Carme Pinós. Escenarios para la vida
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20 febrero, 2018
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
Jean Baudrillard decía del vidrio que permite la máxima conexión y la mínima permeabilidad. Es ésa su condición perversa: nos invita a tocar pero no nos deja.
Asociado al progreso, el vidrio se convirtió pronto —junto al acero— en la imagen de la nueva arquitectura surgida en el albor de la Revolución Industrial. Su primera gran aplicación, en el Palacio de Cristal de Joseph Paxton, causaría no sólo una conmoción en la arquitectura de la época —una especie de catedral nunca vista antes y construida en un tiempo récord— sino que abriría el espacio para múltiples metáforas: desde las fantasmagorías que encontraría Walter Benjamin en los pasajes de París —manifestación material y arquitectónica del capitalismo globalizado— al concepto de vida climatizada desarrollado por Peter Sloterdijk.
La modernidad —la arquitectura moderna, más bien— recogería también sus cualidades para iniciar con ella la imagen de una arquitectura aséptica, limpia e inmune a la enfermedad, ya fuera médica o social. La transparencia del vidrio lo permite: no sólo impermeabiliza el interior del exterior —esto es, no sólo separa el entorno climatizado y sano de la polución del mundo— sino que permite mostrar de forma completa todo lo que contiene: se expone, se saca todo lo oculto a la luz. Recordemos ahí la anécdota de la Doctora Edith Farnsworth, quien decía sentirse en la casa que le había diseñado Mies van der Rohe como dentro de una radiografía: totalmente expuesta, sin secretos.
Así es. El vidrio es enemigo —y asesino— de lo oculto: la luz lo atraviesa y no genera sombra alguna. Su sentido material será entonces lo que la arquitectura aproveche: la metáfora de la transparencia podía ser la imagen perfecta ante el mundo, tanto en los espacios domésticos —el ventanal que muestra al exterior lo perfecta que es la vida dentro de esas cuatro paredes— como en los laborales: escenificando una empresa que no tiene nada que ocultar.
Pese a lo básico que pueda parecernos esta idea, el motivo que aún hoy continúa: puede verse en el diseño que UBER solicitó a SHoP + Studio O+A, aún en proyecto, puede verse también el en diseño de Norman Foster para Apple, recientemente terminada. La transparencia es un símbolo, algo pervertido, de la propia voluntad empresarial.
Pero sabemos que no siempre son tan abiertas como parece —de nuevo, Benjamin y sus fantasmagorías nos dicen que la transparencia nos opaca las formas en las que se produce la mercancía–, y tampoco son tan accesibles al público en general —Apple sólo permite la llegada al centro de visitantes, e incluso el teatro Steve Jobs sólo es accesible por invitación. ¿Cuál es la intención de la transparencia entonces? Más que en términos operativos y funcionales —quizá, y siendo francos, su única función es hacer posible la vigilancia de los trabajadores: nadie puede esconderse ni hacer aquello que no deba— el vidrio opera en aspectos comunicativos: otorga, como ya se ha dicho, una imagen moderna y muestra —en elaborados dosieres de prensa— el funcionamiento de la máquina al público —es, más que nada, una costosa escenografía para la comunicación de los valores empresariales.
En tales circunstancias, la arquitectura no opera como un objeto vivido, sino como una imagen que debe permanecer intacta: en ese sentido, los empleados no podrían apropiarse de los cristales: pintarlos, poner notas o colgar sus dibujos. Puede sonar extremo, pero la reciente noticia de que la empresa se esmeraba en retirar los post-it sobre el cristal que los empleados colocaban para corregir uno de los defectos del diseño —los vidrios se ven tan poco que los trabajadores no dejaban de golpearse la nariz contra ellos, replicando la paródica Playtime de Jacques Tati—; ello pone de relieve que la inalterabilidad del producto —en este caso, la arquitectura— es prioritaria para la empresa, que sigue la esencia que la define: el producto Apple es siempre algo cerrado, que no puede, ni debe, ser modificado por el usuario.
Se podría argumentar entonces que la arquitectura de Apple no merece ser habitada —Benjamin nos lo aclara: “el cristal no deja huellas”, y habitar es dejarlas— y, también, que los empleados no son sino una parte expuesta más: otros productos de la vitrina que debieran mostrarse siempre trabajando, felices y en estado creativo.
O quizá no es nada de ello, y aquí el vidrio opera como una de las pantallas de un iPhone —producto estrella de la marca. En él, la pantalla no es transparente, es opaca, nos oculta el interior —el funcionamiento del dispositivo electrónico— y nos deslumbra con una luz —sea la del destello de una pantalla o de una arquitectura estrella— que nos hace olvidar las formas de explotación en las que se produce: desde las minas a cielo abierto donde se extraen los materiales con las que se producen a las condiciones laborales —transformadas desde hace tiempo por nuevas lógicas de precariedad— de sus empleados, estén en el edificio de Foster o en una empresa deslocalizada en algún lugar de China.
O, tal vez, todo eso al mismo tiempo.
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