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Columnas

La pirámide en los espejos de Pablo López Luz

La pirámide en los espejos de Pablo López Luz

15 octubre, 2015
por Sandra Rozental

Con el título enigmático de Pyramid, Pablo López Luz presenta un libro en el que nos invita a realizar un recorrido en búsqueda de la presencia real e imaginaria de una forma —a la vez geométrica y ancestral— en los paisajes contemporáneos mexicanos.

A diferencia de sus fotografías panorámicas de paisajes habitados por ruinas prehispánicas transformadas en sitios arqueológicos, en este proyecto, el fotógrafo se preocupa por las mutaciones y distorsiones a las que sucumben estas ruinas al haberse vuelto monumentos patrimoniales y emblemas de lo mexicano.

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El libro se despliega como un mapa de las calles de la ciudad de México, y también de otros lugares, donde los trazos característicos de la arquitectura prehispánica se cuelan, escondidos, insinuados detrás de rejas, de puertas y de escaleras, y también reproducidos en monumentos y edificios que ostentan desde el siglo pasado y hasta nuestros días el progreso modernista hecho en México.

En el texto introductorio, Alfonso Morales presenta las imágenes captadas por López Luz como una “fantasmagoría iconográfica” que permea, ya sea como copia o referencia, cada rincón del presente nacional. La referencia a Walter Benjamin, otro coleccionista de imágenes, es pertinente dada la insistencia de este pensador en que la clave de la modernidad se encontraba no en un supuesto camino lineal imaginado como progreso, sino en la yuxtaposición de nuevas infraestructuras con fragmentos de otros pasados que quedaron enterrados, más no plenamente erradicados, bajo los pasajes de París.

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A partir del proyecto Pyramid de López Luz, podemos trasladar la crítica benjaminiana del progreso modernista a los pasajes mexicanos, esas construcciones que están anunciando un futuro inminente y a la vez suspendidas, incluso corroídas desde su construcción, por los restos de sus propios pasados remotos.

Con esta colección, López Luz se ubica dentro de un rico legado de fotógrafos que también captaron la presencia del pasado en el presente mexicano: desde Frederick Catherwood, que en la primera mitad del siglo xix acompañó a John Lloyd Stephens en sus recorridos por las ruinas fantasmales del sureste del país y produjo los primeros daguerrotipos de estas ciudades perdidas bajo capas de selva (y que Leandro Katz se dedicó a retratar in situ un siglo más tarde), Alice Leplongeon, Laura Gilpin y Hugo Brehme que plasmaron los inicios de la Arqueología como disciplina científica en las primeras décadas del siglo xx, hasta Joseph Albers, Manuel Álvarez Bravo, Mariana Yampolsky, Juan Guzmán y Armando Salas Portugal, que encontraron en las formas de talud y tablero la posibilidad de una estética modernista autóctona.

Las fotos de López Luz se insertan también en un campo más reciente de fotógrafos interesados en el legado prehispánico mexicano, más bien desde una mirada irónica y hasta kitsch, como Ruben Ortiz Torres y Lourdes Grobet, quienes desde los años ochenta se dedicaron a captar las ruinas de plástico y de fibra de vidrio que decoran parques temáticos, lugares de consumo masivo, y sitios turísticos. En estos nuevos paisajes, los dioses antiguos se vuelven mercancías para adornar los estantes de las clases sociales pudientes y atraer a viajeros, casi siempre desde los nortes geográficos y políticos, sedientos de alteridad mexicana.

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A la vez que hace eco a estos antecedentes, el trabajo de López Luz es explícitamente crítico de la política patrimonialista de otro legado del que somos herederos los mexicanos: el proyecto de Estado del régimen posrevolucionario y del pri, que desde principios del siglo xx transformaron las ruinas de un pasado lejano en el hilo conductor de una política centralista, autoritaria y homogeneizadora. La serie historiza este proyecto al captar imágenes clave de su desarrollo en el tiempo: incluye una fotografía de la entrada del edificio neomayista que alberga la sede del pri en Mérida, construido por el arquitecto Manuel Amabilis en 1928, otra del enorme Tláloc danzante que Diego Rivera esculpió a finales de los años cuarenta para ser visto desde el cielo por los pasajeros cosmopolitas de los aviones que arribaban a la Gran Tenochtitlan, imágenes de la arquitectura indigenista de gran parte de la infraestructura cultural y recreativa de los años sesenta y setenta, hasta las versiones más recientes del afán de convertir lo prehispánico en tecnología de gobierno: el edificio de la semarnat en Cancún, que emula el castillo de Chichen Itzá y el más reciente centro de convenciones siglo xxi de Yucatán, con celosía inspirada en el Patio de las Monjas de Uxmal.

Más allá de su enfoque en la persistencia de lo prehispánico en México, López Luz revela su interés profundo por la ruina, con un guiño muy explícito a las exploraciones de Robert Smithson en torno a la entropía, al desecho y a la corrosión. En Pyramid, el artista incluye una fotografía del balcón del famoso Hotel Palenque cuyas “T”, formas icónicas de la arquitectura del sitio arqueológico, se transforman en elemento decorativo y, en otra imagen de la serie, reaparecen como en el logo del proyecto turístico y neoliberal del actual gobierno del estado de Tabasco.

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Hay en el libro un juego de espejos, donde la lente de López Luz se deja seducir por elementos arquitectónicos que aluden a las ruinas del pasado prehispánico y que están en sí mismas abandonadas y arruinadas: desde el edificio dilapidado y lleno de tags de la portada del libro, pasando por estructuras de cemento con señalizaciones oxidadas, un depósito de agua en forma de pirámide teotihuacana, cuya pintura está deslavada y agrietada por el paso del tiempo, hasta una cabeza olmeca fisurada y vuelta mitad monumento urbano, mitad anuncio inflable de Aeroméxico, en una carretera del poniente de la ciudad de México.

López Luz nos muestra que el patrimonio prehispánico de México quizá no se encuentre en los museos ni en los sitios arqueológicos famosos por sus palacios imponentes, sus murales coloridos y sus estelas intrincadamente decoradas, sino que está más bien en las paredes del metro Insurgentes, en los edificios públicos, en los grafitis urbanos y en las puertas de las casas de los habitantes contemporáneos de paisajes mexicanos que quizá sin querer emulan trazos ancestrales en sus espacios más íntimos. El libro en este sentido puede parecer extraño, pues retrata la presencia del pasado en el México contemporáneo en un mundo material despojado de gente: puros edificios, calles, puertas, ventanas. Y, sin embargo, el ámbito social está insinuado en cada página. Si bien no hay indicios de localidad más que en el índice, al final del libro, no queda duda alguna de dónde fueron captadas las fotos. Las banquetas agrietadas y desiguales, los baches en el asfalto, la basura en las esquinas, pero también la omnipresencia del maguey en los recorridos del libro, ese icono de lo mexicano por excelencia como lo mostró Ruben Gámez en su exploración fílmica de los años sesenta. En este paisaje sin cuerpos y sin rostros, López Luz nos deja preguntándonos quién elige, quién diseña y quién construye esas escaleras en forma de escalinata, esas puertas eléctricas de garaje armadas con geometrías antiguas, esas casas con paredes de mosaico que evocan las piedras de Mitla.