José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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11 enero, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
El aire y la climatización espacial de éste concierne (o deberían concernir) a las políticas del espacio público actual: el que ahora se encuentra clausurado. Células como invernaderos o adaptaciones de casas de campaña que permitan mantener la distancia saludable entre ciudadanos que acudan, por ejemplo, a un parque, al tiempo que regulen el número de ocupantes en los índices recomendados por las organizaciones de salud, son formas de construcción que podrían volverse fundamentales durante la pandemia. Tipologías posibles que tendrían que ser transportables y de instalación fácil y temporal en los espacios exteriores urbanos, los cuales siguen existiendo y todavía son fundamentales para los habitantes de la ciudad. Pero, además de la posible implementación de estrategias constructivas y de normativas urbanas, el aire en sí mismo podría leerse como un elemento político.
La artista y escritora Esther Choi, en un ensayo titulado “Atmósferas de crítica institucional: la temporalidad pneumática de Haus-Rucker-Co”, analiza la práctica del colectivo Haus-Rucker-Co, conformado por Günter Zamp Kelp, Klaus Pinter, Laurids Onter y Manfred Ortner, activo entre las décadas de los 60 y 70, a la luz de las preocupaciones ecológicas y urbanas que justificaron sus instalaciones en espacios institucionales y públicos. Choi comenta que, durante sus años de actividad, el colectivo construyó bajo la noción de naturaleza como un dispositivo cultural que podía ser activado —e instrumentalizado— por aparatos como museos o gobiernos, por lo que ellos proyectaron, no sin cierta ironía, “ecosistemas postecológicos en los que convergen la arquitectura y la naturaleza en un ambiente diseñado con una ingeniería cultural y estética”. Los proyectos de Haus-Rucker-Co son escenarios apocalípticos que albergan vegetación que se mantiene con vida de manera artificial. En palabras de Choi, “las burbujas que diseñaron representan un ideal platónico de la naturaleza y también una inminente catástrofe; para ellos, la burbuja fue una herramienta que probaba los peligros y las posibilidades de una era geológica a la que ahora nombramos como Antropoceno.”
La reflexión del colectivo giró en torno al fin de la naturaleza como un territorio no intervenido por la ingeniería, pero también lo fue el aspecto lúdico de las burbujas, invernaderos y plásticos portables que diseñaron. Para Haus-Rucker-Co, el material de desperdicio —un signo del daño ecológico que en su época era apenas un presagio— tenía un potencial subversivo. El plástico fue el material para diseñar dispositivos portables, casas-burbuja que pudieran transportarse o caretas que modificaran el rostro y darle los rasgos de moscas biomecánicas. Si la naturaleza puede ser tecnológicamente manipulable, los seres humanos forman parte de esa misma biósfera que se está modificando. Con las caretas de Haus-Rucker-Co, los ciudadanos pueden habitar su propio aire e intervenir su misma piel para operar de manera más eficiente en una atmósfera prostética, artificial. Por el lado de sus casas-burbuja, el colectivo hacía de la vivienda —un bien que al que sólo puede acceder quien tiene capital— una estructura movible, portátil y pública. Las viviendas inflables de Haus-Rucker-Co, incluso, pueden disparar nuevas funciones del espacio público al margen de la planeación urbana, como apuntó Reyner Banham en su ensayo “Bolsas de aire monumentales”: “Al contrario de la relación que se puede tener con el caparazón estático del edificio tradicional, al que puedes pegarle con toda la fuerza de tus puños y dentro del que puedes gritar y ni siquiera obtener un eco como respuesta, en la bolsa, mediante un impulso de aire dirigido a la piel que circundará al ocupante producirá una ráfaga de temblores y crujidos que desaparecen rápidamente conforme adapta sus formas a la respiración del habitante.”
Para Banham, los inflables no solamente envuelven a un usuario sino que producen también una suerte de ecología que une la respiración humana con un material que se adapta al aire. Esta especulación resulta pertinente en el contexto de una pandemia que ha catalizado la circulación de imágenes del pasado que imaginaban un futuro donde los peatones urbanos circularían en su propia burbuja privada. Ahora, salir a la calle implica tener que habitar diversas burbujas, desde el cubrebocas tradicional hasta las caretas construidas con restos de garrafones desechables. Pero sigue representando un peligro quedarse en un parque. ¿Qué infraestructura puede diseñarse para inmunizar el espacio público y poder habitarlo sin riesgo de contagio?
En Espumas, el tercer volumen de la serie Esferas, Peter Sloterdijk aborda, entre otras cosas, las implicaciones éticas del diseño de cápsulas que pueden albergar la vida. Sin motivaciones metafóricas, el filósofo se pregunta cómo se habitan las burbujas, los invernaderos, todos los espacios construidos por tecnologías que ya no están relacionadas con la proyección tradicional de las casas y que, además, demanden un rigor higiénico para que puedan ser habitadas. Sloterdijk se pregunta si esta clase de espacios son un impedimento para construir comunidades. La solución propuesta es que esas “espumas” deben producir un “co-aislamiento”, una convivencia entre habitantes que no se tocan pero cuyas separaciones “sirv[an] de límite entre dos o más esferas”. Dos o más burbujas, o inflables, o invernaderos, podrían coexistir en un mismo espacio sin que tengan la necesidad de tocarse pero, no por ello, dejar de formar vecindades en las acepciones de vecindarios y vecinos. Si Haus-Rucker-Co cuestionaban cómo podía instrumentalizarse el aire, por la pandemia comienzan a aparecer diseños que utilizan algunas estrategias formales del colectivo pero que se oponen a sus motivaciones políticas.
La reportera Winnie Hu habló recientemente sobre la aparición de una serie de invernaderos y burbujas en las zonas centrales de Nueva York, sitios donde un grupo reducido de amigos o familias pequeñas pueden degustar comida gourmet mientras disfrutan alguna función de teatro, la cual se escenifica en alguna célula separada de los comensales. Podría pensarse que se están cumpliendo las condiciones del coaislamiento imaginado por Sloterdijk, pero sucede que a estas burbujas sólo pueden acceder quienes tienen la economía para pagarse una buena comida y apreciar teatro al aire libre. El aire se convierte en una frontera entre clases. Hu comenta otras iniciativas, como la que emprendió la sede central de la biblioteca pública de la ciudad instalando sillones en su exterior con una red de internet abierta, o las proyecciones de cine al aire libre en Hudson Yards donde un número determinado de espectadores ocupa una línea sobre el suelo, un cajón que delimita la sana distancia. Pero estas soluciones no son tan eficientes como la del invernadero. Adentro del invernadero circula un aire higienizado y relativamente seguro para quien puede pagarlo y, afuera, permanece el aire peligroso para los ciudadanos que quieren o necesitan habitar el espacio público. Esta infraestructura es transportable, pero no ocupa la ciudad con otra posibilidad de espacio público, una que tendría que ser urgente.
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