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Lo que no se puede dibujar

Lo que no se puede dibujar

14 febrero, 2016
por Alan Grabinsky

En la portada aparece cruzado de brazos. Su mirada, intensa. Como si fuera una versión mexicana del personaje de El Manantial, la novela basada en la vida de Frank Lloyd Wright.

Dominar el espacio, así se llama el documental. Lo produjo TV UNAM hace algunos años y es sobre el arquitecto Abraham Zabludovsky. Las palabras refieren al quehacer del arquitecto. El espacio al servicio del hombre, que lo domina.

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La capacidad del arquitecto de proyectar futuros posibles sobre un dibujo parece conferirle cierta aura providencial. La relación del arquitecto con su medio es uno de dominio: de ella surgen nuevas configuraciones de la ciudad.

Por eso, lo producido en el taller de los grandes arquitectos se convierte en objeto de culto. Es como si a través de estos dibujos uno pudiera vislumbrar el momento en el que lo humano toca lo físico. El instante en el que la realidad primera y amorfa se convierte en algo que se puede habitar.

No hace mucho, una persona que conocía mi obsesión por cuadernos me introdujo a un arquitecto que la compartía. La única diferencia era que él pintaba, planos y estructura mientras que yo hacia mini-crónicas de lo que veía.

Cuando me enseñó el contenido de uno me quedé pasmado. Ahí estaba un plano de una catedral neogótica, un mapa de las calles de Barcelona. Ambos domados por su pluma. En su bolsillo, literalmente.

Tanto el arquitecto como el urbanista se valen de mapas, renders y otras imágenes para trabajar. El objeto representado por estos dibujos es el espacio, y se confunde tan a menudo con lo que pretende representar que los que tienen la capacidad de crear estos documentos acaban siendo considerado como especialistas.

El problema surge cuando los dibujos se vuelven recursos para convencer sobre la necesidad de una intervención: los afectados muchas veces no tienen la capacidad, ni la legitimidad, para crear por si mismos una representación espacial que desacredite la de los arquitectos, o los urbanistas.   Se encuentran en desventaja: tienen que negociar sus derecho a la ciudad en términos impuestos por otros.

Por suerte, “espacio” es un término resbaladizo, y durante las últimas décadas ha surgido una preocupación por éste más allá de las disciplinas gráficas.

No estoy hablando de la filosofía. En ella, el espacio se petrifica.   El mismo Heidegger, que se supone rompe con la visión formalista del espacio, le da la espalda a la Europa en proceso de urbanización para buscar el auténtico “habitar” afuera del bullicio, en la Selva Negra.

El espacio estudiado por disciplinas como la geografía humana es el de la vida cotidiana. Opaco, dinámico y relacional. La calle, la plaza pública y la ciudad son creados por narrativas, ritmos y trayectorias en tensión.

Procesos que dejan huellas, pero que no se pueden aprehender visualmente.

En los apuntes de mis cuadernos, por ejemplo, estoy en una constante negociación con aquellos que me rodean. El espacio se vuelve un proceso narrativo que se crea al entrar en tensión con los demás.

En el cuaderno del arquitecto la vida cotidiana no aparecía, era un fantasma que se sobrentendía. No sorprende: el uso que se le da un espacio no se puede dibujar. Ni dominar.

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