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Columnas

Las torres

Las torres

26 enero, 2016
por Juan Palomar Verea

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Hacer una torre es cosa seria. Primero, que no se caiga. Y, también primero, que sea algo bonito de ver. No es cualquier cosa, y las generaciones antepasadas bien que lo sabían. En Guadalajara, digamos que hasta 1960, no había torres feas, ofensivas a la vista y a la ciudad.

Eran, sobre todo, las torres de las iglesias. Como casi toda la verdadera arquitectura, respondían a la necesidad, en su sentido más amplio. Porque cada iglesia requería ser visible, identificarse y darle identificación a su barrio; y también ocupaba ser algo que valiera la pena de mirar cotidianamente, que le otorgara orgullo a su parroquia, a su rumbo, a su ciudad. De paso, poniendo en ellas campanas, éstas podían ser audibles en un radio apropiado: para llamar a misa a quienes fuera pertinente, para señalar ceremonias, emergencias, celebraciones cívicas; y las campanas sirven también para marcar las horas para todo mundo.

No eran esas torres meramente un asunto religioso: eran una referencia para la comunidad, un timbre de honor para todos los ciudadanos de buena voluntad, creyentes o no. Demasiado extenso sería referirnos a la colección de torres sacras e históricas todavía existentes. Baste mencionar un ejemplo señero: la de San Felipe Neri, obra magnífica del alarife José Ciprés. El lamentado poeta Guillermo Fernández decía que volver a verla era una de sus cuatro o cinco razones para regresar a su ciudad natal. Díaz Morales, siempre contundente, afirmaba que era la torre más bonita del país y de muchos otros. Al día de hoy, la torre de San Felipe sigue siendo un gozo de ver.

Con la segunda modernidad arquitectónica de la ciudad llegaron las nuevas torres, de oficinas y habitacionales. Y llegó, en la mayor parte de los casos, la fealdad y la agresión. Si antes se tomaban años y a veces generaciones en hacer una torre o dos, ahora en un breve lapso ya estaba levantada la estramancia. Pocas al principio, y luego cada vez más. Dos ejemplos pioneros de torres muy decorosas, las dos habitacionales: las Suites Moralba, obra del arquitecto Max Henonin, y la Torre Minerva, de Eric Coufal, con la colaboración de Gonzalo Villa Chávez y Marco Aldaco. Ejemplo diametralmente opuesto: la torre del llamado Palacio Federal (que de palaciego nada tiene) y que, cuarenta y tantos años después de construida sigue siendo una especie de espantoso robot vagamente soviético que agrede gravemente al Santuario. Y tantos ejemplos, como la terrible plasta (¿torre?) que algún imbécil o corrupto (o las dos) dejó levantar en el costado sur de la pobre iglesia del Carmen: tiene forma de acordeón feísimo: ¿no se podrá comprimir como hacen los acordeones?

De entonces a esta parte, multitud de torres. En un reciente reportaje El Informador revelaba que en este momento existen más de sesenta torres en construcción solamente en el municipio de Guadalajara ¿Cuántas serán en toda la ciudad? Cada torre causa un impacto mayor sobre su contexto. Tanto que debería existir una (efectiva y ágil) comisión para su regulación y autorización. Una comisión capaz de dictaminar la pertinencia de cada torre, modificar sus características para adecuarse a su emplazamiento, moderar o eliminar los impactos negativos (asoleamiento, ventilación, privacidad, servicios e infraestructuras). Además, y muy importante, la comisión se encargaría –con la indispensable autoridad moral y legal- de asegurarse de que, lejos de que las nuevas torres fueran una agresión visual, sean una contribución efectiva a la belleza del paisaje urbano.

De lo contrario, nos seguiremos llenando de horrores altotes, codiciosos, perjudiciales, gandallas, estorbosos, extremada y lamentablemente visibles desde todos lados. Una buena torre es una celebración de la vida, y en el mejor de los casos de la comunidad. Recuérdese el ejemplo de San Gimignano. Una torre de buena arquitectura da gusto, levanta, aporta a la comunidad motivos de identificación, de orgullo, de bondad. Habíamos de tumbar las torres horrorosas, de edificar las nuevas a la altura de nuestra dignidad, nuestras aspiraciones.

Es así, pues, que nos estamos llenando de nuevas torres. ¿Veleidades del voraz mercado, o respuesta pertinente a las condiciones urbanas? En la alterativa se cifra buena parte de la mejoría o el deterioro de muchos entornos citadinos. Hasta hoy, gracias a triquiñuelas, corruptelas y la intervención nefasta del TAE, viene imperando, prácticamente –y con señaladas excepciones- la ley de la selva.

Obviamente no es lo mismo, ni tienen el mismo impacto, una edificación baja y de afectaciones moderadas que las torres, que lo pueden ser, digamos, de seis pisos o más. Éstas últimas causan a sus contextos consecuencias más importantes. Desde el requerimiento de mayores infraestructuras y servicios hasta las presiones para el ámbito inmediato a ellas. Es claro que necesitamos de la indispensable densificación de muchas demarcaciones, que la reanimación de muchos barrios es positiva, que hay torres relativamente respetuosas y que logran una adecuada inserción urbana. Son, desgraciadamente, las menos.

Pero lo que es más urgente, indispensable, es que las nuevas torres sean adecuadamente reguladas, en todos sus aspectos: inserción urbana, eliminación de impactos negativos, factores estéticos; y, por sobre todo, que aporten a sus respectivos contextos medidas urbanas efectivas y benéficas. Esto, como una mínima retribución a su aprovechamiento de plusvalías existentes, como compensación a sus impactos, como aportación a los vecindarios que densifican y de los que aprovechan las preexistencias urbanas que, por años, han costeado los vecinos.

Saquemos cuentas aproximativas, basados en el reportaje de El Informador del pasado 15 de agosto. Allí se consigna la construcción de al menos 60 torres habitacionales solamente en el municipio de Guadalajara. Sería razonable pensar que fueran 100 en toda la ciudad. En promedio, y conservadoramente, calculemos un promedio de 10 pisos con 25 departamentos cada una. También muy conservadoramente, serían así 2 mil 500 departamentos. Supongamos un precio promedio a la venta de 2.5 millones. Precio de venta total: 6 mil 250 millones de pesos. Utilidad del 35% para los promotores: 2 mil 187 millones. Pero pongamos 2 mil. Gran negocio a costa de la urbe y sus habitantes. ¿Y la ciudad qué gana, qué ganan los vecindarios? Muy poco -si no es que pierden- además de la natural plusvalía, que puede tener efectos positivos pero también negativos.

La propuesta siguiente no es fácil, tiene sus dificultades, debería estar cuidadosamente regulada y acordada; pero es justa e indispensable. Que las autoridades municipales, en acuerdo con promotores y afectados, forme un fondo perfectamente transparente y funcional al que se aporte, digamos, un 15% de esas utilidades. Eso significaría, con las anteriores cuentas, 300 millones de pesos para ser directamente destinados, proporcionalmente, a los polígonos urbanos afectados. Dinero que se debe de utilizar en nuevos parques de bolsillo, en arreglo integral de banquetas y forestación, en adecuaciones a infraestructuras y servicios.

Podría sonar a utopía, dadas las actitudes voraces o a la simulación de muchos promotores y la condescendencia (culpable o no) de las autoridades. Pero esto sucede normalmente y con buenos resultados en otros países. Y es de elemental justicia. Es un asunto de voluntad política, de una adecuada y ágil gestión municipal, de total transparencia.

Todo indica que nos seguiremos llenando de torres en Guadalajara. Esto, insistimos, puede ser positivo para todo el organismo urbano. Pero solamente si se hace de manera responsable, con una visión más amplia y coherente. No es esto lo que está pasando. Urge corregir el rumbo. Y tener torres bien insertadas en sus contextos, responsables y sostenibles, respetuosas. Y, aparte, bonitas –o de perdida discretas. Pero es la ciudadanía la que tiene la palabra para exigirlo, la autoridad la que debe tener la respuesta

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