Carme Pinós. Escenarios para la vida
El título marca el camino y con él se presenta la última muestra del Museo ICO, en Madrid, dedicada a [...]
30 mayo, 2017
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
El llamado progreso, el desarrollo expansionista, el predominio de lo humano sobre el mundo natural y otras tantas teorías que nos podamos imaginar, son en realidad construcciones. Por ello, influyen en el medio y en la vida de los seres vivos, humanos y no humanos, que habitan un territorio. Una idea es primero una construcción ideológica, para luego definirse como espacial, material y social. Así, por ejemplo, podemos entender que la creación de carreteras, autopistas, puentes, presas, la destrucción de ecosistemas, la multiplicación de estaciones de gas, la explotación de recursos para conseguir materiales, etc. ponen de manifiesto que el auge del automóvil durante el siglo XX no sólo fue debido a la multiplicación de los mismos, sino que ésta se apoyó en la transformación económica de toda una nación — o de varias — que dirigió todo su forma de ser hacia ese camino. Volviendo al caso del automóvil como una de las forma de expresión del siglo pasado, veremos, además, que no sólo fue gracias a la necesaria elaboración de una nueva infraestructura y de una cultura que apoyara todo ese desarrollo — desde la construcción de carreteras y autopistas a la industria del caucho para los neumáticos — , sino que implicó la necesidad de elaborar un discurso que sustentara dichas ideas y que las diera a conocer.
Así, las autopistas de Estados Unidos son impensables sin un mensaje propagandístico que vinculara la construcción de carreteras con la del propio país. La expansión de modelos suburbanos y el ideal de individualidad de aquel país no eran sino la perfecta expresión tanto física como simbólica de su modelo capitalista. La transformación que la llegada del automovil y el apoyo a la movilidad particular tuvieron sobre la vida, fueron sólo una parte de un plan que veía en el progreso la forma de vencer, por fin, a la carga del pasado: atrás quedaba el mundo rural y se abrazaba el territorio de lo urbano, más rápido, más veloz y más potente.
Como EUA, México anduvo en la misma dirección y sufrió, desde directrices políticas marcadas por el propio Estado, todo un plan de remodelación: carreteras, viviendas e infraestructuras que habrían de introducir al país en la consabida modernidad. Como apunta Cristina Rivera Garza en su reciente libro Había mucha neblina o humo o no se qué, no se pueden entender el llamado milagro mexicano o la llegada del turismo al país sin construcciones como la Carretera Panamericana. Concebida como un eje que vertebra el país de norte a sur y que conecta México con todo el resto del continente, su desarrollo está ligado de forma directa a esa tan deseada transformación económica que permitiera a país abandonar el místico y empobrecido mundo rural. Toda ese cambio es analizado por Rivera Garza desde la figura de Juan Rulfo — que aparece más como excusa para trazar las propias ideas de la autora que como tema en sí — y, en particular, a partir de los textos del propio escritor mexicano. Rulfo vivió en su propio cuerpo ese cambio territorio, pues llegó a trabajar en la fábrica de llantas de Goodrich-Euzkadi, en la elaboración de guías turísticas, en la Comisión del Papaloapan y en el Instituto Indigenista; todos trabajos que, de una u otra manera, serán esenciales para entender los cambios sufridos por el país en aquel momento. Para ello, Rivera Garza compara la figura de Rulfo es con el Angelus Novus de Walter Benjamin, el Ángel de la Historia cuyo “rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.”
La preocupación de Rulfo en su obra será entonces, y de acuerdo a Rivera Garza, la de dar cuenta de ese mundo rural e indígena que desaparece bajo la avasalladora acción del progreso. Sus textos, por ello, no intentarán dar cuenta de la Historia (así, con mayúscula) de México, como sí hacía la literatura hasta entonces, sino que se va a centrar en contar la precaria vida de aquellos que han quedado excluidos de la misma. Esa es la razón de que en la obra del mexicano habiten seres fantasmales que se mueven en mundos completamente muertos. A ellos, nos parece decir, sólo les pertenece eso: los escombros del proceso, la nada.
Más allá de cualquier polémica que haya suscitado la publicación del libro, es cierto que la lectura de Rivera Garza permite establecer paralelismos con la propia contemporaneidad, que, para la escritora mexicana, pasa por establecer un acercamiento a la cultura indígena — por otra parte, uno de los temas que más le interesó a Juan Rulfo en textos y fotografías — así como a la explotación laboral y a la mala gestión de los recursos de la tierra existentes hoy en día. Con esa misma lectura, Irmgard Emmelhainz se aventura en un muy buen texto aparecido en e-flux hace poco — Fog or Smoke? Colonial Blindness and the Closure of Representation — con una lectura postcolonial y referida al cambio climático que haría aún vigente, y más allá de lo literario, una lectura de Juan Rulfo en su conjunto. En cualquier caso, la preocupación que puede abrir para nosotros, arquitectos, no es tan distante. Dado que el doble vinculo que proponen estas lecturas de la modernidad — de progreso y amenaza al mismo tiempo — aún puede establecerse como vigente y dado que las políticas e ideologías que se están construyendo hoy tienen repercusiones arquitectónicas y espaciales muy concretas en las que participa de forma directa el diseño, podemos pararnos a reflexionar sobre cómo las actuales políticas medioambientales, económicas y sociales dan forma a nuestro territorio, y establecer entonces si son justas o no, a fin de apuntar dónde se encuentran hoy los excluidos de la Historia.
El recientemente fallecido Mark Fisher, en una conversación que sostuvo con el pensador italiano Franco Bifo Berardi publicada en 2013 en la revistaFrieze, comenta reiteradamente que nos enfrentamos a la “lenta cancelación del futuro”, consecuencia de la expansión del neoliberalismo desde finales de la década de los 70 del siglo pasado. De igual manera, Marina Garcés apuntaba en el reciente MEXTRÓPOLI 2017, que el acceso al futuro es imposible, al menos a la vista de cómo el planeta que habitamos está siendo sobreexplotado y de cómo la desigualdad y la precariedad de la vida crece más y más cada día. Por tanto, todos nosotros corremos el riesgo de quedar fuera del tiempo. Ello puede derivar en un movimiento hedonista que hace del presente el único destino posible y en que las continuas descripciones de la Ciudad de México como un “nuevo Berlín” esquematizan esa línea de pensamiento: el futuro no importa, la vida ha de disfrutarse sólo en el ahora a través con buena comida, buena moda, buena música y buenas fiestas. Sin embargo, esta forma de ver las cosas no lleva a cambiar nada, suspende el problema, si no es que lo agrava. Sin acceso al futuro, estamos a un pequeño paso de caer presas de ese mundo muerto que ya había avanzado Rulfo.
Frente a esa posibilidad, tanto Garcés como Bifo y Fisher se plantean cómo recuperar el control de nuestro futuro perdido: es necesario reorganizar la acción colectiva y la solidaridad política. Es decir, es necesario actuar, definir un nuevo marco de lo común y afectar directamente a las políticas que se están produciendo hoy en día. Con ciudades como las que vivimos, amenazadas por la contingencia ambiental, la falta de recursos básicos como el agua, la creciente desigualdad — como muestra El País con los muros que dividen y separan las zonas privilegiadas de las marginadas — o el problema de la exclusión social — o la expulsión, como afirma Saskia Sassen en uno de sus últimos libros —, nos situamos no sólo frente a un reto económico y político sino también arquitectónico y espacial, pues la forma y la arquitectura que hoy aparecen en nuestras ciudades no es sino la materialización de las visiones –con sus faltas y sus fallas– de determinadas políticas. Como sociedad en general, y como arquitectos en particular, nuestra obligación debe de pasar por crear proyectos que pongan en cuestión modelos ideológicos injustos que ya somos conscientes que no funcionan. Dicho de otro modo, frente a tanta estética hará falta más ética. Decidir qué modelo de futuro queremos es una decisión ideológica que se está tomando hoy en día, con o sin nosotros. De nosotros depende si queremos dirigirla en alguna línea política de cambio concreto o si, como muchas veces nos pasa, sólo nos preocuparemos por hacer diseños meramente estéticos, es decir, diseños que sólo suplan nuestro hedonismo presente y que nos alejen, como al Angelus Novus, irremediablemente lejos de los problemas.
El título marca el camino y con él se presenta la última muestra del Museo ICO, en Madrid, dedicada a [...]
Antes de lanzar cualquier hipótesis sobre cuál es el futuro inmediato de los espacios de trabajo, cabe preguntarse: ¿son las [...]