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Lo que Cortés vio al pie de las pirámides

Lo que Cortés vio al pie de las pirámides

8 noviembre, 2019
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

“La presente carta de relación fue impresa en la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla por Jacobo Cromberger, alemán. A 8 días de noviembre. Año de 1522.” Si la fecha en el colofón de esa primera impresión de la Segunda carta de relación de Hernán Cortés es precisa y no sólo simbólica, habían pasado exactamente tres años del día en que aquél se encontró por primera vez con Moctezuma, el 8 de noviembre de 1519. Motecuzoma Xocoyotzin, el jóven, tenía 53 años de edad y era el tlatoani de los mexicas desde 1502. Cortés tenía 34 años. Había llegado a Cuba en 1511 y siete años después se le confió el mando de una expedición a Yucatán. Salieron de Cuba el 10 de febrero de 1519. Navegaron siguiendo la costa. En Tabasco, tras una batalla ganada, recibieron regalos incluyendo grupo de mujeres entre las que se encontraba Malintzin. El 21 de abril desembarcaron en San Juan de Ulúa. En mayo fundaron Veracruz. A principios de septiembre combatieron y luego se aliaron con los tlaxcaltecas. En octubre atacaron Cholula. Cruzando entre los volcanes, se dirigieron a Amecameca. Pasaron por Tlalmanalco antes de detenerse en Chalco. Ahí, por primera vez Cortés y sus hombres estuvieron al borde de uno de los lagos de la cuenca de México. En su segunda relación, Cortés escribe que la región en que se encuentran esas ciudades “es redonda y está rodeada de muy altas y ásperas sierras, y lo llano de ella tendrá en torno hasta setenta leguas, y en el dicho llano hay dos lagunas que casi lo ocupan todo. Una de estas dos lagunas es de agua dulce y la otra, que es mayor, es de agua salada.” Ese lago mayor y salado no lo verían Cortés y su gente desde Chalco, sino al llegar a Iztapalapa, una ciudad con grandes palacios “bien labrados, de cantería muy prima y la madera de cedros y de otros buenos árboles olorosos, con grandes patios y cuartos, cosas de muy buen ver y entoldados con paramentos de algodón,” según Bernal Díaz del Castillo.

El martes 8 de noviembre de 1519 —escribe José Luis Martínez en su libro sobre Hernán Cortés— “en la mañana de un día probablemente fresco y luminoso, los soldados de Cortés avanzan hacia «la gran ciudad de Temixtitan». Van cruzando los pueblos que se encuentran al borde del lago, como Mexicaltzingo, y divisan Coyoacán y Churubusco. Pasan luego por la calzada de Iztapalapa, que conduce al centro de la isla.” Esa calzada era una de las entradas a la ciudad, “tan ancha como dos lanzas jinetas,” dice Cortés; y “va tan derecha que no se tuerce poco ni mucho”, agrega Díaz del Castillo, quien sigue: “vimos cosas tan admirables, que no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades y en la laguna otras muchas.” Tenochtitlán era, dice Cortés, una ciudad tan grande como Sevilla y Córdoba juntas. Sevilla tendría unos 60 mil habitantes en el 1500 y Córdoba 20 mil, pero al parecer Cortés se quedó corto en sus cálculos pues tan sólo entre Tenochtitlán y Tlatelolco la población rondaba entre 150 y 200 mil habitantes, rebasando quizá el millón en toda la cuenca. “En esa época —escribe Exequiel Ezcurra— la cuenca de México era, con toda seguridad, el área urbana más grande y más densamente poblada de todo el planeta.”

“Tiene esta ciudad muchas plazas —relata Cortés—, donde hay continuos mercados y trato de comprar y vender. Tiene otra plaza tan grande como dos veces la de la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales al rededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo.” Cortés describe una ciudad con “muchas mezquitas”, “hermosos edificios”, y calles mitad de tierra y mitad de agua y puentes de vigas muy recias y bien labradas. Martínez dice que “después de pasar uno de los puentes que interrumpían la calzada para permitir la navegación y el paso de las aguas, en un lugar situado en la actual calle de Pino Suárez, a un costado del Hospital de Jesús, se realiza el primer encuentro del señor azteca y del capitán español.”

“¿Es verdad que eres tú Motecuhzoma?”, dijo Cortés, según los relatos que recopiló Miguel León Portilla. “Sí, yo soy”, dijo Moctezuma. Y Moctezuma siguió hablando. Malintzin tradujo. Cortés escuchó y respondió “en lengua extraña; en lengua salvaje”, dice León Portilla, “tenga confianza Motecuhzoma, nada tema.” En su reciente libro When Montezuma met Cortés, el historiador Matthew Restall indaga sobre ese momento en el que el discurso de Moctezuma fue interpretado por Cortés, a conveniencia, como su rendición y la aceptación de someterse al imperio español. Una interpretación que, hasta nuestros días, dice Restall, sigue estructurando un conflicto entre “bárbaros” y “civilizados” y la “perniciosa prevalencia e insidiosa ubicuidad de narrativas que justifican la invasión, la conquista y la desigualdad.” Casi dos años después del encuentro de Moctezuma con Cortés, tras poco más de once semanas de sitio, Tenochtitlán cayó el 13 de agosto de 1521. Pero ahí no acabó la conquista ni la historia de Tenochtitlán, una ciudad que conservó gobiernos indígenas hasta entrado el siglo XIX y cuya transformación física, radical y quizá catastrófica, aún no termina. “El viejo Tenochtitlán —dice Ezcurra—, la capital del Anáhuac, la colonial ciudad de los palacios que maravilló a Alejandro de Humboldt es hoy el estereotipo del desastre urbano que representan las megalópolis de los países dependientes.”

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