Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
20 febrero, 2017
por Juan Palomar Verea
Tal cual. Es un precepto muy difundido el que dice que nadie puede querer a los demás si no se quiere a sí mismo. Si no se cuida y se respeta, se mantiene en razonable estado, se presenta ante los demás con sobriedad y compostura. Siguiendo esto, nadie que se quiera a sí mismo puede dejar de querer su casa…por adentro y por afuera.
Ese es el punto: las banquetas son el afuera de las casas, tanto o más que sus fachadas. Entonces, si una gente se quiere, se respeta, sus banquetas deberán estar impecables. Esto es: parejas y bien terminadas, de materiales no resbalosos y de preferencia discretos, dotadas de árboles y plantas apropiados. Y, sobre todo, limpias y bien barridas. Y no nomás la pura banqueta, dice la norma, sino la mitad de la calle enfrente de la propiedad.
Considerando lo anterior llegamos sin dificultad a la conclusión de que cada vez menos gente se quiere bien en Guadalajara. Si bien hay todavía mucha gente digna que cumple con los principios de una banqueta decente, pareciera ser que va siendo una minoría. Paradójicamente esto sucede en medio del imperio de la apariencia. De la pretensión por lucir ropas, tatuajes, adornos, zapatos tenis y de los otros, coches, y fachadas que denoten estatus y merecimientos. Pero basta ver las banquetas de las casas y locales de los pretensiosos –sean estos dueños de las fincas, propietarios, negocios de poca o mayor monta- para darse cuenta de que en la pura y dura realidad son unos patanes.
Pudo verse en días pasados a un señor, gordo y sudoroso, vestido (es un decir) con pants y camiseta, lavando afanosamente su coche en la entrada de su casa. Con la manguera, claro. Minuciosamente, con delicadeza, le quitaba al armatoste los chorretes de la semana. Para lucirlo, claro, en todo su esplendor por las calles tapatías mientras colabora arduamente en envenenar la atmósfera y en saturar las calles. De más está decir que la banqueta del gordo era un asco. Un árbol mocho y ya extinto, losas del pavimento rotas, basura, un escalón majadero.
Alguien que guiaba un recorrido arquitectónico por las colonias recientemente se sentía obligado, cada cuadra, a pedir disculpas por el pésimo estado de las banquetas. El grupo incluía varios viejitos extranjeros, que movían la cabeza con incredulidad –y justo enojo. Al lado de ejemplares arquitectónicos de alta valía hay muladares a manera de andadores viales. Al pie de edificios “corporativos” el piso está desmolachado y sucio. Y etcétera: qué vergüenza.
De los llamados “cotos” mejor ni hablar. Tal parece que al interior, en muchos, apenas si existen las banquetas. Y, eso sí, las del exterior, todas, tienen una muralla altamente desagradable, coronada por picos, por un lado y una calle inhóspita por el otro. Esas banquetas, esa expresión de quienes habitan adentro de esos conjuntos “residenciales”, hablan muy poco favorablemente del respeto por sí mismos y por los demás que tales ciudadanos practican.
Algunos gobiernos municipales se han preocupado por las banquetas. “Banqueta digna”, “Banqueta libre”, y todo eso. Muy bien, algo se han descombrado los andadores de coches y otros estorbos. Pero eso es el principio, apenas. Lo que debería seguir, por parte de la autoridad, es el refrendo de la obligación de todos los propietarios y ocupantes de las fincas de Guadalajara para tener banquetas integralmente decentes. “Banquetas completas”, para utilizar una expresión de moda. Esta era la norma y lo habitual en la ciudad de hace algunas décadas. ¿Por qué no se impulsa, ya, y con todo vigor, la plena dignidad de los principales espacios públicos, las banquetas, y de paso la de los habitantes? Basta un buen albañil, un poco de material, unos árboles adecuados…y una escoba. Y amor propio.
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