La casona y la semilla
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14 mayo, 2019
por Alfonso Fierro
There’s a battle outside and it’s ragin’
It’ll soon shake your windows and rattle your walls
For the times they are a-changin’
Bob Dylan
Varias de las descripciones de la vida cotidiana en Lecumberri que aparecen en Los días y los años (1971), la novela testimonial del 68 de Luis González de Alba, revelan al panóptico convertido nada menos que en una vecindad, la gran pesadilla de los urbanistas modernos: “Era como una vecindad: un cordel con ropa tendida que alguien olvidó recoger […]; el patio rectangular, las puertas que se abren a un solo cuarto mal iluminado. Todo es como una vecindad. Hasta la vida en común, los disgustos, los apodos, las pláticas” (50). Los días y los años dedica buena parte de sus páginas a describir esa “vida en común” adentro de la cárcel: las comidas que organizan y comparten entre sí los estudiantes presos, los chistes y las burlas que se hacen entre ellos, las discusiones sobre el 68, los conflictos, los planes a futuro, las “guerras de bolillos” con otros presos o las clases que cada uno le daba a los demás de acuerdo a su especialidad. En otras páginas, González de Alba se limita a describir el suceder diario de la cárcel: a los jugadores de básquetbol, por ejemplo, o a los vendedores y sus sonidos: “Claro, durante el día hay otros pequeños y típicos detalles: los graznidos del maletero, el de los tacos, el de las nieves y, recientemente, el de las fresas con crema en vasitos de papel. ¡Ah! y por supuesto el de las tortillas, quien además vende pastillas de ciclopal” (77).
Una forma posible de pensar este panóptico convertido en vecindad de estudiantes y, por extensión, los usos cotidianos dentro de los espacios disciplinares estudiados por Foucault es Michael de Certeau y su “práctica de lo cotidiano”. Quizá se trate de la ruta más evidente, ya que la propuesta de de Certeau tiene la intención abierta de encontrar, dentro del panóptico, puntos de fuga cotidianos e imperceptibles que escapen, burlen o rebasen a esa forma moderna de producir subjetividades gobernables a través del ordenamiento, control y vigilancia del espacio. Pero otra forma de acceder a Lecumberri como vecindad —y una que resuena con esa “vida en común” de la que habla González de Alba— es justamente a partir de la noción de lo “común”, articulada por Antonio Negri y Michael Hardt en Commonwealth (2009). Para ellos, lo común tiene dos significados: por un lado, se refiere a recursos como el agua, la tierra o el aire que, estrictamente, le pertenecen a todos y a nadie; por otro lado, lo común es también el conjunto de lenguajes, conocimientos, afectos, prácticas e información que es producto necesario de la interacción social, y que por lo tanto también le pertenece (o debería pertenecerle) a todos y a nadie. Una sociedad, dicen Hardt y Negri, se define por la relación que establece con lo común en este doble sentido, pues es de esa relación de donde surgen las prácticas cotidianas y las formas de vida que, a la postre, dan cuerpo a una organización política, económica y social (algunas de las cuales son, de acuerdo con ellos, nocivas para lo común, pues lo limitan y lo merman).
¿A dónde conduce pensar desde este ángulo la vida cotidiana de los estudiantes presos descrita por González de Alba y otros estudiantes en sus libros testimoniales? Es decir, qué nos revela esa “vida en común” que González de Alba vincula con la vecindad, qué nos dicen ese conjunto de prácticas como compartir recursos –comida, agua, vendas, uno que otro lujo colado por una visita–, compartir conocimiento (las clases que se daban entre ellos), discutir (a veces en conflicto abierto) o cuidarse entre ellos de los ataques de otras crujías o de los guardias. Si una forma de vida social depende, de acuerdo con Hardt y Negri, de una manera de relacionarse con lo común –con recursos como agua y comida o con lenguajes, prácticas y afectos producidos en comunidad– ¿hacia dónde apunta esa forma de vivir en la cárcel que los estudiantes presos establecieron durante su encierro en Lecumberri? De alguna manera, es como si la “vida en común” en Lecumberri –ese conjunto de prácticas cotidianas mencionado arriba– reflejara y, en el proceso, hiciera inteligible lo mucho que el movimiento del 68 pasó por encontrar, construir y ejercer una forma diferente de habitar la ciudad de los sesentas, eso que Poniatowska llamó “ganar la calle”. Los días y los años, por ejemplo, dedica muchas de sus páginas a describir la forma como los estudiantes se apropiaron de la infraestructura de Ciudad Universitaria –los salones, los pasillos, las cafeterías, las islas–, no sólo para vivir ahí, sino sobre todo para construir desde ahí adentro y en conjunto los órganos políticos que articularían el movimiento: las brigadas, el consejo, los comunicados, las asambleas y demás. Para Hardt y Negri ambas cosas van de la mano: de nuevas formas colectivas de habitar la ciudad, de relacionarse con lo común en el doble sentido que proponen, pueden emerger nuevas formas de organización política. Si acaso a nivel de deseo, y no sin varios tropiezos, para el movimiento del 68 esta forma quería ser más democrática, más libre y más abierta de la que el estado priista permitía. De González de Alba a Poniatowska, algunos de los grandes pasajes de la literatura del 68 pasan justamente por descripciones de estas nuevas maneras de vivir la ciudad panóptica en las vísperas de la XIX Olimpiada: las brigadas por los mercados y las plazas, la minifalda y el pelo largo, los happenings vanguardistas, el mural anónimo en CU, la sensación del cuerpo al entrar a un Zócalo lleno de estudiantes o la V de la Marcha del Silencio descrita por González de Alba:
Entonces, ante la imposibilidad de hablar y gritar como en otras ocasiones […] surgió el símbolo que pronto cubrió la ciudad entera y aún se coló a los actos públicos, la televisión las ceremonias oficiales: la V de ¡Venceremos! Hecha con los dedos, formada con los contingentes en marcha; pintada después en casetas de teléfonos, autobuses, bardas. En los lugares más insólitos, pintada en cualquier momento. (119)
Irónicamente, fue gracias al encierro en Lecumberri de algunos miembros y a las conversaciones, discusiones, clases e intercambios que esto permitió que podemos contar con todo un archivo escrito del 68 que está en diálogo y a veces en disputa entre sí. Esto enriquece nuestra capacidad de entender lo que sucedió. Frazier y Cohen nos han recomendado verlo con cuidado, pues se trata de un archivo escrito sobre todo por líderes masculinos del Consejo que a menudo desacreditan u oscurecen la importancia de otros órganos del movimiento como las brigadas –donde participaban muchas más mujeres– o como la atención a comedores y limpieza, que para variar cayó en manos de ellas y no de ellos. Pero es justamente gracias a esta advertencia que este archivo –complementado por otros textos como el de Poniatowska– resulta un lugar sumamente interesante para pensar, por un lado, los altibajos del proceso de democratización mexicana y el rol del 68 en el mismo, y, por el otro, eso que Hardt y Negri llaman la multitud: una suerte de entramado de subjetividades y formas de vida que poco a poco van gestando, en su interacción heterogénea y conflictiva, una nueva organización política, económica y social, siempre en proceso y nunca definitiva.
En 1976, Lecumberri dejaría de ser prisión y se convertiría, entrando los años 80, nada menos que en el Archivo General de la Nación. Pero a la ironía del panóptico vuelto archivo puede dedicársele una discusión a parte.
Referencias:
González de Albar, Luis. Los días y los años. Séptima edición. México: Era, 1973.
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