20 diciembre, 2014
por Arquine
Alejandro Hernández Gálvez | @otrootroblog
“La frontera entre la recámara y el mercado, la casa y el lugar de reunión pública, puede cuestionarse o violares, pero por lo menos es lo bastante clara como para resultar espacialmente perceptible” —escribe Michael Warner al inicio de su ensayo Público y privado (en Público, públicos, contrapúblicos, FCE, 2012). Uno entra a su casa y descubre que alguien se ha comido su sopa y duerme en su cama y puede reclamar al intruso, aunque sea rubio y de pelo rizado. Se puede llamar a la policía e incluso, en ciertos lugares y bajo ciertos criterios, dispararle. Pero, dice el mismo Warner unos renglones adelante, “esta ideología y su arquitectura representan un tipo ideal o extremo: lo público y lo privado no siempre son tan simples como para poder codificarlos en un mapa con colores diferentes.” La república es esa cosa compleja de bordes imprecisos que aveces se come tu sopa y se mete a tu recámara aunque no tenga rizos dorados.
Y aunque la economía —la administración de lo propio— haya tomado en muchos casos el lugar de la política, lo político reaparece hasta en la cocina —cuando se decide no comprar productos de una marca por sus políticas, por ejemplo. Si lo político ha llegado hasta la cocina, debiera hacerse notar también afuera, en lo que pareciera ser su lugar de origen: la arena de lo público, la calle, la plaza, las instituciones. Por supuesto lo político no es lo que hacen los funcionarios del gobierno. Chantal Mouffe a planteado la distinción entre lo político —“la dimensión ontológica del antagonismo” o, en otras palabras, el efecto de la pluralidad, diría Hannah Arendt, y de la imposibilidad de consenso, agregaría Peter Sloterdijk— y la política: “el conjunto de prácticas e instituciones cuyo objetivo es organizar la coexistencia humana.”
Los que los funcionarios hacen es política y a veces ni eso: cuando no se siguen reglas claras que determinen el conjunto de prácticas e instituciones o simplemente esas reglas no existen. Ante la violencia y la crisis de legitimidad que se vive hoy en México, tal vez el tema del espacio público y las políticas que ahí se ponen en juego quede en segundo plano, pero sin duda es parte fundamental de la construcción de lo público —que generalmente se reduce a un tema de Estado y finalmente se limita a un asunto de gobierno. Lo político y las políticas en juego en el espacio público determinan mucho más que la pertinencia de una monumentalmente horrenda escultura roja en Chimalhuacán, el destino de una institución como el IAGO en Oaxaca, la necesidad de una banqueta de granito en Masaryk o de un parque de bolsillo en 20 de Noviembre o las responsabilidades en la planeación, diseño y construcción de infraestructura cultural como la que la anterior presidenta del CNCA, Consuelo Saizar, heredó sin concluir a la administración actual. Lo político y las políticas en juego en el espacio público determinan, como apunta Mouffe, la posibilidad misma de la coexistencia humana. Y ahí la arquitectura debiera tener aun algo que hacer.
En un artículo reciente en Dezeen cuestionando el silencio de muchos arquitectos frente a las protestas por el asesinato de Mike Brown en Ferguson, Mimi Zeiger planteaba la necesidad no sólo de alzar la voz en tanto arquitectos sino de replantearse el papel que juega la arquitectura, por ejemplo, al poner en práctica mecanismos de exclusión y marginación. Zeiger escribe que “la arquitectura como práctica se sitúa en la coyuntura entre las estructuras hegemónicas y la comunidad a la que sirve. Es una posición incómoda y las intenciones de la arquitectura social se ven comúnmente como una falla comparadas a su contraparte formalista. A veces parece más fácil retirarse a la academia o simplemente escoger un extremo del espectro: el urbanismo táctico o los rascacielos de Dubai, asilos para retirados o condominios de lujo, procesos basados en la participación de la comunidad o en programas de computador. Esa polarización, sin embargo, hiere a la disciplina entera.”
No se trata sólo de construir las reglas claras que permitan la transparencia y garanticen la rendición de cuentas en la planeación, diseño y construcción de obra pública, como comenté aquí la semana pasada, sino de ir más allá: repensar y replantear la responsabilidad que cada uno: funcionarios, ciudadanos, arquitectos, tenemos en la construcción de lo público. Si no lo hacemos, la arquitectura seguirá siendo más comentada por sus faltas y fallas que por sus beneficios.