos, Burn, baby! Burn!, se convierte en el eslogan atribuido a la cultura disc jockey del Rythm and Blues de los sesenta.