Epopeyas de lo cotidiano
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¡Felices fiestas!
7 enero, 2020
por Wonne Ickx
La relación entre la arquitectura y su contexto siempre ha sido una cuestión determinante para precisar actitudes e ideologías arquitectónicas. Las posturas oscilan entre definir la arquitectura como un objeto determinado independiente por una lógica interna o, por otro lado, verla como parte de un entorno más amplio, respondiendo directamente al contexto circundante en términos de materiales, gestos y figuras. En el primer caso, la arquitectura corre el riesgo de quedar aislada y atrapada dentro de su propio marco disciplinario. Las inquietudes formales, las estrategias tectónicas o las ambiciones teóricas a menudo atrapan el proyecto dentro de una red de preocupaciones profesionales autorreferenciales, generando una arquitectura de no-lugares (o fuera de lugar). En el segundo caso, el uso de pistas y pautas extraídas de los alrededores inmediatos a menudo genera una arquitectura que aboga por el status quo. Especialmente la morfología del entorno inmediato se usa con frecuencia como una excusa obvia para defender ciertas composiciones volumétricas, como si una repetición de lo que ya existe justificara automáticamente los trazos de diseño. En muchos casos, así se propagan edificios que no logran repensar o elevar la situación actual, y se produce una arquitectura que se esconde, retrocede y se funde con el entorno, sin ser capaz de hacer una contribución relevante a la escena local que busca apoyar.
Para revisar estas dos posturas me gustaría tomar un pequeño desvío y tocar algunas obras del artista estadounidense John Baldessari (recientemente fallecido). Desde el comienzo de su carrera, Baldessari experimentó con trabajos pictóricos en los que omitió deliberadamente las partes cruciales del sujeto u objeto retratado. Un primer ejemplo es el trabajo Bird # 1 (1962), en el que pinta un pato en movimiento sobre un fondo azul grisáceo. No está muy claro por qué (¿tal vez por el mismo movimiento del animal?), pero la cabeza y las patas se salen del marco, dejando las partes más características de la criatura a la imaginación del espectador. En 1974 realiza una serie de autorretratos en los que esconde su rostro con sombreros, y unas décadas más tarde los reemplaza por coloridos confeti que cubren los rostros de los personajes en sus grabados, pinturas y collages. En un video hilarante, hecho por el propio artista y narrado por Tom Waits, Baldessari explica a la audiencia que probablemente será recordado como “el tipo que pone puntos sobre las caras de las personas”.
A principios de la década del 2000, Baldessari retoma un tema que exploró esporádicamente en épocas anteriores: orejas y narices (en realidad ya pintó en 1965 la obra canónica “God Nose”, un juego de palabras a partir de la expresión en inglés “God Knows”). Los dibujos, grabados y collages basados en estos órganos sensoriales, recuerdan el trabajo del arquitecto italiano Andrea Branzi, quien también utilizó la forma de la oreja como elemento recurrente en muchos de sus dibujos, esculturas e incluso propuestas arquitectónicas (propuso construir una aurícula gigante encima de su propuesta para el Tokio Forum en 1989). Para él, el oído era una metáfora para la Revolución sensorial, un cambio de actitud requerido para superar la tiranía modernista del ojo y la mano, a favor de una lectura más profunda y experimental de nuestro entorno.
“El ojo era el símbolo iluminista en la era mecánica, cuando una mirada permitió una profunda investigación sobre la lógica del movimiento de la realidad, similar a la de un gran reloj. La mano era el símbolo de Le Corbusier que, a través del Modulor, dio al mundo moderno una oportunidad de recuperar una dimensión humana en el acto de hacer. El símbolo del hombre en el mundo postindustrial ahora es la oreja, ese órgano extraño y enigmático, perennemente abierto al exterior… Una sola visión del mundo ya no es suficiente si no hay ninguna información de sonido que actúe como su clave: ¿esas imágenes provienen de una película o son escenas reales de la Guerra del Golfo? … Escuchamos y entenderemos”.[1]
Sin embargo, no son las cualidades sensoriales o simbólicas de estos órganos protuberantes que me gustaría discutir aquí. Lo que me parece fascinante es la manera en que Baldessari se divierte con su juego de escondidas con esos órganos faciales: eliminando su contexto, ocultando las narrativas cruciales y dejando al espectador adivinar la imagen completa. Al igual que la nariz en el cuento de Nikolas Gogol que deja la cara de un funcionario de San Petersburgo y desarrolla una vida propia, Baldessari representa las orejas y las narices como órganos independientes, en lugar de órganos que se relacionan con la totalidad de una cara o cuerpo. Por ejemplo, en la serigrafía ‘Nose/Silhouette, Green’ (2010) producida con el taller Gemini G.E.L. en Los Angeles, el artista muestra una nariz aislada en una gran mancha verde que de alguna manera representa vagamente un perfil facial. De hecho, si la nariz no flotara en el centro de esa superficie amorfa, dudo que uno reconozca esa forma de ameba como un rostro (el color verde tampoco parece provocar la asociación).
Dicen que la nariz hace al hombre. Pero, al ver los órganos sensoriales abandonados y a la deriva sobre el color sólido de Baldessari, parecen bastante sobrenaturales y bizarros. En lugar de aportar orgullo y carácter dentro de una composición facial, aparecen como objetos autónomos extraños y peculiares. El oído externo y el bulto nasal se convierten —así aislados— en caprichos con cualidades estéticas dudosas: protuberancias incómodas que no tienen ninguna de las cualidades glamorosas de los ojos o los labios, por ejemplo. Mientras que unos ojos o la boca todavía mantienen su dignidad en soledad, las orejas y las narices dependen de su contexto para ser entendidas, tener sentido y obtener valor. Lo opuesto también es cierto. Una nariz torcida u orejas sobresalientes cambian por completo nuestra fisionomía. Por no hablar de una nariz o una oreja invertida, como en los collages de Baldessari de la ‘Persona alterada’ (‘Altered Person’). Si la nariz o las orejas dependen del contexto para ser aceptables, la composición total también puede estar íntegramente distorsionada por un órgano mal posicionado.
Ahora, de vuelta a la arquitectura. Digamos que los buenos edificios deberían ser como orejas y narices. La arquitectura no debe mezclarse respetuosa o anónimamente con el contexto circundante, sino que debe ser un elemento distintivo y singular: incluso fantástico, incongruente e incómodo. Al igual que la nariz flotando sobre la superficie verde en la litografía de Baldessari, la arquitectura puede estructurar y definir el contexto que la rodea. Lo que era solo una gota verde indefinida, de repente se convierte en un perfil sugerente, simplemente incorporando un elemento característico en un lugar crucial de la composición. Incluso cuando la expresión arquitectónica está lejos de ser una continuación del contexto, o más bien especialmente cuando el edificio no es una perpetuación tácita de su entorno, un edificio puede tener la capacidad de reescribir y dar significado al contexto que lo rodea.
Notas:
1. De: Andrea Branzi, Weak and Diffuse Modernity: The World of Projects at the beginnings of the 21st Century, Milan, Skira,
2006, p. 107 (traducción del autor) (texto original: “The eye was the illuminist symbol in the mechanical age, when a glance
allowed a deep inquiry into the logic of reality’s movement, similar to that of a large clock. The hand was Le Corbusier’s symbol
that, through “Le Modulor”, gave the modern world a chance to recover a human dimension in the act of making. The symbol
of man in the pos-industrial world now is the ear, that strange, enigmatic organ, perennially open to the outside … One single
view of the world is no longer enough if there is not any sound information to act as its key: do those images come from a film,
or they are real scenes from the Gulf War? … We listen, and will understand”.
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