La casona y la semilla
La casona Hace mucho que no escuchaba hablar de Francesca Gargallo (1956-2022). Recordaba con vaguedad la vez que vino a [...]
21 enero, 2024
por Alfonso Fierro
Este es un fragmento del texto que se publica en el número 106 de la revista Arquine: Libros.
Un día de 1921, las personas que iban camino al trabajo tal vez se detuvieron ante los postulados de Actual No. 1: Hoja de Vanguardia, el primer manifiesto futurista en México que pronto empezaría a llamarse estridentismo. No se entendía muy bien porque las frases eran bastante confusas, pero sí que llamaba la atención. Parecía una plana de periódico. Resaltaba el encabezado (“Hoja de Vanguardia”), el subtítulo (“Comprimido Estridentista”), el texto dividido en puntos numerados y la foto de Manuel Maples Arce, el autor de este texto agresivo y exagerado, hasta arriba. Quienes lo leyeron, se enteraron de que el texto era un llamado a terminar de una vez por todas con la literatura tal como se practicaba hasta entonces, llena de romanticismo, cursilería y otros “gérmenes de la literatura putrefacta”. Se proponía, en cambio, lo siguiente: “perpetuemos nuestro crimen en el melancolismo trasnochado de los nocturnos y proclamemos, sincrónicamente, la aristocracia de la gasolina”. En definitiva, era raro.
¿Qué era eso de la “aristocracia de la gasolina”? Maples Arce explicaba que se trataba de escribir no sólo sobre sino a través de todas esas infraestructuras modernas que habían transformado el ritmo del día a día, la noción de espacio y tiempo, la sensación de distancia: escribir con el radio que traía noticias de todos lados, escribir desde la velocidad del carro y la textura suave del asfalto, hacer sentir el caótico espacio urbano.
El Espíritu Nuevo
Por esos mismos años, Francia salía triunfante –aunque fuertemente golpeada– de esa “primera” guerra mundial que, en realidad, no fue la primera y que Lenin había descrito desde un inicio (de manera correcta) como una crisis del imperialismo europeo. Por eso, en ese panorama, la Revolución rusa había estallado ahí. Ahora que había terminado, Francia se había liberado de una vieja afrenta y exigía el derecho a dictar el rumbo que seguiría la reconstrucción europea. Hacia el interior de su propio país esto significaba reactivar la economía y, de alguna manera, lidiar con la creciente insatisfacción de un pueblo en duelo, hundido en la negación o la rabia. En una trayectoria paralela a la que Maples Arce ejecutaba cuando pegaba sus carteles, un joven arquitecto, Charles-Édouard Jeanneret-Gris, quien se hacía llamar Le Corbusier, formaba una revista llamada L’Espirit Nouveau para publicar una serie de manifiestos sobre la arquitectura moderna. En 1923, esos manifiestos adoptarían la forma de un libro que marcará a la arquitectura occidental: Vers une architecture o Hacia una arquitectura.
Le Corbusier insistía en su libro que estábamos parados en un umbral histórico. “Acaba de comenzar una nueva época”, decía, “existe un espíritu nuevo.” Aunque ser arquitecto se trataba supuestamente de dibujar y construir casas y otras cosas, Le Corbusier quería escribir. Asumía la responsabilidad de publicar, es decir, de dejar un registro público firmado con un dictamen crítico de la institución europea de la arquitectura. Además de eso, asumía también la responsabilidad de proponer una alternativa que se correspondiera con los tiempos económicos, políticos y sociales que enfrentaba Francia en ese momento de la reconstrucción. Para eso se presentaban estos ejercicios, la manifestación de una “nueva arquitectura”, ya no aislados sino entrelazados en el formato libro.
El hilo que entrelazaba a estos textos es curioso. Le Corbusier basaba su escritura en la práctica del epigrama o axioma: un pensamiento comprimido en una frase sucinta, corta, memorable incluso. Las primeras páginas de Hacia una arquitectura eran una suerte de glosario de estas frases, divididas en carpetas temáticas. Casi todas tenían que ver con una crítica a la arquitectura institucionalizada en Francia, con sus ideas estéticas y políticas en torno a la geometría y el volumen, así como con ciertas teorías sobre el lugar de la utopía urbana en la arquitectura, la belleza de la funcionalidad industrial o la pregunta por la relación entre arquitectura y revolución (punto al que volveremos). Esas carpetas se abrían una por una, y ahí adentro se desarrollaba una reflexión sobre cada frase del glosario. Era como si este último se ampliara, desdoblándose en forma fractal al convertir una frase en un párrafo del que se desprendían subsecciones. El glosario, además, entrelazaba de manera permanente las carpetas, como hipervínculos, pues Le Corbusier repetía las mismas frases en varios textos.
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