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Las ciudades no son números

Las ciudades no son números

10 mayo, 2017
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia

Captura de pantalla 2017-05-10 a las 1.57.46 p.m.

¿En cuántas ocasiones se nos describe la arquitectura como una cosa de números? El edificio más alto, el parque más largo, el primero en su tipo y cuantas cosas podamos imaginar para demostrar una sola: que la ciudad enfrenta al mundo como parte de una élite. El caso de los rascacielos se torna entonces enigmático. A más de tres lustros de la caída de las Torres Gemelas, el reto por construir el edificio más alto —de la ciudad, del país, del continente o del mundo— sigue manifestándose como una exquisita forma de poder. Así, mientras la Dubai Creek Harbour de Santiago Calatrava se plantea en la capital de Emiratos Árabes Unidos para el 2020 como la torre que superará al Burj Khalifa” —pese a que no se sabe aún que altura tendrá—, en Jeddah, Arabia Saudí, se construye desde 2013 una torre de 1 kilómetro de alto que opaca desde antes que se termine a otros muchos rascacielos que se construyen actualmente en China.

Más modestamente, la Ciudad de México ve crecer casi sin límites diversas y grandes construcciones en las inmediaciones de la Avenida Reforma, que se ha convertido en demostración de un impulso constructor transformando por completo el skyline de la ciudad. No muy lejos de allí, más al norte, el barrio rebautizado como Nuevo Polanco anuncia cada muy poco tiempo nuevos proyectos. Pero pese a los desarrollos que se están realizando en la zona, los medios olvidan muchas veces explicar los proyectos para dar importancia a los grandes números que definen la zona. Nuevo Polanco es, sin duda, uno de los ejemplos más claros de la transformación urbana en la Ciudad de México: ha visto en muy poco tiempo cómo se multiplicaban edificios de oficinas, comercios y viviendas. Acaso los arquitectos no sean los mayores culpables de esto, limitándose a cumplir de la mejor manera el encargo y, por tanto, tal vez no sea un asunto que competa primordial ni mucho menos exclusivamente a la arquitectura, sino a políticas más enfocadas en propiciar inversiones que en generar una ciudad más equitativa en aspectos como el transporte público, el acceso al agua, a los servicios o la salubridad o a vivienda asequible. Políticas que, como ha explicado Saskia Sassen, confunden densidad —el mero incremento en el número de metros cuadrados construidos en altura— con lo que ella califica como urbanidad: eso que valoramos de la vida en la ciudad y que tiene que ver, de nuevo, con el espacio y el transporte, los servicios y los bienes que adjetivamos de públicos. En el horizonte se advierten algunos esfuerzos por actuar sobre el espacio público, como propone el reciente concurso de regeneración del Ferrocarril de Cuernavaca.

Pero si hay falta de visión, si se dejan a medias de las necesidades, el potencial de hacer ciudad se limita y la arquitectura se articula, desde el poder, como una simple y plana forma para poner de manifiesto imágenes —y acaso sólo eso— de progreso que, agotándose en la numeralia sea cual sea el caso, permitan ocultar cualquier tipo de rezago social o político.

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