Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
8 marzo, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
1.
El lunes pasado nos enteramos del fallo del jurado en el concurso para el pabellón del Museo el Eco 2014: desierto. A juicio de Axel Arañó, Pedro Reyes y Salvador Macías y Magui Peredo, ganadores del concurso el año pasado, ninguno de los cinco proyectos presentados —pese a reconocer su “alta calidad”— era capaz de “generar nuevas dinámicas de interacción entre el espacio del museo y su público” ni “aportaba a una conversación espacial con respecto al edificio y a las posibilidades programáticas del concurso”.
Los invitados al concurso fueron CC Arquitectos, Jimena Hogrebe y Nicolás Vázquez, MXSI architectural studio + PAAC, S-AR y Urbánika. Los proyectos presentados repiten estrategias de otros presentados anteriormente, ganadores o no: la toma de distancia manifiesta con la arquitectura construida de manera convencional —y entonces el pabellón se construye con cuerdas o reflejos, con hojas secas o con plantas—, la tentación participativa o relacional —la obra abierta, que se transforma a lo largo del tiempo o activamente por parte del usuario— y la reapropiación más o menos crítica de la ideología arquitectónica de Mathías Goeritz: la emoción traducida en y producida por el espacio.
Las estrategias se repiten, aisladas o remezcladas en variedades de distinta consistencia, tal vez no por otra razón que la fuerza del propio espacio y, al mismo tiempo, sus limitaciones practicas —desde el tamaño hasta el tipo de intervención que el concurso solicita.
La decisión del jurado desató críticas y desencanto, y no sólo de los participantes. Era de esperarse. Acaso sea parte de la lógica de cualquier concurso. En el mismo caso del pabellón del Eco, el año pasado no faltó quien señaló como una falta el supuesto parecido entre la propuesta de Macías y Peredo y una intervención anterior, en el mismo patio, de Eduard Tauss. El concurso del Eco es —o era: según parece cambiarán la manera de proceder— uno de los pocas oportunidades además relativamente confiables en un país donde la competencia en esos términos no se acostumbra. No se trata de un concurso abierto sino por invitación. Los participantes se eligen entre aquellos que postulan varios arquitectos y artistas cada año. Y aunque está dirigido a arquitectos emergentes, el método de selección de los invitados enfoca la atención, no se si inevitablemente, en algunos que ya han sido publicados, sea en medios impresos o digitales. De alguna manera ese método da cierta seguridad y anticipa buenos resultados. Acaso por eso el fallo, desierto, sorprenda más. Con todo, mientras las bases de un concurso no declaren explícitamente que no puede ser declarado desierto —como parece era el caso— es una de las posibilidades con las que cuenta el jurado. Podremos criticarla, de igual manera que se puede criticar la selección de algún proyecto, pero hay que aceptarla. ¿O no?
2.
Más allá de los participantes, uno de los críticos más directos del resultado —al menos en Twitter— ha sido Mario Ballesteros, quien fuera editor de Domus México —donde publicó el trabajo de la mayor parte de los invitados al concurso. En uno de sus tuits Mario dice esperar con ansias la postura de proyecto público sobre el resultado. Aunque soy parte de proyecto público —al igual que Axel Arañó, uno de los miembros del jurado— lo que escribo es, sobra aclararlo, mi opinión y no la posición de un grupo. Los de proyecto público hemos insistido en la falta de concursos para obra pública en este país y criticado la costumbre de adjudicar de manera directa o de sólo licitar bajo condiciones que no privilegian necesariamente ni el diseño ni su pertinencia. Tal vez a eso se refiera Mario cuando escribe “tanto concurso que piden para declararlos desiertos después #WTF #PabellónEco”. Me parece que la falla del fallo es precisamente, en nuestro contexto, el conjunto de implicaciones que se derivan de éste. Sobre todo la perdida de confianza en los concursos como método para seleccionar arquitectos, no sólo entre políticos, que jamás los han tenido en gran estima, sino entre el gremio mismo —también acostumbrados, no sin razón, a dudar de todo. Así entiendo otro par de tuits de Mario. El primero hablando de “una cultura incipiente del concurso, una escena local cerrada y cortesana y falta de relevo generacional,” para después declarar que lo desierto aquí es la cultura arquitectónica local, ensimismada y asfixiada por el status quo.
Por partes, diré que coincido parcialmente. Sí, la cultura arquitectónica local, si no desierta, es yerma, escasamente cultivada, acostumbrada a sólo verse a sí misma en un espejo que siempre le devuelve una imagen mejorada y que en general preferimos la complacencia a la crítica. Es resultado y defecto de la cultura local, sin lo arquitectónico. Por tanto también la cultura del concurso es incipiente, ya lo he escrito aquí, y parte de la oposición a la apertura a los concursos de proyectos para obra pública no viene sólo de quienes la encargan sino de quienes se favorecen de esos encargos: la escena local cerrada y cortesana que denuncia Mario. No estoy seguro que haga falta un relevo generacional: se está dando. El problema es que esas nuevas generaciones no han podido romper con los viejos esquemas y, peor, a veces se han amoldado muy bien a los mismos.
3.
Nunca he sido optimista e incluso me han reclamado buscar siempre defectos en vez de apreciar las virtudes: soy de los que ahogan al niño antes de tirarlo con el agua y la bañera al pozo que se queda abierto. Pero debo decir que de lo que era la cultura arquitectónica hace un cuarto de siglo, cuando yo estaba en la escuela de arquitectura, a lo que pasa hoy, las cosas han cambiado mucho. Además de los medios consolidados —como éste, donde no sólo colaboramos quienes nos acercamos ya a la tercera edad sino también algunos jóvenes— la crítica, el comentario y el debate sobre arquitectura y ciudad ocupa varios medios, impresos o digitales —Frente, Código, Portavoz, Ciudad Proyector, La Tempestad, además de varias columnas en periódicos y blogs hablan de arquitectura. Y hay más concursos. Pocos y muchos mal planteados —atole con el dedo, dice con razón Eduardo Cadaval.
Que falta mucho, sin duda. Cualquiera que haya ido a una ciudad fuera de las cuatro o cinco —¿o menos?— donde florece, incipiente y escasa, nuestra cultura arquitectónica, sabe que el mal no es menor. Además, el ochenta por ciento de la población del país no sólo vive en condiciones arquitectónicas deplorables sino que no tiene acceso a arquitectura pública de calidad, a buen urbanismo e infraestructura, porque en el sistema en que vivimos eso, la arquitectura pública, es resultado —como apuntó Jesús Silva Herzog Márquez— de la corrupción y del capricho. Para ellos, nuestras discusiones de café de la Condesa o la Roma —o los barrios análogos de Guadalajara, Monterrey, Tijuana o Querétaro— simplemente no tienen sentido.
Lo anterior no hace menor el tema del resultado del concurso del Eco, pero supongo lo coloca en otro contexto. La exigencia de argumentos claros y precisos sobre la decisión del jurado es inobjetable, aunque es un concurso en el que acaso sólo la factibilidad en tiempo y costo de la propuesta puede ser valorado con relativa objetividad. Pero la lucha por abrir el campo de acción en la arquitectura pública a otros diferentes de los sospechosos comunes —jóvenes o no— va más allá de la batalla del Eco. Un concurso anual en el que participan cinco grupos por invitación para hacer un pabellón en un patio, por más emocional y emocionante que resulte, no basta para renovar filas y abonar la ensimismada y seca cultura arquitectónica local. Tampoco, seamos justos, un concurso convocado anualmente por una publicación como esta. Hay más. Cada año cientos o miles de obras de pequeña o mediana escala son realizadas con proyectos que cuando mucho han pasado por una licitación de costos. Serían oportunidad para cientos o miles de jóvenes arquitectos. Cada año cientos de alcaldes o delegados, gobernadores o jefes de gobierno, encargan proyectos de los que no solamente ignoramos cómo fueron seleccionados sus arquitectos sino si acaso fueron planeados y por quién ni cómo serán construidos o cuánto realmente costarán. Ahí está la oportunidad no sólo para cinco buenos arquitectos u oficinas que ya han probado su valía, sino para decenas o cientos más de los que aun no hemos oído hablar.
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