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Columnas

Lo espectacular de lo local: las ideas de Olivier Debroise

Lo espectacular de lo local: las ideas de Olivier Debroise

29 marzo, 2019
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

Publicado por Cubo Blanco en 2018, el libro El arte de mostrar arte mexicano. Ensayos sobre los usos y desusos del exotismo en tiempos de globalización (1992-2007) reúne textos en los que el curador y escritor Olivier Debroise (1952-2008) revisa y comenta la idea de lo mexicano en lo que involucra a la producción de artes visuales, pero también en la conformación de instituciones y políticas públicas. El autor elige algunas aristas del problema y ensaya respuestas: lo “mexicano” como un código artístico que no tanto representó una reflexión intelectual hacia el interior del país sobre la identidad y la forma de representarla, como sí más bien permitió establecer relaciones globales de intercambio cultural y de mercado con otras capitales de Europa y Estados Unidos; lo “mexicano”, también, como una confusión curatorial entre el ejercicio etnológico y artístico, que así como recopila obras de Diego Rivera exhibe orfebrería y piezas textiles de artesanos. 

Pero uno de los aspectos sobre los que vuelve Olivier Debroise es el del espacio expositivo, explicado a través de la arquitectura de los museos o del diseño de museografías. El autor entiende al espacio como un dispositivo discursivo que, casi en la misma medida que la obra mostrada, activa lo que José Luis Barrios llama “condiciones de posibilidad de lo visible” (Arquine, 2018). Debroise reseña cómo las ideas del arquitecto Frederick Kiesler sobre el diseño de escaparates influenciaron a Fernando Gamboa, promotor cultural mexicano y probablemente el primer museógrafo del país, para la concepción de su estilo museográfico —que ha seguido siendo tan caro para los programas expositivos actuales, al menos los que son puestos en marcha en los recintos del Instituto Nacional de Bellas Artes. Se trata del “museo-espectáculo”, estrategia que, en palabras de Debroise, consiste en “conferir a objetos disímbolos, pero no siempre considerados obras artísticas (pinturas, grabados, desde luego, pero también arcaicos objetos de uso doméstico, artesanías varias, diseño industrial, etcétera), el ‘rango de arte’, otorgándoles una visibilidad estetizada por la ‘puesta en escena’”.

El crítico identifica las resonancias de esta práctica, por ejemplo, en la museografía de Enrique Norten para la exposición Imperio Azteca, montada en 2005 para el Gugghenheim de Nueva York y que exhibió, mediante una espiral más cercana al formato del cubo blanco, 440 piezas prehispánicas. Ejemplos como éste nos explican cómo el arte precolombino se puede volver asequible para la globalización. Debroise también aborda el caso del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, proyectado por Ricardo Legorreta. El sitio, concebido como una escultura habitable, una obra de arte en sí misma, “limita severamente –en palabras de Debroise– la flexibilidad de los diseñadores de exposición y los curadores”. El MARCO terminó albergando también una disyuntiva compartida por otros recintos dedicados al arte contemporáneo: ante la retirada del financiamiento estatal para la producción internacional y mexicana reciente, los museos comienzan a buscar capital privado, dinero que dio mayor autonomía curatorial pero que autorizó a los inversionistas a investirse como curadores. El Museo Tamayo, de Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky, merece un comentario amplísimo que describe los efectos culturales desde su inauguración en 1981, porque no sólo arropó una colección que no se parecía a la de otros museos sino que articuló, a través de sus muros, una lectura muy distinta a la que se estaba teniendo sobre el arte mexicano. Una que, por ejemplo, mostró la etapa cubista de Diego Rivera.

Ante las reflexiones de Debroise cabría preguntarse –tal vez predeciblemente– sobre los espacios expositivos de un México todavía en transición sexenal. Siempre decimos que los museos son bienes simbólicos, aunque creo que nos quedamos únicamente en el registro de lo lírico. En un periodo gubernamental que comienza con gestos simbólicos constantes, convendría especular sobre las consecuencias tangibles que los mismos tendrán sobre las políticas culturales y, por rebote, sobre una diversidad de museos que, para bien o para mal, están ahí cumpliendo funciones igualmente diversas, forjando gustos o siendo el centro de polémicas. Como menciona Peio Aguirre en el texto Espacios de arte como dispositivos (Arquine, 2016), en lo que respecta a la construcción de lo museos “lo que no se ve es lo que importa”.

La retórica política, como demuestra continuamente Debroise, produce las políticas de lo visible. Si este sexenio enuncia una retórica que demanda que el arte devuelva “algo” a la sociedad , queda abierta una posibilidad para la crítica de museos, de las exposiciones que programen y de las razones que fundamenten estos programas. 

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