Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
23 octubre, 2017
por Juan Palomar Verea
La presencia de un ciclista circulando amplía por ello los derechos de todos los usuarios de las vías públicas. Sobra decir que lo mismo, y de manera muy extensa, lo hace cada peatón urbano. El ciclismo citadino se une así, como otro poderoso factor, a la búsqueda del equilibrio en la convivencia y la movilidad.
Durante generaciones, la ciudad siguió una tendencia generalizada: el uso del automóvil particular como intensivo método de locomoción e incluso como símbolo de estatus, como un logro “aspiracional”, para extensas capas de la población. Como consecuencia de la tácita instalación de este único esquema en la mentalidad general sucedieron dos graves consecuencias: la decadencia y descuido de los medios masivos de movilidad reducidos a un “peor es nada”, y la intensiva y extremadamente costosa construcción de muy numerosas infraestructuras públicas dirigidas exclusivamente a los usuarios de los vehículos particulares. Y un tercer factor, fatal para la ciudad: la dispersión urbana que conlleva el “sistema” automovilístico y arruina el territorio y deteriora gravemente la sustentabilidad general, sin hablar de los permanentes costos que los traslados imponen a los habitantes de “desarrollos” cada vez más distantes.
De esta manera, el descalabro para el interés social ha sido, y es, mayúsculo. Simplemente cabe mencionar la grave merma para la salud pública causada por la contaminación generada por cientos y cientos de miles de vehículos de combustión interna. Y los cada vez más graves congestionamientos automovilísticos que afectan a toda la ciudadanía y hacen desperdiciar millones de horas hombre que, al final, repercuten en la economía colectiva y, por supuesto, lesionan la vida personal de cada ciudadano atrapado en el tráfico.
Tan grave es este fenómeno en gran parte del mundo occidental que muchas ciudades están tomando medidas radicales. Una de ellas es el impulso masivo al transporte en bicicleta. Muchas veces en climas y topografías mucho más adversas que las locales.
Por todo lo anterior, un ciclista en la calle significa una expresa opción por una manera de trasladarse económica, modesta, sustentable, silenciosa. Cada ciclista es un ejemplo de que la gestión de la ciudad se puede hacer de una manera más humana y más justa. Y que tal opción es posible, viable, deseable. Cada ciclista mejora a la urbe, se opone efectiva y pacíficamente a la inercia de deterioro e insolidaridad que caracteriza al sistema automovilístico.
El verdadero ciclista, por lo demás, sabe que no tiene ninguna superioridad moral sobre otros, que debe ser cuidadoso y respetuoso de las reglas, y que debe ejercer el margen de tolerancia ciudadana indispensable para la convivencia. Y también es consciente de que su sencillo testimonio colaborará para formar una creciente e imparable conciencia colectiva acerca de la búsqueda de una ciudad y de una salud pública mejores, más justas.
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