Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
16 enero, 2017
por Juan Palomar Verea
In memoriam Carlos Nafarrate Mexia
Se llama Georg Oetling Collignon. Cruza con vigor su octava década. Quizá no haya en el estado, ni en la ciudad, ni en muchas partes y costas, un arquitecto naval tan serio y sólido como él. Tampoco, para el caso, un caballero más cabal, respetado y querido por todos que han tenido la fortuna de conocerlo y tratarlo. Ahora atraviesa una honda pena: su amigo desde la infancia, su gran compañero de navegaciones, caminatas y conversaciones innumerables, don Carlos Nafarrate Mexía, otro gran caballero, ha muerto. Puedan estas líneas, a la salud de los inseparables amigos e ingenieros, servir de algún consuelo a don Georg y a los deudos del gran “Chaleco”.
Georg Oetling y la laguna de Chapala han mantenido una larga y fecunda relación. Desde su primera juventud, en la casa paterna de esa villa, el futuro ingeniero construyó afanosamente su pimera embarcación. Las muchachas de entonces gustaban de pasar a saludarlo mientras trabajaba, a comprobar los avances. Algo tenía que ver con ello la legendaria apostura de Georg, y la gentileza y la refinada educación que con toda modestia ha conservado toda la vida.
Georg es hijo, nieto y bisnieto de armadores de barcos hamburgueses. También es tataranieto del celebérrimo arquitecto valenciano-mexicano Manuel Tolsá. El mar y la arquitectura corren por sus venas, parejamente a su deseo por enderezar navíos capaces de surcar las aguas. Su sólida formación estadounidense como ingeniero no hizo más que reforzar su vocación marítima, y lacustre.
Es una absoluta delicia verlo trabajar en los planos de sus embarcaciones. Dibujos exactos, lógicos hasta la obsesión, largamente meditados, bellísimos. De ellos han nacido numerosos y airososo barcos. Particulamente recordable es su gran velero –todo de madera– que responde al magnético nombre de La Ilusión. Simples esquifes, lanchitas, lanchas de motor, veleros variados, yates… Su taller, su particular astillero, llamado “el tejabán”, y ubicado en la chapalteca calle de Vicente Guerrero ha visto pasar cualquier cantidad de ingenios acuáticos por él. Y todos los niños de antes tuvieron a su sombra lecciones invaluables de buena factura, de cordialidad, de tranquila inteligencia.
La manera de hacer arquitectura naval de Georg adquiere, si un poco se piensa, una alta cualidad de enseñanza para todos quienes intentan hacer arquitectura, a secas. Y hacerla bien: con la economía ascética de recursos y espacios que los barcos exigen, con la limpieza y corrección estructurales que son indispensables, con la obediencia a las leyes del agua y del viento, con la sobria comodidad para sus usuarios, y sobre todo, con la esencial y esplendente belleza que un barco digno de tal nombre tiene, y que se deriva de su esencia, y que también proviene del libre espíritu de quien lo proyecta. (Ahora se ha puesto medio de moda que “starchitects” proyecten veleros o yates: uno de la finada Zaha Hadid es espantoso, otro de Gehry es bonito, por ejemplo.)
Como buen navegante, Georg Oetling ha enfrentado aguas propicias y días soleados, buenos vientos. Pero también ha sabido ceñir bravamente ante temporales, días negros, aguas agitadas. Por eso, y por todo lo anterior, es un gran maestro de los barcos, de la arquitectura y de la vida. Puedan sus descendientes entender la grandeza de su patriarca, heredar algo de su talento, de su don de gentes, de su gentil y sencilla manera aristocrática. Larga vida al arquitecto naval. Al ingeniero, al arquitecto Georg Oetling Collignon.
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