Gobierno situado: habitar
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7 mayo, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En el número 5 del Geographical Journal de la Real Sociedad Geográfica de Gran Bretaña, de mayo de 1893, Sir William Martin Conway firmó un breve texto titulado A French Architect in India. Se trataba de una reseña bastante dura, de hecho, del libro publicado ese mismo año por Gustave Le Bon y titulado Les Monuments de l’Inde. “El libro tiene sus méritos —escribe Conway— pero también tiene graves defectos.” Además de las 400 fotografías tomadas por el mismo autor, Conway asegura que no hay mucho nuevo en el libro: ni análisis ni datos de los edificios mencionados, que se presentan sin planos —cuya omisión, dice Conway, pasaría desapercibida si el Dr. Le Bon no hubiera presumido su ausencia como una virtud. Además de las fallas mencionadas, lo que más parece molestar a Conway del libro es la suficiencia con la que Le Bon trata un tema que, por obvias razones, pareciera ser del dominio de los ingleses.
Aunque el título de la reseña de Conway sea Un arquitecto francés en la India, Le Bon no era arquitecto, sino médico —y también antropólogo, sociólogo, sicólogo social e historiador, entre otras cosas. Una lista de sus libros publicados hasta 1917 incluye Viaje a Nepal, Las civilizaciones de la india, La sicología de la educación, El humo del tabaco, La equitación actual y sus principios, La evolución de la materia, Investigaciones anatómicas y matemáticas sobre las leyes de las variaciones del volumen del cráneo, y muchos más. Le Bon nació el 7 de mayo de 1841 en un pueblo del valle del Loira. Estudió el liceo en Tours y después en la facultad de medicina de París. Entre 1860 y 1880 viajó por Europa, Asia y el norte de África. A principios del siglo XX organizaba cada miércoles desayunos intelectuales a los que acudían, entre otros, Henri Poincaré, Paul Valéry o Henri Bergson. Alan de Benoist dice que “vivía en solitario en su apartamento-laboratorio. Inventó en 1898 el primer reloj que se daba cuerda a sí mismo, gracias a las variaciones de la temperatura diurna y demostró, antes que Einstein, la falsedad del dogma de la indestructibilidad de la materia.” Pero para muchos críticos las ideas de Le Bon muestran rasgos tanto de colonialismo como de racismo.
En 1895 Le Bon publicó una de sus obras más conocidas: La sicología de las masas. Para Le Bon, las masas son “poco aptas para el razonamiento pero muy aptas para la acción.” Decía que, a finales del siglo XIX, entrábamos en la era de las masas: “la llegada de las clases populares a la vida política —escribió—, es decir, en realidad, su transformación progresiva en clases dirigentes, es una de las características más sobresalientes de nuestra época de transición.” Para Le Bon ese cambio no se debía al sufragio universal, sino a “la asociación gradual de los individuos para conseguir realizar concepciones teóricas.” Las masas tienen un comportamiento distinto a los individuos que las componen: “en ciertas circunstancias dadas, y solamente en esas circunstancias, una aglomeración de hombres posee características nuevas muy diferentes de aquellas de los individuos que las componen” —hoy diríamos que tienen comportamientos emergentes. “Millares de individuos accidentalmente reunidos en una plaza pública sin un fin determinado —asegura Le Bon—, no constituyen una masa desde el punto de vista sicológico. Para adquirir las características especiales, hace falta la influencia de algo que los excite.”
Eso que excita a las masas puede ser un ideal de cambio social o una venta de descuento. J.H.Matthews compara las ideas de Le Bon con las de Emile Zola a partir de un pasaje de Au Bonheur de Dames: “era un alboroto de damas vestidas de seda, de pequeñas burguesas con vestidos baratos, de niñas con el peinado descubierto, todas agitadas por la misma pasión.” Sin embargo, Le Bon tiene una comprensión del comportamiento de la masa, de la turba, como fundamentalmente irracional. Christian Borch, de la Universidad de Negocios de Copenhague, subraya la visión evolucionista de Le Bon, quien decía que “un pueblo es un organismo creado por el pasado y que, como cualquier otro organismo, sólo puede ser modificado por lentas acumulaciones hereditarias.” Para Le Bon, según explica Borch, “cualquier cosa que genere transformaciones rápidas en el organismo del pueblo plantea una amenaza para la estabilidad orgánica del pueblo como tal.”
Shlomo Sand estudia las ideas de Le Bon en el contexto del surgimiento del cine: el mismo año que Le Bon publica su Sicología de las masas, se realiza la primera proyección pública de películas de los hermanos Lumière: diez cortos proyectados en el Salón indio del Gran Café del Hotel Scribe, en el bulevar de los Capuchinos. Por supuesto, dice Sand, Le Bon “considera a la masa como un agrupamiento primitivo, enfermo, afeminado —recuérdese la masa de mujeres ansiosas por comprar descrita por Zola—, peligrosa e incluso criminal, pero admite que también puede constituir en ciertos momentos una fuerza, un agente indispensable para el progreso de la historia.”
La masa y el cine. Para Shlomo resulta simbólico que la primera película fuera La salida de la fábrica Lumiére: un grupo, una masa de obreros saliendo de su lugar de trabajo: “el primer cine nos reenvía a su primer público”: la masa urbana de las clases populares.
Y a la arquitectura. En 1934 Walter Benjamin escribe su ensayo, hoy clásico, sobre La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica. Ahí dice que “la masa es la matriz de la que surge renacido todo comportamiento frente a las obras de arte que haya sido usual hasta ahora.” Contra la manera atenta, recogida de entregarse a la contemplación de una obra de arte, la masa, distraída, “hace que la obra de arte se hunda en ella.” Así es con el cine y así ha sido desde siempre, escribe Benjamin, con la arquitectura: “la recepción de los edificios acontece de una doble manera: por el uso y por la percepción de los mismos. O, mejor dicho: de manera táctil y de manera visual.” Sólo el turista —o el arquitecto— se detiene ante la arquitectura y la observa atenta, detenidamente. A la arquitectura, más bien, se la recibe distraídamente y de manera colectiva, por una masa quizás menos apta para el razonamiento —o, más bien, para el análisis detenido y fetichista de cada detalle— pero muy apta para la acción, como suponía Gustave Le Bon, que sí era francés y también viajó a la India pero no fue arquitecto.
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