José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
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¡Felices fiestas!
8 octubre, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
En su novela corta ¡Vendía cerillos!, el escritor Federico Gamboa cuenta la historia de dos niños que habitan la calle y que subsisten robando comida o como comerciantes ambulantes. Como autor, Gamboa se aproximaría a los efectos de la ciudad sobre las vidas personales de mujeres, pero las ideas que plasmó sobre las infancias urbanas construyen una imagen que busca causar el escándalo o la lástima. En una escena de la historia, describe cómo los niños dormían bajo los arbustos de Paseos de la Reforma, “aprovechando las sombras producidas por los pedestales de las estatuas y de las bancas de hierro, hacinados, comunicándose mutuamente el calor necesario para el sueño, en atroz contubernio de los sexos y las edades”. La narración culmina diciendo que, en ese lugar, “duerme diariamente una nube de chiquilllos simulando a lo lejos una de las verrugas de las grandes ciudades”. La ciudad se vuelve un espacio donde personas que deberían encarnar a la inocencia quedan expuestas a una serie de riesgos que no son propias de su edad. Bajo esta perspectiva, pareciera que la ciudad es un lugar de amenazas contra las infancias.
Éste es uno de los principales planteamientos de Robachicos. Historia del secuestro infantil en México (1900-1960) de Susana Sosenski, coeditado por Grano de Sal, la Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto de Investigaciones Históricas. Esta publicación ahonda en algunas de las problemáticas que convergen en cómo las infancias viven una ciudad que, desde el Porfiriato —época de la novela de Gamboa— ha crecido de manera desmesurada al borde de representar, en sí misma, un peligro para los niños y para la población en general. Para Sosenski, el miedo, la modernidad y la ciudad son aspectos con semejanzas que son muy estrechas. “La modernidad ocasiona preocupaciones por las formas de la vida que va asumiendo la sociedad”, comenta la historiadora en entrevista para Arquine. “Lo nuevo siempre causa cierto temor. Lo que me parece que infunde más miedo en la historia de México es el proceso de urbanización, que ocurre principalmente en la Ciudad de México y en otros enclaves urbanos como Guadalajara y Monterrey, pero primordialmente se realiza en la capital. El proceso ocurre de manera bastante vertiginosa. La ciudad va duplicando el número de habitantes y crece también el ámbito de la vida nocturna. La ciudad se llena de espacios que para la moralidad de la época son objeto de censura, porque albergan prácticas consideradas indecentes”.
La vida en la ciudad, entonces, dejó de suceder únicamente durante el día, lo que tuvo como consecuencia que se descubrieran “ nuevas moralidades”, un proceso que se desarrolló a la par del crecimiento físico de la capital. Sosenski argumenta: “La ciudad se llena de grandes avenidas, se transforma de manera rápida, crecen los mercados, las formas de comercio se ensanchan y viene una gran cantidad de migrantes. Todo esto transforma las relaciones de la vida cotidiana, por lo que imperan nuevas ansiedades. Lo que a mí me interesa es la relación social con las infancias, para quienes la ciudad comienza a convertirse en un espacio inhóspito. Esto no sucede de manera inmediata en los años 50 y 60. Si uno hace historia oral, mucha gente todavía recordará que caminaba o jugaba en la calle con sus amigos sin mayor problema. No es que, de un día para otro, los niños se encerraran y el miedo ocasionara que las infancias se confinaran, pero lo que yo sostengo es que se va incrementando un clima de ansiedad, común al proceso de urbanización. La gente comienza a desconocerse, los rumbos cambian. Los rumbos que antes eran de conocidos se empiezan a llenar de desconocidos. Lo mismo pasa con el ámbito donde se mueven esas infancias que pueden estar todavía jugando en la calle o que pueden utilizarla para trabajar o ir a la escuela. Es un proceso que tiene múltiples aristas, muy caleidoscópico, en donde cada uno de estos hilos va jalando al otro. Por ejemplo, uno de los delitos que se asocia con el secuestro de niños es el de corrupción de menores, algo que bien puede aludir a cuestiones de violencia sexual pero muchas veces se refiere más bien a la utilización de menores como empleados en antros nocturnos, donde pueden estar cerca del alcohol, mujeres y otras cosas que se consideran fuera de toda moral”.
La urbanización es un proceso que va a acompañando la vida de las infancias en la Ciudad de México y para el que se instauró una preconcepción de cómo debía ser la vida de los niños y niñas, asumiendo que debían estar arropados por una familia y bajo el techo de una casa. Conforme la ciudad crece, ¿la idea de la familia como célula social también va modificándose? “Es algo que depende de la clase social” puntualiza la autora. “Muchas familias de los sectores trabajadores urbanos continúan viviendo en las viejas vecindades. Hay ciertas prácticas que continúan en sectores muy pauperizados y que habitan viviendas colectivas. Hasta los años 60, muchos de los niños que terminan en el Tribunal de Menores, infractores por delitos que pueden ir desde cortar flores en Paseo de la Reforma hasta pertenecer al mundo del hampa capitalina, se les pregunta cómo viven y muchos hablan de estar en condiciones de vivienda muy precarias. Por su lado, las clases medias urbanas sí pueden ir accediendo a los nuevos multifamiliares, como el Miguel Alemán, muy representado incluso en el cine nacional. El edificio tenía poco más de 1000 departamentos, una cantidad que para ese momento era desbordante. Y ahí habitan muchas infancias de la clase media, cuyos padres trabajan para el Estado y que han podido tener cierto ascenso social. Las escuelas pueden empezar a alejarse, no como sucede en ciertos países del norte global donde se asignan escuelas que queden cerca de los hogares de los niños Eso provoca prácticas urbanas. Hay comunidades que se mueven en un espacio donde reconocen a los niños y niñas del barrio, lo que estructura una organización urbano-colectiva. También existen las infancias cuyas familias son las élites, que difícilmente se van a mover a pie en la ciudad. Por eso es importante hablar de infancias, en plural. La Ciudad de México no es habitada por algo singular. Hay muchas variaciones. Para el caso actual, Tuline Gülgönen ha hecho etnografía urbana con niños y niñas de sectores de diversos estratos sociales, en la que expone el grado de diferenciación que tienen las infancias en la representación urbana. Las infancias que siempre se trasladan en coche no tendrá la misma experiencia urbana, ya que su línea de visión es una ventana con la que casi siempre alcanzan a ver espectaculares o grandes edificios. Una configuración urbana completamente distinta a la de niños que caminan la ciudad, o que toman el transporte colectivo cuyas ventanas, probablemente, les llegan a los hombros. Gülgönen comenta que, cuando los niños dibujan planos, no tiene nada que ver el nivel de detalle entre un niño que camina o se mueve en transporte colectivo y uno que va en coche. En la ciudad, las infancias también se mueven en términos de clase, pero también en cuestión de género. Las niñas van a tener grados diferenciados de acceso a lo urbano y al espacio público que los niños. Por ejemplo, entre los años 20 y 30 son las niñas quienes, por lo general, se quedan en casa a cuidar a los hermanitos, y son los niños los que pueden salir y tener como más experiencia para vivir en la calle algunas libertades”.
En Muerte y vida de las grandes ciudades, Jane Jacobs comenta que los habitantes de un barrio pueden cuidarse entre todos si están atentos a lo que ocurre en su calle. Para la activista, todos los vecinos tendrían que estar atentos a quiénes transitan por sus barrios para construir una red de vigilancia colectiva. Jacobs hablaba desde una ciudad como Nueva York y, probablemente, se refirió a las clases medias de esa localidad. Las vecindades, cuyos exteriores se vivieron de manera comunal —un sitio donde los habitantes miraban a sus vecinos—, ¿cómo puede matizar la idea de Jacobs? Sosenski responde: “La vecindad es ese lindero entre espacio público y espacio privado. Hay alguien que cuida en la puerta que no entren sujetos extraños, aunque el mismo sujeto extraño puede ser el casero o un policía. En la vecindad, se le puede franquear el paso al propio Estado. Por esto, termina siendo un lugar bastante colectivo donde el orden de lo privado ocurre, quizá, en el cuarto. Aunque no por esto el cuarto se vuelve más seguro. Creo que es importante no caer en la tentación de pensar el espacio privado con fronteras muy definidas. No se debe pensar que, de entrada, el espacio privado es espacio más seguro. En términos de las infancias, especialmente muy a principios del siglo XX, sí hay una vida colectiva en las vecindades en la que los niños están circulando: los niños juegan, las comadres los conocen. La gente que está en la vecindad sabe que son sus niños y niñas. Pero ellos también están siempre en ese lindero de la puerta de vecindad y la calle, entre lo público y lo privado. Sí hay una vigilancia vecinal, un cuidado y protección de esos niños y niñas que son de todos, pero que el propio proceso de urbanización termina destruyendo en algún sentido. Ya nadie sabe quiénes son los niños del barrio, ya no se distingue entre los conocidos y los desconocidos.”
El automóvil es uno de los artefactos que modificó no sólo la velocidad de los desplazamientos: implicó un nuevo temor. Hay una gran diferencia entre alguien que secuestra un niño a pie y entre una banda de criminales que lo hacen en coche. “El lado automotriz de la ciudad, que además se acelera con el proceso de urbanización, también genera esos nuevos riesgos”, señala Sosenski. Sin embargo, hay ocasiones en las que la movilidad de los niños se da por decisión propia. “Hay veces en las que ellos se deciden ir de sus casas para vivir aventuras y perderse en la gran ciudad, niños que de pronto no sabían volver a sus casas porque no reconocen los rumbos. Hay muchas problemáticas urbanas que convergen en cómo se mueven las infancias. Una escena que me encanta es la de los niños viajando ‘de mosca’ en los tranvías. Las autoridades todo el tiempo están atrapando a niños (y adultos) que viajan de ‘mosca’. Especialmente, esto lo hacen niños de sectores urbanos populares. Es una forma que tienen para transitar la ciudad sin tener que desembolsar un dinero que no tienen. Para ese entonces, hay muchísimos niños trabajadores en la Ciudad de México, niños que incluso trabajan en el espacio público. También sucede que muchos de los niños que llegan al Tribunal de Menores se les pregunta cuáles son sus gustos, a qué se dedican. Casi todos declaran que les encanta el cine y muchos han visto muchas películas. Así como se suben de ‘mosca’ a los tranvías, entran a esos espacios urbanos que son los cines, que están llenos, que son caros y para los que encuentran siempre ventanas o resquicios para entrar y echarse una película sin pagar. Muchos niños declaran en el tribunal que se fueron de sus casas, un caso usual: el de los niños que desaparecen pero porque salieron a buscar aventuras, como sus héroes de las películas. Hay una gran circulación de los niños por la ciudad. Y es muy importante decir que la mayor parte de ellos no son secuestrados cuando ellos deciden moverse. Incluso, algunos padres y madres saben que el niño regresará eventualmente en la noche”.
Sin embargo, emerge una narrativa para controlar la movilidad urbana de las infancias para la que “el robachicos” fue fundamental. Éste monstruo urbano podía ser un personaje cualquiera que, de un momento a otro, podía secuestrar a un niño que se alejara demasiado de sus casas o de la supervisión adulta. Este peligro también tendrá sus diferenciaciones. En el libro, Sosenski delimita cómo algunos casos famosos de secuestros de niños causan revuelo en la sociedad capitalina más por la clase —o “raza”— a la que pertenecieron las víctimas que por el crímen en sí. “El proceso bajo el que el peligro del ‘robachicos’ modifica la presencia de los niños en el espacio público es muy paulatino”. Sosenski agrega: “Creo que todas estas ansiedades serán especialmente replicadas por los medios de comunicación —sobre todo los de nota roja y sensacionalismo—, una prensa que ya para los años 30 es fundamentalmente económica. Los realizadores de la prensa ya están pensando en cómo generar más ganancias, un elemento del periodismo moderno. Además, la prensa de los grandes rotativos, la masiva, es afín al Estado mexicano —por lo menos hasta los años 60 y 70— y que, por ende, es muy poco crítica con las instituciones. Es una prensa que no va a generar un ambiente de protección a la infancia sino que impulsará a que todos encierren a los niños. A diferencia de otros países que enseñan a los niños a vivir el espacio público, a superar los riesgos, la prensa mexicana hará todo lo posible por crear una especie de pánico social en torno al secuestro de niños. De nuevo, este proceso tendrá que ver mucho con las clases sociales. La prensa del momento no se asustará de todos los niños pobres que trabajan en las calles. Son registrados como niños trabajadores y denuncian el trabajo infantil, pero aquello no causa una alarma de que sean potenciales cuerpos de secuestro, que sí lo son y en especial las niñas, quienes serán las principales secuestradas para sumarlas a la explotación sexual”.
Robachicos. Historia del secuestro infantil en México (1900-1960) hace un corte de 60 años y disecciona los discursos buscan controlar la presencia de las infancias en ciudades en las que también viven. A pesar de los riegos al secuestro o, actualmente, al contagio de un virus, ¿por qué los niños tendrían que apropiarse de las ciudades en las que viven, sean de sectores populares o de clase media creo que es fundamental que estén en el espacio público? “Lo que vivimos en meses pasados fue la ausencia total de niñas y niños en la calle. Aunque no necesitamos pandemia. Si están en la calle, generalmente van acompañados. No se encuentran en un ejercicio libre y autónomo del uso del espacio público que, en teoría, debería ser de todos y todas. Varios estudios demuestran lo importante que es el uso del espacio público para el desarrollo de la autonomía y de la toma de decisiones —cruzar o no cruzar, alejarse o no alejarse. Recorrer la ciudad exige un sinfín de habilidades espaciales, motoras, temporales, de relación con los otros, lo cual es muy importante en términos de su formación. ¿Por qué hemos construido una sociedad que no les enseña a estar en el espacio público y donde no defendemos que los niños tienen derecho a usarlo? Ni siquiera les damos el derecho a decidir cómo les gustaría que fuera un parque. Es posible que urbanistas y arquitectos inviten a las infancias para consultarles cómo les gustaría que fuera. Se diseñan casi todos iguales. En México, por ejemplo, predomina el plástico”.
Para Sosenski, la experiencia urbana construye la ciudadanía de las infancias: “Poder poner en un plano o en un mapa cómo es el espacio que está alrededor de su casa es parte de sentirse un sujeto social. Además es un sitio importantísimo para el encuentro con la alteridad. Si algo se discutió en la pandemia es que los niños encerrados no estaban teniendo acceso a la alteridad. Sus padres o hermanos no lo son, lo que causa que se filtre todo discurso proveniente del exterior. La alteridad es muy importante para la construcción del sí mismo, ya que nos construimos en torno a la subjetividad. Por otro lado, intentos por eliminar a las infancias que a veces no tienen vínculos familiares, ha habido a lo largo de la historia. A finales del siglo XIX y principios del XX se llevan a cabo muchas redadas contra niños que están en las calles. Uno de los grandes planteamientos del Porfiriato es que ‘afean’ el espacio público. Son niños a los que se les llama ‘vagos’, ‘vagabundos’, ‘menesterosos’, ‘abandonados’; se dice que están sucios, que parecen enjambres de abejas. Hay muchísimos términos muy despectivos hacia esas infancias que ocupan el espacio público de manera autónoma. Las autoridades constantemente buscan sacarlos del espacio urbano y recluirlos para que la ciudad sea un espacio limpio, higiénico, donde la gente no está en harapos. Se les lleva a instituciones de beneficencia pública donde se les encierra, se les da de comer, se les trata de educar pero, cuando salen, los niños están en las mismas condiciones. Además, en la calle actúan como colectividades. A los periodistas de la época les encanta tomar fotos de niños que duermen en las calles, donde hay todo un sentido de colectividad que no encuentran en otros espacios. Porque además los lugares de reclusión tampoco han sido pensados junto a ellos o ellas. Son lugares donde tienen que obedecer, donde reciben disciplinamiento. Donde hay perspectivas casi militarizadas de cómo deben comportarse. La historia de México está llena de esos intentos para quitar a los niños de las calles que, sin embargo, son iniciativas de protección, ya que ellos tienen derecho a tener una familia, alimentación y vivienda. En resumen, como adultos no hemos sabido construir un espacio para ellos y ellas. En ese sentido, estamos quedando mucho a deber”.
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