El continente/agente
Cierto fetichismo, localiza el poder y la presencia de un Museo en las connotaciones, tamaño y valor de su edificio. [...]
12 julio, 2017
por Cuauhtémoc Medina | Twitter: cuauhmedina
I dreamed about Mars again… it was bizarre, yet it was so real…”
Ronald Shusett y Steven Presfield: Quinta versión del guión de Total Recall
Dough Quaid (Arnold Schwarzenegger) despierta agitado lado a lado de su mujer, la despampanante Lori (Sharon Stone). Mediocre y sudoroso, Quaid sufre por enésima vez el sueño de un mundo ajeno y un amor ajeno, una pesadilla social y el acoso de un deseo imposible. Nuevamente, Quaid se ha soñado en Marte. En otra circunstancia éste sería un síntoma desfigurado proveniente del inconsciente de Quaid. “Marte” aparecería como el significante sustitutivo, condensado y desplazado (para usar la conocida trilogía que Freud formuló en su Interpretación de los sueños) de un pensamiento borrado por la agencia represiva del yo. Pero, como saben todos los que han visto Total Recall (EUA, 1990), el aparato de represión está claramente objetivado. La tecnología es capaz de sembrar y suprimir recuerdos a voluntad en nuestra mente, “implantes extra-fácticos” (extra-factual implants) que vuelven maleable y programable nuestra identidad. Un dispositivo que, en resumidas cuentas, es capaz de verter ideología, nostalgia o culpa en nuestras cabezas con la misma facilidad con que se descarga un programa en una computadora. De ahí que la película se desarrolle como si abriéramos una serie de Matrushkas rusas, perforando las capas de la cebolla de una serie de personalidades montadas unas sobre otras. Douglas Quaid es y no es un obrero de la construcción. Antes de que su memoria fuera alterada, Quaid era nada menos que Charles Hauser, el estratega represivo de la corporación monolítica que oprime a Marte, el planeta-colonia, a fin de extraer de su subsuelo un energético, el turbinio. Ahora, sin embargo, antes de ser enviado a la tierra, Hauser había desertado (o fingió desertar) para pasarse al lado de la rebelión que pretende derrocar al régimen colonial marciano. Más tarde se nos revela que esa defección fue una pantomima: Charles Hauser era un topo que la administración de la colonia utilizó para penetrar las defensas del movimiento revolucionario, el “Frente de Liberación de Marte” (Martian Liberation Front). La memoria de Quaid es, pues, un verdadero palimpsesto que cruza no sólo campos gravitacionales sino clases sociales y afiliaciones políticas.
Como buena parte de la ciencia ficción, Total Recall es un drama habitado por el “demiurgo maligno” cartesiano: nos plantea la posibilidad de que vivamos una farsa histórica, epistemológica y metafísica, donde el yo carece de autoridad, víctima de la evaporación de toda evidencia. Paul Verhoeven, director tanto de Total Recall como de Robocop, la plantea incluso como una secuela de La metamorfosis: Total Recall “trata de la identidad —es una pesadilla kafkiana acerca del robo de la mente. En otras palabras, es una psicosis moderna.” En efecto, el cuento de Philip K. Dick en que está basada la película, We Can Remember if You Wholsale (1966), es ante todo la exploración de un peculiar síndrome de memoria recuperada: “Douglas Quaid” (“un mísero asalariado,” a decir de Dick) acude a la agencia “Rekall Incorporated” a que le implanten una aventura interespacial. El lavado de cerebro sólo pone al descubierto que sus fantasías descabelladas son todas ciertas: no sólo que en el pasado fue un agente secreto de “Interplan,” sino que a los nueve años salvó a la tierra de una invasión de alienígenas.
En el film, la anécdota de ese “retorno de lo reprimido” queda subordinada a la gesta de una revolución interplanetaria. De hecho, Total Recall puede ser leída como una reflexión hollywoodense acerca de la historia reciente de las tensiones entre Estados Unidos y Latinoamérica: el “turbinium” que la tierra extrae de Marte no es otra cosa que el petróleo y por supuesto que la guerra sucia y la explotación en el planeta-colonia son una transcripción de la administración neocolonial que el capital americano lleva a cabo al sur del Río Bravo, enfrentado con las guerrillas marxistas latinoamericanas. Pero al presentar una fábula sobre las relaciones económicas y políticas norte/sur, Total Recall elabora una teorización implícita sobre sus propias condiciones de producción. Doblada al español como El vengador del futuro, Total Recall fue filmada casi por entero en los estudios Churubusco de la ciudad de México. Como Dunas, Titanic o La marca del Zorro, atestigua un proceso de reconversión económica por el que, desde mediados de los años 80, el aparato fílmico mexicano, que en su apogeo, la llamada “época dorada” de los años 40 y 50, fungió como la capital hispana del cine, fue prácticamente desmantelado para convertirse en un proveedor fílmico de mano de obra barata: la maquiladora de los sueños de Hollywood. Es así que motivos económicos, más que poéticos, hacen que la película se haya expandido sobre una diversidad de escenarios reales en la ciudad de México. Y de que, más allá de las fantasías psico-técnicas o las escenas de acción de Total Recall, la película donde Schwarzenegger quiso hacer su Blade Runner, contenga también una extraordinaria visión de la arquitectura de México.
Todas las locaciones de la primera parte de Total Recall (esto es, la parte que supuestamente transcurre en la Tierra) son excursiones fantásticas entre edificios en la ciudad de México, ejemplos en gran medida de la arquitectura del priismo tardío, que abarcan desde fines de los años 60 hasta principios de los 90. Edificaciones todas que ejemplifican el proyecto fallido de encauzar al país a la modernidad (tercermundista o integrada, paternalista o neoliberal) conducida por el monopolio del poder presidencial. Verhoeven puso a Schwarzenegger a actuar en por lo menos cuatro edificios claramente reconocibles para los habitantes de la ciudad de México. Espacios que están apenas disimulados mediante la facultad de abstracción de la cámara y la sustitución cuidadosa de algunos letreros y signos en la calle. Punto por demás sintomático, se trata en todos los casos de edificaciones de carácter público, lo que supone que, por lo menos en términos de haber aceptado incluir esa ambientación en el film, la película de Schwareneger contiene una aparición de cameo por parte del gobierno mexicano o, más bien, de su arquitectura reciente.
Bien visto, el corte que Total Recall lleva a cabo sobre la arquitectura de la urbe es extraordinariamente canónico: enfoca el elemento de infraestructura urbana más prominente del México de fin del siglo XX, el sistema de transporte colectivo “Metro”, lado a lado con algunos ejemplos sustanciales del corpus central del llamado “movimiento contemporáneo mexicano” de arquitectura. Para empezar, las escenas del departamento y la plaza habitacional donde reside Quaid son en realidad tomas del “Heroico Colegio Militar” en la carretera de México a Cuernavaca, la obra más famosa de Agustín Hernández. Total Recall aprovecha el carácter monumental y estatista del complejo, a fin de sugerir la imagen de un futuro autoritario e hipertecnológico. Camino de vuelta de Rekall abordo de un “Taxi boby” robótico, Schwartzenegger transita por la carretera bordada de muros de contención que dan acceso al Colegio, para luego ofrecernos una larga perspectiva hacia los famosos edificios piramidales que constituyen el centro ceremonial del complejo. No es sino entonces que el film subvierte la continuidad de la realidad, para integrar imaginariamente a la urbe un edificio desgajado en un suburbio castrense: los vestíbulos del Colegio Militar conectan en la imaginación del film con los pasillos y túneles de la estación Chabacano del metro de la ciudad de México, adaptada a la estética futurista de la película con una intervención por demás simple: pintar de gris plateados los vagones naranjas y verdes del tren subterráneo.
El cambio cromático no sólo los proyecta al futuro sino que les atribuye un cierto aire militar. El resultado de este compuesto de arquitectura marcial/funcional es una representación de la civilización futura del “Bloque norte” como una urbe que ha sucumbido por completo a una exacerbación del espacio anodino de circulación: Quaid habita un minúsculo habitáculo privado rodeado de un tejido urbano que carece ya de calle, pues se ha convertido todo en desniveles, túneles, escaleras, barandales y pasillos. Ese paisaje civil no es más que la hipertrofia del “no lugar”, espacio circulante que par Marc Augé define a la “supermodernidad:
(…) la totalidad de las rutas aéreas, ferroviarias y automotrices, las cabinas móviles desgranadas como “medios de transporte” (aeronaves, trenes y automotores), los aeropuertos y estaciones de tren, cadenas de hoteles, parques de diversión, enormes centros comerciales y, finalmente, la compleja red alámbrica e inalámbrica que movilizan el espacio extraterrestre con el fin de una comunicación tan peculiar que frecuentemente pone al individuo en contacto únicamente con otra imagen de sí mismo.
Quaid habita un mundo donde, como Augé sugiere, los “puntos de tránsito y las moradas temporales proliferan tanto bajo condiciones inhumanas como de lujo”, migrando perpetuamente entre hoteles, aduanas, plazas cerradas sobre sí mismas, oficinas, halls, viaductos, etc. Lugares dominados por una ilusión de transparencia, llevada a su extremo por la cabina de rayos X por donde todos los pasajeros del subterráneo deben pasar para verificar que no portan armas. Pero, además, todos esos son espacios despojados de connotaciones históricas y biográficas. Más que establecer una relación cultural y práctica con un sitio, los individuos transitan por esos no-lugares a través de un espacio semiótico, es decir, a partir de señales e instrucciones. El mero hecho de que baste sustituir un par de letreros para proyectar una estación del metro de la ciudad de México al futuro es indicativo de su no-localización histórica y cultural.
Esa geografía de flujos de la ciudad de Total Recall conduce a dos lugares que sin dejar de ser intercambiables funcionan como modos ceremoniales de la narración: la habitación y la oficina corporativa, las dos estaciones de paso de la cotidianidad capitalista. Es por demás irónico que la escenografía de ambos espacios la proporciones la sede de un instituto del gobierno mexicano hipotéticamente dedicado a la construcción de vivienda popular: el edificio de oficinas generales del Instituto Nacional para la Vivienda de los Trabajadores, INFONAVIT (1973-1975), construido por Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León. La plaza, la fachada y el hall del INFONAVIT son la sede de la empresa de sueños implantados y autoengaño turístico a la que acude Quaid en búsqueda de la ilusión de haber ido a Marte: Rekall. Usar este edificio, que es el orgullo de la burocracia mexicana de los años setenta, como pórtico a un mundo de mercancías/sueños, ,produce toda una serie de extrañas colisiones visuales. Por un lado, la descontextualización, no del todo desafortunada, de un grupo de obras de arte. De los muros de la oficina de Rekall cuelgan unas serigrafías de paisajes de Jan Hendrix, un artista holandés que se avecindó en México desde mediados de los años 70. Pertenecen a la serie sobre volcanes producidos por Hendrix en los años 80, que proyectaban la fantasía de un nuevo naturalista. Más prominente es el hecho de que Rekall exhibe varios Magiscopios de Feliciano Bejar, unas esculturas hechas con varios cristales de ojo de pescado, semejantes a enormes lupas, que refractan el entorno como una serie de mundos paralelos. Ejemplos relativamente aislados del arte local, precisamente aquellos que dialogaron con la óptica de la ciencia natural.
Finalmente, habrá que registrar un momento en que la película asimila, si bien fantasmalmente, texturas de la vida callejera tercermundista. Durante la secuencia de persecución que culmina la primera parte de la película, cuando Quaid descubre la falsedad de su identidad, éste se refugia en la plazoleta hundida del Metro Insurgentes: uno de los centros simbólicos de la ciudad. Si bien la penumbra de la noche mantiene oculta la decoración maya/novohispana de esta estación de metro, la película hace un uso muy explícito de su traza: “dos circulares superpuestas” al grado de hacerla aparecer dibujada en el rastreador electrónico que utilizan los agentes que persiguen a Quaid. Al estar hundida, la glorieta Insurgentes localiza a Schwarzenegger en “otro espacio”, denotado únicamente con los anuncios luminosos de diversas compañías trasnacionales: Coca-Cola, Montana, Sony, etc. Con la ventaja del exotismo, Verhoeven se permite dejar a cuadro un anuncio de Tacos Beatriz, que en otro contexto pudiera haber servido para recrear el territorio multicultural catastrófico de Blade Runner. Su rol en Total Recall es completamente marginal: es el índice inconsciente de un sitio que queda reducido a telón de fondo de una lucha de clases futurista. Por supuesto ese anuncio de Tacos Beatriz no legitima del todo el uso de Total Recall como una lectura de la condición posmoderna de la ciudad de México, tesis que en diversa medida avanzaron tanto el historiador Serge Gruzinsky como el escritor Juan Villoro. Gruzinsky vio en el deambular de Schwarzenegger por el metro Insurgentes una confirmación del carácter neobarroco de la sociedad y la cultura postcolonial mexicana, que confunde en tal medida el orden del tiempo y “las fronteras de lo imaginario y lo real.” Por su parte, Villoro le atribuye exhibir el carácter post-apocalíptico de la ciudad, un comentario que pudiera haber sido más apropiado si en lugar de Total Recall habláramos de Terminator o Mad Max. Esas lecturas generalizadas tienen el defecto de reinscribir el escenario del film en la mitología de “lo mexicano.” Bien vista, la excavación que Total Recall lleva a cabo implica un comentario mucho más restringido, una visión que no es tanto sobre la megalópolis, como sobre ciertos espacios arquitectónicos. Sólo es mediante la reflexión de esos espacios que el film quizá pudiera permitirnos comentar el imaginario (o cierto imaginario) de la sociedad que los produjo.
En la selección de espacios urbanos y arquitectónicos de Total Recall prevalece una imagen de orden tecnológico y administrativo por la que no se filtra la entropía o miseria que el espectador cinematográfico suele imaginar como usuales en el Tercer Mundo. El rol de la arquitectura que la película reutiliza es, por el contrario, describir un territorio regido por una obsesión autoritaria y geométrica, mezcla de la urbe postindustrial administrada y la ambición de los espacios carcelarios de Piranesi. Por lo demás, esos edificios tienen como característica eliminar toda noción de contexto. Por así decirlo, lo que los hace característicos en su sito de origen y los define arquitectónicamente, es estar diseñados para sobresalir, renegar y desgajarse de su entorno.
Es en verdad sorprendente la facilidad con la que los edificios escogidos por Verhoeven se prestan a ser apropiados fílmicamente. Basta la remoción de unos cuantos letreros y la sustitución de los usuarios para que estos andenes, recibidores, pasillos y fachadas dejen de ocurrir a fines del siglo XX en una megalópolis tercermundista para recibir la capital terrícola de un imperio interplanetario del futuro. Esa disponibilidad está inscrita en la arquitectura misma, dadas una serie de condiciones que de modo muy esquemático procedo a bosquejar aquí:
Con el INFONAVIT la arquitectura mexicana inaugura un recurso decorativo que, por haber sido sometido a un abuso tan generalizado, nos parece casi natural a los mexicanos: el acabado de concreto mezclado con mármol y luego cincelado. Ciertamente, como han afirmado en repetidas ocasiones González de León y Zabludovsky, ese revestimiento fue una solución práctica a la falta de expresión de las superficies de concreto modernistas y una forma de disimular la baja calidad del acabado de la albañilería local. Pero el hecho de que esta clase de revestimiento prevalezca en gran parte de los edificios públicos y corporativos mexicanos del último cuarto de siglo, es también un índice de la explotación. Habla de la disponibilidad de mano de obra que caracteriza al subdesarrollo, pues se trata de un acabado que consume tal cantidad de trabajo manual que sólo es financieramente posible donde predominan los salarios de hambre.
En efecto, los materiales sugieren toda una retórica social. Si los acabados high tech especifican un nivel de desarrollo que no sólo ha industrializado la arquitectura, sino que le incorpora un alto grado de obsolescencia estética, el revestimiento de concreto cincelado dota a la arquitectura mexicana de un rasgo faraónico. Estos son edificios que transmiten, consciente o inconscientemente, una alta dilapidación de esfuerzo. Tienen, pues, la belleza de la igualdad de la desigualdad. No es del todo casual que en México bancos y organismos públicos hayan escogido significarse con esa estética del holocausto laboral. Más que el invento de dos arquitectos de los años 70, esta estética de trabajo intenso satisface un gusto prevaleciente en las esferas de poder político y económico. Dicho en términos muy simples, ese acabado ha permitido naturalizar el brutalismo del contexto social en forma de arquitectura. Pues si el planteamiento de González de León y Zabludovsky era lograr con esa textura una especie de piel artificial, calificada y fácilmente reemplazable, también tuvo la consecuencia de brindar una sensación de mineral y artesanal a estructuras que, de otro modo, quizá denotarían su dureza geométrica y estructural.
Llamar “emblemáticos” a los edificios que aparecen en Total Recall resulta irónicamente apropiado. Aunque en el film esto sea un tanto invisible, la Glorieta de Insurgentes contiene todo un programa iconográfico, en gran medida porque fue la estación designada para las ceremonias de inauguración del tren metropolitano en 1969. En otras palabras, es un edificio que se pensó para servir de telón de fondo a una epifanía presidencial. Gustavo Díaz Ordaz, acompañado con los directores de la entonces todopoderosa ICA (Ingenieros Civiles Asociados), abordó un vagón que lo condujo entre reflectores de la televisión y flashes de la prensa desde el Metro Insurgentes hasta Zaragoza. Para ese ritual de inauguración y develamiento de placa donde se exhibe en México la relación del poder y la obra pública, el régimen escogió la estación que por su arquitectura reflejaba la obsesión de compendio histórico de la cultura oficial priísta. Pues esta estación es, también, a su modo, una “Plaza de las tres culturas”.
En efecto, la glorieta evoca en su decoración de tres etapas sobre las que se monta el discurso oficial de nacionalismo mexicano: “lo prehispánico, lo colonial y lo moderno”. El círculo mismo de la edificación alude a una utopía de modernidad que engloba las dos otras etapas históricas previas: el exterior del edificio está revestido de glifos mayas, mientras que el círculo interior está decorado con relieves que aluden a la conquista y la colonia. Esa función de resumen de la historia nacional es un rasgo generalizado de la arquitectura oficial mexicana. Opera en el centro mismo de la obra de González de León, Zabludovsky y Hernández. Ellos han entendido la arquitectura como un medio de conciliación retroactiva, donde la función del arquitecto es de servir de mediador en el proceso de eterna simbiosis de “lo mexicano”:
La arquitectura prehispánica tiene que entenderse y tenemos que rescatarla, así como a la arquitectura colonial, dos arquitecturas que fueron conflictivas. Una era de espacios abiertos, era arquitectura matemática (…) la cultura mediterránea, la cultura conquistadora [es una arquitectura] del espacio interior. (…) el mexicano, entonces, hereda dos espacios contradictorios. Conciliar estos dos espacios, conciliar estas dos culturas es lo que nos corresponde a través del análisis de lo que fue nuestra cultura. Esto es lo único en que podemos trazar nuestro futuro, es el recordar el ayer, manifestarlo en nuestro presente y proyectarlo a nuestro porvenir.
En efecto, “conciliar esas dos culturas conflictivas” (lo que es distinto de examinar el modo en que ocurren las tensiones poscoloniales de dos grupos y tradiciones culturales) aparece como un mandato cultural incuestionado: es la voz del estado definiendo no sólo la tarea arquitectónica, sino –me atrevo a decir- el rol de los productores culturales nacionales. Esa conciliación alegórica de dos pasados es, en palabras de Hernández, lo que constituye “la única” forma de participación del futuro, la única condición de aspiración a la modernidad. Por más rivalidades que haya entre él y sus contemporáneos, González de León coincide enteramente con Hernández, al responder a mediados de los años ochenta a una pregunta acerca de cuál es la naturaleza de la arquitectura moderna mexicana:
Hay un franco uso de la analogía (a través del análisis profundo) con las expresiones culturales prehispánicas así como con algunas expresiones espaciales de la Colonia y de la tradición arquitectónica mexicana. (…)
Por lo mismo, los arquitectos del Infonavit explican su preferencia por el patio como “la solución más natural para articular el espacio en edificios de programa complejo” a partir de su supuesta genealogía histórica:
(…) “lo heredamos de las dos culturas que convergieron para formar la nuestra: por un lado la prehispánica (por ejemplo, Uxmal), donde todo está organizado con patios. Y por otro lado la española, que nos aportó su propia versión de la arquitectura mediterránea.”
Organización de referencias en el espacio que, por supuesto, encuentra su lugar de expresión en los dos patios del Infonavit: la plaza exterior retomada de las ciudadelas mayas y teotihuacanas, y el espacio central que, claramente, refiere claustros conventuales.
Toda crítica empieza cuando lo usual es sometido a un poder de extrañamiento. Tan habituados estamos a suponer que la tarea del intelectual y del artista en México consiste en operar como un mediador de la psicohistoria de la nación, que fácilmente damos por sentada la legitimidad de esta clase programas. Vemos como algo natural configurar “lo indígena” como tiempo mítico brotando fantasmalmente a cada paso, “lo español/católico” como pretérito siempre vivo en lo religioso y popular, y lo “moderno” como el espacio de habitación de la élite que compone, claro está, estos discursos. Esos tres elementos son, ante todo, proyecciones historizadas de fuerzas contemporáneas negociando y luchando por un sitio en el presente político y económico, y no capas de tiempo percibidas desde la perspectiva del intelectual que se concibe como el sueto moderno por antonomasia. Si algo caracteriza a esa ideología que conocemos como “pensamiento de lo mexicano” es subordinar el catálogo entero de “nuestra” cultura artística e intelectual a la tarea colectiva de ejercer, y renovar, la supuesta superposición del mestizaje.
No pretendo aquí hacer una crítica detallada de esa ideología, que ya en buena medida Roger Bartra desmanteló en La jaula de la melancolía (1987). Pero esa crítica no ha sido extendida al terreno arquitectónico. Tenemos, pues, que la selección de locaciones de Total Recall no es un muestreo aleatorio de espacios de la Ciudad de México, ni mucho menos un encuentro visual con el carácter posmoderno de esta metrópoli. Tratando de garantizar continuidad y un espacio de plena ficción a la película, su equipo de producción retomó ejemplos de arquitectura de una escuela de arquitectónica específica, que comparte bases estéticas y programáticas comunes. Dicho de otro modo, el diálogo de Total Recall no es con la Ciudad de México, sino con una arquitectura de época, y sus valores estético-políticos. En ese aspecto, la película constituye una especie de teoría, perfectamente consistente, sobre el carácter de esa arquitectura, en cuatro aspectos fundamentales.
Por supuesto, que esta serie de ejemplares de arquitectura ficción se encuentren localizados a unos cuantos kilómetros de distancia en el caos pleno de nuestra megalópolis no es una casualidad. Pues esta arquitectura es ni más ni menos que una forma de arte oficial. Entre los muchos mitos históricos que hemos consumido en este país de encuentra la idea de que el arte oficial es cosa del pasado. Por un lado, no está del todo claro que uno pueda dictaminar que el llamado “muralismo mexicano” fue un arte oficial a lo largo de toda su existencia: sus desarrollo en los años 20 y 30 se revela cada vez más complejo, y cada vez es más evidente que fue con la posguerra, es decir, bajo el régimen priísta, que los llamados “tres grandes” fueron canonizados retroactivamente como summum de la identidad nacional.
En cambio, suele fingirse ignorancia ante el hecho de que el canon de arquitectura contemporánea mexicana después de Luis Barragán y Mathias Goeritz consiste fundamentalmente en un corpus de obras encargadas a un puñado de individuos para transmitir en piedra y cemento la ideología del estado modernizador mexicano. Percibirlo supondría tomar en serio las pretensiones “artísticas” de esta escuela hegemónica.
Pues mientras la llamada “Ruptur” produjo una serie de tensiones entre producción artística autónoma y política cultural de Estado, desde mediados de los años sesenta un grupo muy específico de arquitectos creció como grupo hegemónico al cobijo de las necesidades de monumentalización del estado priísta en sus diversas fases, creando un conjunto de soluciones estético-monumentales que, como demuestra el nuevo edificio del PAN, bien puede ser un patrimonio demasiado importante para que quede desechado con la supuesta transición que vivimos desde julio del año 2000. Mientras que a mediados de los años sesenta el Estado mexicano entró en confusión con respecto a su representación visual en artes plásticas, al punto de negarse a coleccionar el arte producido en México a partir de entonces, sus decisiones arquitectónicas han sido terriblemente precisas. Tras las polémicas entre neocolonialistas de los años 20, neo-indigenismos déco de los 30, funcionalistas supuestamente ortodoxos en los 40 y arquitectos emocionales en los años 50, a partir de mediados de los años 60 surgió una escuela arquitectónica relativamente homogénea que ha ido formulando los edificios culturales, corporativos y públicos del país. Es esta práctica la que se ha construido en una suerte de estética oficial del estado mexicano.
Se trata de una arquitectura de elite y de representación de sus valores. En este país, todos lo sabemos, la arquitectura tiene una existencia sociológicamente marginal: la mayoría de los edificios y casas son obras de ingenieros de ese funcionalismo vernáculo de la autoconstrucción. Por consiguiente, la función autoral en arquitectura se ha adquirido esencialmente al recibir comisiones ya del gobierno, o de las entidades que, no obstante sean de carácter privado, funcionan en México como paraestatales: bancos, casas de seguros, corporativos. De Pedro Ramírez Vázquez a Legorreta, pasando por González de Leóm, Zabludovsky y Agustín Hernández, ha surgido un conjunto de estilos de diseño y edificación que, no obstantes sus peculiaridades y diferencias, convergen en el modelo de síntesis monumental del psicodrama cultural mexicano. Y si ese poder de invención visual resulta tan coherente y repetitivo es, en buena medida, porque vehicula un discurso también recurrente: la ficción de la conciliación entre mexicanismos y modernidad.
Aquí tenemos que valorar a Total Recall como una lectura precisa del carácter de esa arquitectura, en la medida que el México que proyecta es, en efecto, la fantasía futurista de un estado autoritario, que legitima su gestión del capitalismo periférico con la peculiaridad de concebirse como una síntesis de una agitada vida poscolonial. La épica de Schwarzenegger hace visible lo que constituye el rol de la elite modernizadora mexicana: ser los gestores del discurso de identidad de un régimen de máxima explotación natural y social. Para confirmarlo, nada mejor que las palabras de Roos Cohagen, el dictador de Marte, al describir su posición de gobernante:
“ Ritcher, ¿sabes por qué soy alguien tan feliz? (…) Porque tengo el mejor trabajo de todo el sistema solar. En tanto fluya el turbinio, puedo hacer lo que quiera. Cualquier cosa (…) De hecho, lo único que me preocupa es que un día, si los rebeldes llegaran a triunfar, todo esto pudiera acabar.”
Palabras que uno podría poner perfectamente en la boca de un presidente mexicano. A diferencia de los cargos que se le hacen al muralismo de representar la ficción de una gesta revolucionaria inexistente, la escuela oficial arquitectónica mexicana se ha dedicado a materializar la fantasía de una modernidad periférica en perfecto acuerdo con su pasado. Por eso el INFONAVIT es en la película la sede de Rekall: edificios como éste implantan en nuestra cabeza una memoria programada para hacernos experimentar la clase narrativa que construyeron por escrito gente como Octavio Paz y Carlos Fuentes. Con la ventaja de que, a diferencia de las letras, el concreto transmite la idea de la solidez de la evidencia material. Como le dice a Quaid el jefe de Rekall: “As real as any memory in your head.”
Cierto fetichismo, localiza el poder y la presencia de un Museo en las connotaciones, tamaño y valor de su edificio. [...]