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Columnas

Las memorias, los sitios, las esquinas

Las memorias, los sitios, las esquinas

4 abril, 2024
por Liana Vázquez

Viajar a La Habana, para mí, es regresar a la semilla. Hay quien nunca regresa, pero yo vuelvo. Siempre. Es cierto que hay cosas que se han perdido en el camino desde que me fui y ya no reconozco situaciones, sonidos, espacios. Pero hay lugares que me pertenecen y que nunca me los podrían quitar. El poeta cubano Eliseo Alberto decía que nadie podía amar a La Habana más que él. Pues yo creo lo mismo. Nadie quiere a La Habana más que yo. Y sí, sé lo que eso significa. 

Cuando voy, la camino despacio. Tengo un MAPA, mis padres, quienes me llevan de la mano al parque de la infancia, a la estatua de John Lennon, al muro que enmarca el mar creyendo que lo detiene, a la fuente antes de la juventud, al hotel de los cincuenta, al bar ahora vacío donde escuché una vez aquello de la “Vida Loca”. Y una amiga, casi hermana, que me lleva al puerto en un carro ruso; a la cerveza con sabor a Caribe, a las plazas que antes atravesaba con rapidez porque llegaba tarde a trabajar; al Capitolio, que es dos centímetros más alto que aquel otro; al Gran Teatro que, aún a oscuras, sigue deteniéndome el corazón. No romantizo el regreso a La Habana y no insto a nadie a que vaya. No me interesa tener esa responsabilidad. Soy consciente, además, de que esa ciudad de la que hablo puede ser un espejismo. Puede que exista sólo en mis recuerdos o en mis fotografías. Esas que hago y repito cada vez que voy. A los mismos sitios, a los mismos árboles, a las mismas casas, a las mismas olas, al mismo sillón, al ventilador de techo.  

Cuando el tiempo pasa, recordamos los momentos, las sensaciones, las personas, los olores, los bailes, las canciones, pero los límites se difuminan en la memoria lo real imaginario y, casi sin saberlo, recordamos cosas que nunca fueron, que nunca pasaron, que sólo (no) existen en nuestra memoria. Por eso estoy segura de que las fotografías, de alguna manera, o de muchas, salvan los recuerdos porque congelan el momento; al punto en que, al regresar a ellas, uno vuelve a vivir ese instante capturado. Lo que queda en las fotografías existe mucho más allá de los recuerdos. Y las instantáneas funcionan como un interruptor (on/off) que hace que las sonrisas, los colores, los gestos y hasta los olores regresen a la memoria y se acomoden como si hubieran estado siempre ahí. Las fotografías ayudan a construir estos recuerdos, por eso somos selectivos con lo que fotografiamos, porque capturamos, en definitiva, no sólo lo que queremos recordar, sino lo que sabemos que podemos perder: ya sea un instante, una sonrisa, una luz. 

Quizás por eso las exposiciones de fotografía son de mis favoritas. Porque caminarlas se siente como entrar a los recuerdos de un desconocido que comparte fragmentos de las memorias suyas y de otros. En la Galería Enrique Guerrero hay ahora mismo una muestra que reúne, como indica su nombre, una Colección de formas disímiles de mirar. Blanco y negro, plata sobre gelatina, fotografía digital, desnudo, costumbrismo, documento, retrato, construcciones irreales. Todo forma parte de una exposición que, sin pretender enseñar nada, deviene en una historia que se cuenta por medio de otras más pequeñas, aparentemente inconexas. 

No hay una idea curatorial que englobe todas las instantáneas que se muestran en el espacio. Creo que sería demasiado abrumador intentar explicarlas siguiendo una idea conceptual más allá del simple gesto de reflejar un instante específico de la cotidianidad de cada creador. Están, por ejemplo: el interior de la casa de una tía de Katya Brailovsky, donde unos colores rojos dejan la interrogante de si realmente será así y el ya clásico Obrero en huelga, asesinado, de Manuel Álvarez Bravo, que pareciera vaticinar escenas de un México que no ha dejado de ser. Y están las piernas fotografiadas por Francis Alÿs, que parecen sacadas de un poema de algún francés menos clásico y la herida/frontera/autopsia de Teresa Margolles, que sólo de verla provoca unas ganas tremendas de llorar. Y la prostituta gorda de Antonio Reynoso, bellísima en su desnudez, que aparenta una quietud que al anochecer desaparecerá. O las tumbas de los padres de Sophie Calle que, silenciosas, se convierten en la fotografía más triste de la muestra. O el pulpo de Laureana Toledo, que Instagram no permite publicar porque, ¡sacrilegio!, muestra unos senos femeninos. O los reflejos de Adela Goldbard, que remedan su etapa de construcciones improbables repletas de luz. O el Siqueiros preso en Lecumberri, fotografiado por Héctor García que, con la mano, obliga a detenerse y a enfocar la mirada en ese gesto, esos barrotes y esos ojos. O la calle repleta de paraguas de Kati Horna que, aun fotografiando personas en su cotidianeidad, nos regala una escena surrealista y bellísima. O esa mujer con rebozo, fotografiada por Nacho López, que vende periódicos a un par de calles de donde otra mujer, que él también fotografió, rompía plaza y todos la miraban. 

La realidad es que esta muestra cuenta una treintena de historias diferentes, que se convierten en muchas más, dependiendo de quién las mire. Los símbolos y signos que conforman cada una de las imágenes repercuten y estimulan, de manera diferente en quien las observa, ¿acaso no es eso el arte? Por lo que nadie que visite la Galería, saldrá de allí con la misma idea o experiencia. Colección deviene un viaje personal e íntimo, porque insta al espectador a encontrar en esas fotos algo que le recuerde a su propia existencia o quizás algo completamente opuesto a ella. También puede servir como un documento que cuenta la historia o la cotidianidad de sus creadores. En última instancia, acercarse a esas imágenes es una experiencia hermosa como si cada uno de sus hacedores nos abriera una ventana a su interior, que es justo donde todo lo realmente importante y bello tiene lugar. 

Para mí, esta exposición es algo parecido a abrir un álbum de fotos en el que se acumulan recuerdos que permiten viajar a momentos específicos de la vida de quienes los fotografiaron. Cada una de esas imágenes cuenta algo que permanece en la memoria de quien miró a través del lente y tomó la instantánea de ese segundo volviéndolo permanente. Ese segundo que, quizás, nadie amará más que quien lo eternizó. Yo hago lo mismo con La Habana. Capturo lo que quiero recordar para luego encontrarme en esos fragmentos de esa ciudad que amo y que me acompaña inevitablemente. 

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