16 diciembre, 2014
por Arquine
por Joaquin Diez-Canedo N. | @joaquindcn
En clase, Humberto Ricalde decía que un arquitecto en serio siempre está pensando en cómo mejoraría su entorno, que lo nuestro era un oficio de imaginar realidades mejores y que no nos sintiéramos mal si algún día Mies van de Rohe, “el maeztro”, nos parecía corregible. Me acordé de esto ahora que diario, camino a la oficina, paso al lado de un edificio en construcción.
La obra, otro edificio más de las políticas de densificación del gobierno de la ciudad, está a punto de pasar a la etapa de acabados. Por el momento, lo que hay es un gran esqueleto mudo y anónimo de columnas, trabes y losas reticulares de concreto a la espera de ser llenadas de muros y canceles, de muebles y de gente. Confieso que ignoro el destino del edificio: no sé cuál será su uso, no conozco al arquitecto, no sé cómo se verá cuando esté terminado ni si afectará su entorno inmediato (no sé siquiera si me vaya a gustar, si vaya a ser publicado y laureado, o si simplemente pasará desapercibido como la gran mayoría de los edificios de cualquier ciudad). Pero esa estructura desnuda, así como se ve ahora, me hace imaginarme infinidad de cosas. Y es que hay algo fascinante en una obra negra, algo de misterio inacabado y de posibilidades sin fin, algo de vacío aún esperando a ser llenado y vivido — pienso en materiales y en calidades de luz; pienso en recorridos y terrazas; en jardineras, rampas y escaleras; en voces y vivencias y en la noche vacía.
¿Qué es, entonces, lo que fascina tanto de una obra negra? En La escritura y la diferencia, Jacques Derrida dice que la manera de entender los relieves y el diseño de una estructura profunda se vuelve más sencilla cuando el contenido, que es a su vez la “energía vital” del significado, es neutralizado. Una obra negra es eso: una estructura neutral e indefinida, cuyo contenido, y por lo tanto, su significado, aún no es legible. A su vez, Peter Einsenman, a partir de Derrida, pensaba en la estructura de la arquitectura —la estructura lógica, que no es la construida— como un esqueleto. Esto porque, para el americano, un esqueleto es un objeto que, aunque aútonomo y neutral en su carácter, refiere directamente a su propia estructura. Asimismo, las partes de un esqueleto no tienen sentido sin el resto: un esqueleto sólo se entiende como un ente completo. Un esqueleto, es, pues, estructura profunda y objeto de lo real a la vez (Hays, 2010). Las obras negras, en tanto que esqueletos, representan la idea de lo posible. Son, pues, esbozos de lo que será y lo que podría ser, esqueletos anónimos que se alzan sobre el paisaje.
La arquitectura como construcción física se inscribe dentro de una infraestructura universal, algo que hace que toda ella se rija bajo la misma lógica. Esta estructura profunda, que es a la vez significante, universal e histórica, se revela a pesar de todos los intentos por definir realidades concretas. Y quizás ahí radique la fuerza y la fascinación de una estructura vacía: tal vez ese esqueleto indefinido incluya todas las arquitecturas posibles y es eso lo que hace que un arquitecto pedestre tenga la oportunidad de imaginar cualquier cosa.
Ricalde tenía razón: puede ser que lo que compartamos los arquitectos sea la facultad de actuar sobre aquella estructura profunda, construyendo a partir de ella otras realidades imaginarias. Regresando al edificio del principio, no sé cuál será su realidad final, pero quizás esa gran hoja en blanco ya represente en sí misma una estructura completa: la estructura de la arquitectura.
Bibliografía: Hays, Michael; Architecture’s Desire; MIT Press, Boston. 2010.