Las palabras y las normas
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13 diciembre, 2017
por Rosalba González Loyde | Twitter: LaManchaGris_
En la teoría social, el término marginal se ha usado para referirse a los individuos que viven al margen de dos culturas, de dos clases sociales o de dos ámbitos con incapacidad, aparente, de encuentro. El término parece tener origen, según cita Ruben George Oliven, en uno de los textos de uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, Robert Park, “Human Migration and the Marginal Man“, en donde hace referencia a los inmigrantes en EEUU en la década de los veinte, a través de fenómenos de segregación socioespacial en la nación norteamericana. Desde entonces la marginalidad y los que habitan en ella, los marginales, han sido objeto de múltiples estudios que abonan por describir el cómo se sustentan, los efectos que provoca dicho fenómeno y cómo se reproduce.
Con el crecimiento de la población urbana en América Latina, desde las décadas de los sesenta y setenta, ha habido un amplio interés por abordar a la marginalidad desde distintas perspectivas. Aquí es, sin duda, el texto de De Soto, Ghersi y Ghibellini, El otro sendero (1986), el que le da un giro a la mirada sobre lo marginal en las ciudades latinoamericanas. Este escrito se vuelve una especie de legitimador de la marginalidad en Lima, Perú y busca, fallidamente, darle causa a la autogestión –la promovida por los habitantes de una zona marginalidad para autoabastecerse– para incorporarlo al sistema económico formal.
Desde entonces, muchos juicios han llegado a esta postura, entre los que destacan los de Mike Davis, en su texto Planeta de ciudades miseria (2006), donde hace una crítica bastante fuerte a este posicionamiento que intenta institucionalizar la marginalidad y proveerla de un lugar en el sistema social para hacerla partícipe de la economía neoliberal. Aunque en algún punto Davis romantiza la marginalidad, incluso desde su propia experiencia, no deja de ver y exponer el problema de legitimar esta forma de existencia, predominantemente urbana, que forma parte de una mirada neoliberal, la cual, en un intento por formalizar la pobreza, le atribuye bondades que pueden ser explotadas para autosatisfacer la demanda de una población creciente y de escasos recursos.
En México, esta mirada legitimadora de la pobreza y la marginalidad también ha estado presente. Es quizá la cultura popular que, de la mano del cine con Nosotros los pobres y Pedro Infante fungiendo de salvador martirizado, nos hayan hecho ver “el lado bueno” de la miseria. Algo que, más tarde, vendría a solidificarse internacionalmente con la figura de Gómez Bolaños, El Chavo del ocho, que se convertiría en el ícono por antonomasia de la marginalidad mexicana. Esto saltó de la cultura popular a las instituciones cuando el aumento de la población en la capital–promovido en gran medida por grupos organizados– y la incapacidad del gobierno de cubrir la demanda de infraestructura, servicios y vivienda se conjugaron.
La demanda de suelo era satisfecha, parcialmente, a través de la toma ilegal de tierra. Finalmente, agrupaciones, entre las que destaca, por su amplia capacidad de actuación, Antorcha Campesina, terminaban por urbanizar zonas; de esta manera, el Estado, vía la certificación de conversión de suelos no urbanos a urbanos–y de una demanda ya parcialmente cumplida de infraestructura y servicios–, “satisfacía” [énfasis en las comillas] la demanda de suelo urbano y vivienda en la ciudad. Así, miles de personas llegaban a habitar una ciudad, o una parte de ella, con alto grado de deficiencia en infraestructura y servicios.
Pero, incluso así, la oferta de suelo no era suficiente para la demanda creciente de vivienda en la década de los noventa. Es así que, unos años más tarde, con el gobierno de derecha (llamado de transición) recién estrenado, México comenzaba a ser partícipe de un modelo habitacional para las clases bajas que promovía, a través de la compra de terrenos baratos en la periferia de las ciudades, la creación de vivienda social en masa.
El nuevo modelo promovía una mayor participación de los gobiernos municipales y dejaba al mercado como promotor y gestor de la vivienda, es decir, permitía la construcción y “planificación” de vivienda de interés social a desarrolladores privados. Lo que trajo consigo varias de las consecuencias descritas en la investigación de Richard Marosi presentada recientemente en Los Ángeles Times.
La paradoja aquí es que una de las definiciones de marginalidad urbana la describe como aquellas zonas que no están incorporadas a los sistemas de servicios, infraestructura y equipamiento urbano, en “viviendas improvisadas y sobre terrenos ocupados ilegalmente”, sin embargo, en el caso de la vivienda de interés social construida en masa en México en la década de los años dos mil, habría sido promovida por el Estado mexicano lo que, automáticamente, habría legitimado su existencia de origen.
Así, el Estado mexicano finalmente ya no sólo se había convertido en legitimador de la marginalidad al proveer de derechos de propiedad de tierra a un gran número de personas que tomaron suelo de manera ilegal en la periferia de las ciudades mexicanas, sino que ha sido partícipe de su edificación al formar parte de la maquinaria de creación de viviendas en masa, sin proveer de un sistema para sustentar la demanda de equipamiento e infraestructura que produciría esa cantidad de población. Es decir, construir territorios marginales destinados al fracaso.
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