7 junio, 2017
por Arquine
Este texto es un fragmento del ensayo de Humberto Ricalde publicado en la sección Análisis del número 4 de Arquine, verano de 1998 | #Arquine20Años
El siete de septiembre de 1953, un local insólito abría sus puertas en la calle de Sullivan, ciudad de México: El Museo Experimental, de los primeros con tal planteamiento, ofrecía sus espacios amplios y sorprendentemente dinámicos a las más diversas actividades artísticas. Durante un año, bajo el impulso iconoclasta de Mathías Goeritz, fue lugar para la danza y la música, para la escritura, la poesía, el dibujo y la pintura; fue también un lugar de prueba, de iniciación y arranque, de manifiestos y tomas de posición, en abierta polémica con el arte mexicano de mitad del siglo.
¿Qué fue de este lugar vital de experimentación artística? Duró en ebullición tan sólo un año y a la muerte de su promotor y propietario, Daniel Mont, inició una larga serie de travestimientos, bajo cuyos múltiples paños aún quedan algunos de sus muros originales, ahí a la vera del parque Sullivan. Al indagar, con oído atento, por libros, notas periodísticas, controvertidos recuerdos y pocas fotos, nos encontraremos algunas de sus repercusiones, de sus ecos y resonancias. Así, quizá percibiremos que el Museo Experimental del Eco ha sido, más allá de su ausencia-presencia en estos últimos cuarenta y cinco años, una verdadera pieza de “arte-arquitectura”, en el medio de la cultura arquitectónica de México.
Tres pasos nos pueden guiar hasta el Museo del Eco otra vez actuante y vivo: el primero nos conducirá al ambiente cultural del México de la mitad de los años cincuenta, para después, en un segundo paso, analizar la concepción de esta peculiar pieza de arquitectura y cómo ésta se hace eco —nunca quizá un nombre tan certeramente dado a una obra— de tantas experiencias e influencias de su autor. Si los dos pasos anteriores nos permitirían conocer el caldo de cultivo del Eco y su gestación, una vez reconstruido éste en nuestra imaginación, podremos recorrerlo nuevamente, apoyados por nuestra emoción, así como experimentar su voluntad de forma y entenderlo como lo que su creador quiso que fuera: un manifiesto construido de “arquitectura emocional.”
Ambiente cultural a la mitad de los años cincuenta.
Vayamos pues al ambiente cultural de México a mitad de los años 50: como consta en catálogos, recuerdos, ensayos, a la llegada de Mathias Goeritz, en el quiebre entero los años 40 y los 50, el medio del arte y la arquitectura de México estaba invadido por una búsqueda de modernidad sui generis, pues si bien por una parte se quería para el país una imagen de progreso, por la otra, un grupo nacionalista de artistas propugnaba a búsqueda, más que la construcción constante, de una “identidad.”
En la arquitectura de entonces, sin embargo, es posible distinguir una doble corriente: una arquitectura racional-funcionalista de corte internacional (Augusto H. Álvarez, Juan Sordo Madaleno, Manuel Teja, etcétera) y una arquitectura que, con cierta licencia, podríamos llamar “racionalismo a la mexicana” (Enrique del Moral, Alberto T. Arai, Max Cetto, Luis Barragán, etcétera). Se ha sostenido que Mathias Goeritz, con el Eco, encabeza una violenta reacción a la primera corriente. Valdría la pena repensar con qué arquitecturas se encuentra este individuo, tan crítico y sensible, cuando llega a México: esta la Ciudad Universitaria, pero también están los barrios de México y Guadalajara; está la casa Barragán pero también está la arquitectura tradicional y no sólo la aguerrida —según la pintan— arquitectura racional funcionalismo. Y no debemos olvidar cómo en su paso por Marruecos y España, Mathias recoge y decanta muy variadas influencias: igual Altamira que Miró, prehistoria y vanguardia, que pone en crisis y saca de ellas su fuerza plástica y creativa.
En 1984 Goeritz relataba: “…cuando llegué en 1949, México estaba en su momento de auge, estaba cambiando de un país subdesarrollado a un país en desarrollo, había un ritmo de construcción admirable en esta ciudad de entonces dos y medio millones de habitantes; grandes obra viales y sobre todo la Ciudad Universitaria, que significó un momento cumbre para la arquitectura mexicana, dejaban a todo mudo con la boca abierta. Después vendrían las obras de Brasil o Venezuela, pero el arranque estuvo aquí y, pasados unos años, otro momento importante fue el de las cubiertas de Candela, pero nunca como con C.U.; estas obras parecían cuentos de hadas para los arquitectos de otros mundos quienes, en el mejor de los casos, construían la casita de su abuela y ésa era su obra. Cuando llegué caí en un ambiente de extraordinario trabajo, en contraste con España, donde todo era estéril y sin espíritu, aquí todo era planear grandes cosas en un ambiente de locura absoluta, se abrían grandes avenidas, se rompía y se construía con locura; un ambiente así me pareció el paraíso. Me recibieron atentamente y mientras que en Europa cuando declaraba algo todo mundo me preguntaba dónde lo había leído o se me comentan que Sartre lo había dicho mejor, aquí por el contrario, palabra que yo hablaba era escuchada, tontería o cuadro que yo enseñaba era bien recibido; esta actitud le hace mucho bien a un complejo de inferioridad y me enamoré de México.”
En este ambiente cultural y bajo esa óptica, habría que ver el Museo Experimental del Eco como una recomposición, polémica y crítica, de una serie de fuerzas plástico-espaciales y vocablos arquitectónicos que Mathias había asimilado en sus primeros tres años en México y que pone a interactuar cuando Daniel Mont le ofrece la oportunidad de hacerlo con libertad creadora. Así recuerda Mathias a Daniel: “…mire, una vez apareció un tipo, en una exposición mía en la galería de Inés Amor, que me pidió que yo le hiciera un edificio. Yo le declaré que no era arquitecto y sorprendentemente me respondió que no me hubiera buscado si yo hubiera sido arquitecto. Así inicié el Eco para este hombre que probablemente ha sido el mejor amigo que yo he tenido, era estupendo, sellaba Daniel, mi hijo se llama Daniel por él. Era feo como él solo y tras las mentadas de madre, a cada segunda palabra, había un espíritu y una sensibilidad como en pocas personas que he conocido. Daniel me hizo arquitecto, me enfrentó a problemas que en la pintura y en la escultura yo no había enfrentado.”
En España, una vez establecido el contacto personal con Miró, Goeritz había experimentado con el lenguaje de éste hasta llegar a los cuadros homenaje al mismo. En Altamira, su dibujo se había cargado de fuerza primitiva y en Guadalajara, Romualdo de la Cruz, el tallador, lo había jalado a la potencia del trazo expresionista de la piedra y del leño. Reflexionemos, entonces, qué referentes arquitecto´ticos hizo chocar y después purificó, para hacer su manifiesto construido de arquitectura emocional.
A la pregunta, ¿cómo surgió su crítica al funcionalismo en el manifiesto de la arquitectura emocional en 1953?, Goeritz responde: “esa crítica me unió a O’Gorman, ya para entonces el también estaba harto del funcionalismo, nos había llegado hasta la coronilla. Yo estaba indignado con los arquitectos individualizados e intelectuales, demasiado racionalistas, demasiado lógicos y utilitarios. Y lo escribí. Pero los arquitectos de entonces sólo se divirtieron mucho con mis críticas.” Desde luego, la parte más evidente de la acción cultural del Eco fue su confrontación con la pintura y la escultura de la “escuela mexicana”, tanto los muralistas como los escultores: Rivera, Siqueiros, Olaguibel, Asúnsolo, etcétera. Esta acción, en su tiempo, fue un verdadero desafío a la búsqueda, tan fallida aun en la Ciudad Universitaria, de la “integración plástica a la mexicana;” un no tajante a aquellas escultopinturas pegadas a los edificios o los murales colgados en los patios como si de grandes gobelinos o cuadros de autor se tratase, como el propio Mathias dice en su manifiesto.
Al recordar la reacción a este desafío Mathias dice: “a los que les cayó mal fue a Rivera y a Siqueiros y compañía; el moralismo se estaba acabando, ellos trabajaban pintando retratos de señoras que les pagaban mucho dinero y agotado su élan revolucionario, odiaban a cualquiera que tuviera éxito con los jóvenes de nuestro medio. Cuevas y Gironella se interesaron y el Eco preparó el rompimiento en el arte mexicano de los años 50.”
Hay que subrayar, más allá de lo anterior, la visión crítica desde afuera de las calidades arquitectónicas mexicanas con que Mathias se encuentra y cómo esa visión, aunada a sus antecedentes culturales y a su no condescendencia con el medio al que llega, le permitieron crear esta propuesta inédita en la trayectoria de la arquitectura moderna de mitad de siglo. Aquí debemos recordar el análisis que José María Montaner hace en su libro La modernidad superada sobre la manera en que el Movimiento Moderno trascendió en gente que, como Lina Bo Bardi o Jörn Utzon, se inspiró y recogió la dinámica de nuestras culturas “periféricas.” Esa labor la cumplieron en México Goeritz y Halfter, Cetto, Candela, Copland, Gerzo, etcétera, y eso´polémicamente plasmada en el Eco.