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La respiración de la ciudad

La respiración de la ciudad

23 abril, 2016
por Juan Palomar Verea

Las ciudades viven, en primer lugar, del aire que aspiran y respiran. Como todo organismo viviente. Sus tejidos requieren la exposición a la intemperie que les garantiza oxígeno, ventilación, luz, lluvia, oscuridad a sus horas. Desde la más remota antigüedad, las ciudades o pueblos más eficientes para la vida humana son los que se han mejor acordado con sus condiciones climatológicas, que pueden variar grandemente según su latitud.

Las latitudes tropicales propician una serie de factores climatológicos y somáticos específicos. En nuestro contexto, se cuenta con un clima templado, intenso asoleamiento y escasas lluvias durante el año, salvo en el temporal de aproximadamente cuatro meses en el que suele llover con intensidad. De ahí que el modelo hispano-árabe de las construcciones que llegaron con la colonización resultara altamente compatible con sus entornos de implantación y que, durante más de cuatro siglos, funcionara con señalada eficiencia.

Este modelo, para hablar del género doméstico, se basaba en un elemento central y atemporal: el patio, el impluvium de los romanos. Una vez que se establecía el recinto abierto a la luz y al aire, se disponían a su alrededor las funciones necesarias. El patio –y su complemento directo, el portal que lo acompañó- no fueron solamente un componente funcional: fueron también un sistema completo de acordación con las condiciones naturales y, de allí, el elemento rector que determinó por generaciones un sistema de vida, un estilo de habitar y convivir, un talante, un particular centro del universo con el que los moradores de la casa se identificaban y orientaban.

Un patio: respiración, desahogo, iluminación, climatización doméstica, sitio propicio para árboles, plantas, fuentes; lugar de la convivencia, la conversación, la soledad y la contemplación, la fiesta y el duelo. Ámbito de labores diversas, de trabajos botánicos, de siembra de hierbas y frutales, de cosecha.

Considerando la vista aérea que ofrece Guadalajara en 1944 resulta impactante la comprobación de cómo los tejidos de la ciudad –de manera uniforme- estaban estructurados por el patio. Mayor o menor, pero omnipresente. Antes de las mudanzas del medio siglo, antes de las atrabancadas “modernidades”. Si se compara esa imagen con la de un coral, se advertirán las semejanzas de la pulpa urbana con esas estructuras marinas. En ellas, cada alveolo cumple la función de capturar del agua los nutrientes necesarios para la vida del organismo: exactamente como pasa –en términos terrestres- en el sistema de patios que le daban aliento a la ciudad.

¿Qué sucedió a partir del medio siglo pasado? Gradual, pero aceleradamente, se abandonó el recurso del patio como elemento de habitabilidad. Los modelos habitacionales “modernos” prescindieron de este recurso milenario. De manera más o menos inconsciente se le juzgó arcaico, provinciano, impráctico para la vida contemporánea. Como lo demuestran fehacientemente múltiples ejemplos, lo anterior no es solamente falso, sino tonto. La relegación del patio supuso mayor calor y sofoco, gasto de energía para iluminación y ventilación, derroche de recursos para enfriar los espacios, pérdida del carácter de la casa, de su vegetación, de su inapreciable condición de centro y lugar grato a sus moradores.

Para hablar de la vieja ciudad, resulta innumerable la cantidad de patios de construcciones patrimoniales que han sido cegados. ¿Ganancia de “espacio”, desorientación, simple estulticia? Con un buen análisis, centenares de patios podrían ser recuperados plenamente: y un patio en el que no llueve no es un patio. Por más disfraces que se le pongan. Y, para hablar de la arquitectura doméstica, la vuelta al patio será un recurso verdaderamente sustentable (y por lo tanto verdaderamente moderno), que hasta permitiría con cierta facilidad hacer un conveniente acopio de agua pluvial, como lo hacían los romanos y los árabes.

Por mientras, la mayoría de los arquitectos, promotores y escuelas de arquitectura, en la luna. Habría que atender a un gran arquitecto contemporáneo, Oscar Hagerman, y su muy actual –e intemporal- manera de seguir haciendo patios. Corales y buenas ciudades y pueblos: habría que aprender de ellos.

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