Las palabras y las normas
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12 junio, 2017
por Rosalba González Loyde | Twitter: LaManchaGris_
Ciudad compacta, ciudad justa, ciudad equitativa, incluyente, verde, resiliente, sustentable, smart… Hablamos de movilidad los domingos con la familia para quejarnos del tiempo que pasamos en el tráfico para llegar a casa luego del trabajo, mientras los coches –en plural- están estacionados en el garaje; de gentrificación en el café que anuncia la venta de productos orgánicos que está en la esquina del lugar donde vivimos e incluso de la segregación que viven los habitantes de la periferia desde nuestro departamento ubicado en la ciudad central. En los últimos años nos hemos visto invadidos con nomenclaturas que nos dicen mucho sobre el interés que ha despertado “lo urbano” en el mundo, pero nos habla poco o nada sobre sí mismas.
Es cierto, es en las ciudades donde se han creado los mejores inventos de la humanidad. Es donde el avance científico y tecnológico se ha gestado para incrementar la esperanza de vida de los seres humanos y donde los extraños tienen la posibilidad de crear nuevas formas de pensar y de habitar un mismo espacio a través de su encuentro. Sin embargo, es también en las urbes donde actualmente se crean y ejercen las formas más violentas de tortura, donde la pobreza urbana arrebata oportunidades y asesina –literal y metafóricamente- rostros.
Son estas dos visiones las que enmarcan en gran medida los discursos sobre lo urbano. Dos puntos de vista, en apariencia enfrentados, que pueden resumirse en dos míticos textos que todo urbanista o interesado en el tema conoce: The triumph of the city de Edward Glaeser y Planet of slums de Mike Davis. Por un lado, el texto de Glaeser hace una reivindicación de las bondades que ha ofrecido la urbanización del mundo a nuestra civilización: la convergencia de los diferentes en un mismo espacio y la facilidad de crear conocimiento en estos nodos para mejorar la vida de todos. De la capacidad para atraer el talento y de cómo éste se transforma en capital de inversión para las ciudades. Es en este mismo escrito que Glaeser, economista de Harvard, se atreve a preguntar a sus lectores “¿qué tienen de bueno los barrios deprimidos?”, para argumentar, como respuesta, sobre las posibilidades de la movilidad social ascendente de las clases bajas pese a los riesgos: “Vivir en una ciudad puede exponerle a uno a morir de un balazo, pero también ofrece la oportunidad de acceder a una vida más rica, más sana y más esperanzadora”.
Mike Davis, sociólogo e historiador autonombrado marxista, expone la otra cara de la moneda. Su libro deja una especie de desesperanza sobre lo que la urbanización ha hecho al mundo y denuncia el trabajo de organismos internacionales, como el Banco Mundial y la ONU, por institucionalizar el crecimiento de un tipo de pobreza necesaria para que la ciudad, la de Glaeser, tenga sentido. Davis, con una exposición dramatizada sobre la miseria, describe afirmaciones asentadas anteriormente por Saskia Sassen y otros sobre la producción de pobreza como parte del sistema neoliberal, fundamental para el desarrollo de las ciudades contemporáneas.
Finalmente, son estas dos visiones las que enmarcan el discurso público sobre lo urbano; polarizado y limitado. Los ojos de la academia, del gobierno, la iniciativa privada, la sociedad civil, el activismo están ahí; en el urbanismo de concreto, cayendo en el cliché de lo urbano como mancha gris y argumentando desde aquello que nos es posible señalar con el dedo cuando corremos la cortina de la ventana y asumiendo que lo que se encuentra fuera de nuestra mirada no es de nuestra competencia. De esta forma, cada vez que algo sucede ajeno de este reino, nos mostramos anonadados y nos preguntamos cómo es que pasan tales o cuales cosas o por qué los otros, los “no urbanos” habitan de tal o cuál manera.
Lo anterior se describe muy bien en un texto, a todos luces desesperado, de Paul Krugman, economista y columnista del New York Times, quien durante la noche de las elecciones presidenciales de EEUU publicó un texto titulado Estados Unidos, nuestro país desconocido, en donde se preguntaba, totalmente impactado, cómo es que se estaban dando los resultados para que Donald Trump llegara a la presidencia. La gente como él y como la mayoría de los lectores del NYT no comprendía por qué hay ciudadanos estadounidenses que piensan de cierta forma:
Resulta que hay un gran número de personas —blancas, que viven principalmente en áreas rurales— que no comparten para nada nuestra idea de lo que es Estados Unidos. Para esas personas, se trata de una cuestión de sangre y tierra, del patriarcado tradicional y la jerarquía étnica.
Krugman exhibe su ignorancia sobre los otros, el título de su texto devela una inocencia territorial que a ojos de muchos parece obvia, la de que Nueva York no es Estados Unidos, pero que cuando intenta ser explicada tal obviedad se desvanece, dejándonos huérfanos de nuestra seguridad.
La construcción de infraestructura para la manufactura en grandes extensiones de territorio, la explotación de recursos naturales, la toma de la vida rural para satisfacer la vida de las ciudades,—algo que Lefebvre en La revolución urbana expresó tempranamente—, nos muestra como depredadores y aún no somos capaces de asumir las consecuencias de tal rapacidad.
La otra paradoja está inserta justamente en el mar de discursos ideologizados y despolitizados de información, datos, posturas y puntos de vista. Nos embelesamos con la magia del diseño de la datología sobre las ciudades y en innumerables ocasiones nos hemos visto maravillados por las imágenes satelitales nocturnas que nos muestran la iluminación como un registro de lo que creemos lo urbano. Así, la contradicción no es sólo la del encuentro entre Davis y Glaeser, sino la que a través de la bruma de discursos, datos, imágenes y cartografías nos hace creer que hemos avanzado en el planteamiento de lo urbano, aunque la realidad es que la zona que no toca la luz en esas imágenes satelitales nocturnas es igual de grande que nuestra ignorancia.
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