José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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12 abril, 2018
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
En un periodo que abarca de 1984 a 1991, es decir, en los finales de sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado y Carlos Salinas de Gortari, Sergio Pitol publica un tríptico de novelas al que tituló Carnaval, comprendido por El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal. Los textos mantienen una relación singular con su contexto histórico. En un momento en el que el desarrollismo nacional comienza a adquirir los tintes del neoliberalismo (que comenzó con privatizaciones empresariales para terminar con el ingreso al comercio global: primero como tragedia, después como farsa) Pitol revisa, en clave satírica, las idiosincrasias del llamado ‘Milagro Mexicano’. Desprovisto de nostalgia neoconservadora, el poblano utiliza como recursos retóricos el vómito, la caca, la neurosis y la demencia senil para revisar las principales instituciones que prometieron la modernización permanente.
En La vida conyugal se describe la vida de Nicolás Lobato y Jacqueline Cascorro, una pareja que pareciera estar ensamblada con los afectos producidos por el Cine de Oro mexicano: la abnegación enfermiza, el sentimentalismo del macho, y un largo etcétera. Nicolás, así como provee de bienes y seguridades a su entorno familiar, también acumula mujeres que rodean a la figura maltratada al tiempo que venerada de su esposa, Jacqueline, quien, ante su propio dolor, debate en un monólogo interior sus instintos homicidas: el eje de la trama está constituido por un posible asesinato al marido. Al margen de un mero divertimento, la inserción del matrimonio por parte de Pitol es crítica política. Como señala Georgina Cebey en Arquitectura del fracaso, la familia perteneció al discurso institucional del priísmo modernizador. Basta mirar el Monumento a la Madre, de 1922, o el logotipo del Instituto Mexicano del Seguro Social, de la década del 40, en donde el protagonista es la madre protegida por el Estado, la madrecita santa e impertérrita que protegerá, desde el milenarismo de un monumento, a todos sus hijos. Y detrás de esa madre se encuentra una Jacqueline Cascorro, una mujer que alberga un odio brujesco hacia su esposo-presidente. Por otro lado, en Domar a la divina garza se narra la afición del abogado Dante C. Estrella por la arqueología y la etnografía. Hijo de su tiempo, el señor Estrella sostiene toda su cursilería nacionalista en los vestigios del pasado. La destrucción mental del personaje reside en sus esfuerzos por mantener esa forma de raciocinio: la de un México que se salvará mediante el conocimiento de sus raíces prehispánicas. Los arqueólogos están más ocupados en acumular sus propios fluidos corporales mientras que, sobre el suelo de la patria, comienzan a reptar las construcciones de la iniciativa privada.
Pero el inicio de la trilogía está marcado por la ciudad. Estas son las líneas iniciales de El desfile del amor: ‘Un hombre se detiene frente al portón de un edificio de ladrillo rojo situado en el corazón de la colonia Roma, una tarde de mediados de enero de 1973. Cuatro insólitos torreones, también de ladrillo, rematan las esquinas del inmueble. Durante décadas, el edificio ha constituido una extravagancia arquitectónica en ese barrio de apacibles residencias de otro estilo. A decir verdad, en los últimos años nada desentona, ya que el barrio entero ha perdido su armonía’. Ese hombre es un historiador que prepara un libro sobre un asesinato ocurrido en los perímetros del vejestorio inmobiliario. Conforme avanza su investigación, el historiador encuentra que ese edificio era un hervidero de efervescencia intelectual. Escritores, filólogos y pintores lo habitaron y, cada uno, desde su megalomanía senil, aporta no tanto un testimonio como un imaginario sobre la urbanidad que ellos experimentaron. Las fiestas cuya fama era tal que aparecían en los periódicos y el arribo a la ciudad de las personalidades más sobresalientes tanto de las ciencias como de la política construyen la memoria de los edificios venidos a menos, en cuyos departamentos se encuentran cuerpos en descomposición. En manos de Pitol, la ciudad del milagro queda transformada en una morgue potencial donde se preserva el cadáver del progreso. La capital de México, se sabe, fue el territorio que anunció continuamente la llegada de la modernización. El Estado robusteció, en un perpetuo corte de listones que inauguraban transportes y museos, su propia imagen proveedora y solucionadora, y este espejismo es la opacidad que impide resolver el asesinato de la novela. El principal dispositivo que comienza a negar el desarrollismo es la ciudad misma. En las calles de la ciudad próspera, desde que los personajes comenzaron a envejecer, reina la paranoia y la inseguridad. El historiador no logra atar los cabos del asesinato en la colonia Roma. Muy al contrario, descubre una urdimbre cuyos nexos son infinitos. El gobierno en turno, el nazismo y la tecnocracia se encuentran coludidos en algo que, más que un caso, es una teoría de conspiración. Rumbo al final de la novela el historiador se da cuenta que un coche lo está siguiendo. Las calles están oscuras. Vemos al historiador intentando refugiarse, desamparado. La inseguridad difumina la memoria de las ‘conversaciones casi clandestinas en torno a cierta visión con que un puñado de hombres en medio de esa masa [la urbana] intentaba realizar cierto proyecto de sociedad virtualmente ideal, lo definitivamente promisorio, lo por desgracia perdido, aquello que no logró encontrar su cauce para crear un país distinto’.
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