22 noviembre, 2014
por Arquine
por Alejandro Hernández Gálvez | @otrootroblog
La esposa del que era gobernador del Estado de México y hoy es Presidente de la República, compra en condiciones inexplicablemente excepcionales una millonaria mansión construida y financiada por una constructora que ha trabajado para los gobiernos dirigidos por su marido. Conflicto de intereses es lo mínimo que se puede decir, como explica Gerardo Esquivel.
Simón Neumann, ex-director de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda del Distrito Federal, y desarrollador inmobiliario, permite la demolición de un edificio catalogado por Bellas Artes y, después, la cesión del terreno donde se encontraba a una empresa privada para ampliar el estacionamiento de un centro comercial —contradiciendo, además, las supuestas políticas de movilidad del gobierno de Miguel Angel Mancera.
En la delegación Miguel Hidalgo, el delegado Victor Hugo Romo presume la renovación de las banquetas de la Avenida Masaryk como un paraíso peatonal —el Jefe de Gobierno de la ciudad lo secunda y lo anuncia como un megaproyecto urbano— para, finalmente, ceder, con la venia de una confundida Autoridad del Espacio Público, a las presiones de los comerciantes, quienes supuestamente financiaron en parte el proyecto, y permitir que automóviles ocupen también ese espacio, debiéndose transformar obras a punto de inaugurarse.
Estos tres casos, un escaso ramillete entre centenares parecidos, muestran la delgada línea que en este país demarca la diferencia entre una acción pública y transparente y el conflicto de intereses, el tráfico de influencias o, peor, la simple corrupción —que nunca es simple. Corrijo: no se trata de una delgada línea sino de una zona vaga y difusa, no en las leyes ni en las definiciones sino en el comportamiento general, que parece permitir este tipo de acciones que, en otros lugares, resultarían no sólo en escándalos —aquí ya lo son— sino que traerían consecuencias de responsabilidad civil o incluso penal.
Pero en todo esto hay otra delgada línea operando: la que distingue lo privado de lo público. Si de acuerdo, por ejemplo, a Hannah Arendt lo privado se determina en relación a lo público —en el sentido literal de una privación—, en el actual contexto nacional lo público parece determinarse sólo como el resto, la sobras de aquello que ha sido tomado, usurpado podríamos decir, por instancias privadas. Piénsese en la manera como se eligió al proyecto para el nuevo aeropuerto de la ciudad de México: con el pretexto de evitar los conflictos que durante el gobierno de Fox hicieron naufragar la propuesta de un aeropuerto en Texcoco, sobre el camino político y público se optó a la hora de decidir por el máximo secreto, propio de una empresa privada.
Quienes están a cargo de la gestión de lo público son los primeros en olvidar la distinción y cometer abusos. Lo público se reduce a cierta idea del Estado que a su vez se reduce al gobierno y todo su aparato. Visto como un residuo de lo privado, también se entiende como algo que sólo sirve a quienes no tienen acceso a mejores condiciones: en el parque juega quien no tiene jardín en casa y no se inscribe a los hijos en una escuela pública ni se atiende uno en la seguridad social si puede evitarlo —incluyendo o empezando por los servidores públicos. La imagen del Zócalo ocupado por cientos de camionetas de los invitados a escuchar un discurso de Peña en Palacio Nacional también es reveladora del poco entendimiento y evidente desprecio de lo público.
¿Qué hacer? La respuesta es simple: reconstruir lo público. Cómo hacerlo no resulta tan fácil. En su más reciente libro, No te prives: defensa de la ciudadanía, Fernando Savater escribe: “se ignora en qué consiste la ciudadanía cuando se habla genéricamente de la desafección de la gente por la política y se culpa de ella exclusivamente a los políticos electos, olvidando que en democracia políticos somos todos.” Y añade que cuando los jóvenes salieron a la calle en España, proclamando las fechorías de los políticos, se convirtieron de apolíticos en antipollíticos, para luego decir que “la democracia real y realista empieza por comprender que políticos somos forzosamente todos y que ninguna representación, por exacta y honrada que sea, nos dispensa de interesarnos por la cosa pública, estudiar los problemas y colaborar activamente en la búsqueda de soluciones.” Políticos debemos ser todos, pues.
Las recientes marchas —y las que vendrán— son muestra de la justa indignación y el hartazgo. Los políticos de oficio han estado ausentes o, cuando han intentado participar, han sido rechazados. Me parece no sólo explicable sino bueno. Pero el paso necesario ahora es transformar la indignación y el hartazgo en acción política. Entender que la delgada línea que divide lo público de lo privado es también más una zona difusa de interacciones complejas. Eso empieza en las calles, marchando pero también conduciendo el auto o construyendo un edificio. El rechazo de los políticos es un primer paso, pero la aceptación de la política es el segundo, necesario para la reconstrucción de lo público.