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La estela en el horizonte: el devenir de los monumentos en el espacio público

La estela en el horizonte: el devenir de los monumentos en el espacio público

8 julio, 2015
por Iñaki Herranz

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Hacia el neolítico, los hombres prehistóricos inventaron los monumentos, cuando en algún impulso anímico o religioso tuvieron la ocurrencia de erigir una estela en el horizonte. A veces para cubrir una tumba o simplemente por marcar el territorio, aunque se cree que pudo ser por imitar el comportamiento fálico, intrigante manifestación del cuerpo. Haciendo una proto-arquitectura telúrica, de finalidad funeraria o votiva, al tiempo de alabar la vida a través de recordar la muerte o simbolizar la fuerza y el vigor, al final de la edad de piedra ciertas culturas se manifestaron por la erección de megalitos. Así, a los cairns (montículos de piedras, con variantes regionales como los inuksuks árticos o las apachetas andinas, a la fecha usados para señalar sitios o caminos), se sucedieron menhires, dólmenes, cromlechs y túmulos de cairns más complejos.

Supuestamente, un monumento [del latín monumentum, “recuerdo”] busca ante todo conmemorar: un suceso, una persona o incluso un concepto, es decir materializar un acto de celebración en un recordatorio permanente. Sin embargo, con el tiempo la definición y catalogación de monumentos se ha diversificado, indisociable de la noción más compleja de patrimonio. Las legislaciones de los distintos países suelen distinguir los monumentos entre naturales, arqueológicos, históricos y artísticos, e incluso se declara como “monumento nacional” a ciertos documentos, archivos, colecciones, inventos, objetos, obras o la producción total de algunos autores (en México, desde 1959 un decreto presidencial declaró “monumentos históricos toda clase de obras plásticas realizadas por los extintos pintores José Clemente Orozco y Diego Rivera”, buscando erigir no una cortina sino un pedestal de nopal, al que hoy se han sumado algunos autores boxoffice más). Aunado a ello, nuestro imaginario colectivo tiende a considerar erróneamente como monumento a cualquier estatua, todo arte de gran formato (tamaño “monumental”) en espacios públicos y cierto mobiliario urbano, como lo son las fuentes.

¿En qué momento comenzamos a considerar como monumento aquello que originalmente no pretendía serlo? ¿En qué medida esa confusión nos conduce a proponer nuevos monumentos que no son tales, ajenos a su vocación primigenia de rendir culto a la memoria de alguien u homenaje a algo? Lo que nos lleva a replantearnos ¿cómo, por qué y para qué hacer hoy un monumento?

Lejos han quedado los monolitos ceremoniales prehispánicos y la grandeza de la integración plástica posrevolucionaria. Hoy, por una (mala) suerte de herencia del totalitarismo priista tardío y del calderonista beligerante, México es uno de los países que más monumentos construye indiscriminadamente, a gusto y usanza de funcionarios en turno, sin sentido ni planeación alguna ¿Cuántos monumentos no habrá que hasta se repiten? ¿Cuántos resultan antagónicos? Dicha monumentitis y megalomanías decoracionistas, a menudo promovidas en pos del patriotismo o del embellecimiento turístico, terminan resultando contraproducentes en su intención propagandística. Mientras que son raros los monumentos sutiles y de genuina solemnidad, abundan en cambio los clichés folcloristas, los narcisismo políticos, los esperpentos obscenos, los geometrismos mediocres. Monumentos al mismísimo cinismo y al mal gusto, teniendo por zoclo la burla del pueblo que paga por ellos y por pedestal al nepotismo de su encargo. Al final, la mayoría son percibidos como meros (burdos y feos) adornos, a lo mucho íconos del skyline por sus dimensiones de escala inmobiliaria. Pocos son reapropiados o resignificados en tanto antimonumentos.

Otra contradicción: a pesar de que los monumentos son erigidos con la intención de permanecer eternamente a la par de los valores e ideas que buscan encarnar, la realidad es que mientras muchos caducan desde su inauguración misma, o son de un anacronismo fuera de contexto, otros son destruidos y, más aún, olvidados, abandonados a grados de deterioro irreversible. Así, irónicamente, mientras muchas ruinas son románticamente monumentos, la mayoría de nuestros monumentos modernos apuntan a la ruina.

La exposición La estela del horizonte no pretende abordar exhaustivamente la problemática de los monumentos y sus implicaciones en el espacio público, mucho menos hacer una retrospectiva de las numerosas obras que han inspirado en las artes visuales, sino aportar nuevas interpretaciones críticas del amplio tema. Los artistas invitados — Iván Abreu, Paola de Anda, Arturo Hernández Alcázar, Tláhuac Mata Trejo, Enrique Méndez de Hoyos, Miguel Monroy y Sergio Torres— interrogan lo que conlleva rendir culto a la memoria, abordando aspectos tan diversos como su imposición, negación, fantasmagoría o reactivación, entre otros. Las obras tienen en común el señalar la erosión de sentido en la vocación original de todo monumento, evidenciando sus contradicciones. La muestra en su conjunto busca reflexionar sobre el significado y la pertinencia de tal forma de homenaje y contrapropone la necesidad de otros modos de investir colectivamente la memoria en el espacio público.

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*Versión original del texto curatorial de la exposición que se presenta en Casa del Lago, UNAM, del 20 de junio al 20 de septiembre 2015.