2 octubre, 2014
por Arquine
por Hugo Flores | hugofl.blogspot.mx | @Hugo_Flrs
La idea de ciudad, desde la cotidianeidad, acude a significados obvios, unívocos y prácticos. Como la de ser el lugar donde se vive y se realizan la mayor parte de actividades, cuya extensión geográficamente acotada y significada históricamente formula diversos atributos de identidad personal o grupal. Desde cierta posición conceptual, la ciudad en sí misma representa una compleja modalidad de asentamiento humano significativa e innovadora pero, sobre todo, una modalidad social y política. En consecuencia, y tratando de superar las asociaciones obvias, comunes o fáciles, la idea de ciudad no puede desligarse de la noción de sociedad desde la perspectiva y empleo de sistemas diversos de funcionamiento. Éstos operan justamente en virtud de hechos y acontecimientos eminentemente políticos.
De manera ininterrumpida hasta hoy, la ciudad ha favorecido escenarios complejos de interacción social, amparando con ello el detonar de los más diversos e importantes procesos históricos a nivel mundial. Dentro del mismo transcurrir, con las evidentes diferencias en modalidades, situaciones y alcances, la ciudad y las sociedades han formulado diversos mecanismos para dar soporte a los requeridos modelos de interacción, uno de ellos y fundamental, el espacio público, el cual ha potenciado el desarrollo de expresiones y medios excepcionales como la ciudadanía, la democracia, o la exigencia de justicia social. Pero igualmente ha sido el escenario para contener o reprimir por medio de la implementación de la fuerza pública —policías y ejércitos. En ese sentido, aun cuando es y ha sido dispar, el evidente horizonte civilizatorio de la ciudad puesto en revisión desde la acepción política de espacio público, le imprime una connotación trascendental y positiva, ya que ésta apela siempre al dinamismo y la evolución o accionar civilizatorio.
Pero ¿puede una ciudad contradecir su sentido civilizatorio y político más profundo, aquel que ofrece genuinos ámbitos de interacción, de participación y accionar con vocación eminentemente cívica, política? El acoso, el menosprecio, el descrédito, el rechazo, la represión o el bloqueo son algunos ejemplos.
Hace 46 años, teniendo a la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco como escenario, el Ejército Mexicano reprimió violentamente a un amplio grupo de estudiantes, profesores, intelectuales, obreros y profesionistas, los cuales se congregaron en ese espacio público para manifestar la exigencia de mayor autonomía universitaria, libertad a presos políticos, el fin de la represión estatal así como mejores condiciones laborales. Hoy el “Comité del 68” encabeza la acostumbrada marcha conmemorativa. Más allá de los particulares hechos que se rememoran con la marcha, la ocupación y usos del espacio público como referente político es necesario, incluso cívicamente refiere a una obligación.
En cierto grado es entendible y aceptable el no estar de acuerdo con prácticas específicas o modalidades de manifestación social que perfilan determinadas demandas dentro del ámbito de los espacios públicos, incluso, que abierta y públicamente se rechace la pertinencia social de muchas de ellas. Lo que resulta inviable, contradictorio y reprochable social, cívica y políticamente, es negar la posibilidad de usos del espacio público como soporte de actividades diversas de manifestación y accionar social, cívico y político. Se trata de un legítimo recurso cívico que hoy más que nunca imprime su actualidad y urgencia.
La vigencia de la manifestación pública, no únicamente se acota a la remembranza. Para la mayoría es una realidad que institucional y socialmente el país está en crisis, un posible termómetro de esto es la actual evolución que sufren —diversificada y comercializadora— los espacios públicos y su cancelación como instancia para formular política. Y lo anterior es alarmante ya que requerimos con urgencia del accionar social dentro de los espacios públicos por que éstos plantean justamente un recurso necesario para intentar balancear la opacidad de nuestras instituciones de gobierno y de aminorar la concentración del poder político y económico. Sí, al final el espacio público como recurso político en México está profundamente viciado, cargado de señalamientos negativos sobre el derecho de los otros a la ciudad; sí, los espacios públicos en la ciudad y el país no refieren necesariamente la instancia precursora de excepcionales muestras de ejercicio ciudadano, de democracia, de exigencia de justicia o participación social. Pero a día de hoy continúa ofreciéndose, conceptual e históricamente, como un conveniente y versátil mecanismo de extensión operativa de civilidad o ciudadanía en México.
Negar la dimensión civilizatoria profunda del espacio público es negar entendimientos distintos de la ciudad y sus problemas, es negar la posibilidad de alcanzar una sociedad más justa, respetuosa y convincente.