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Columnas

La ciudad desaparecida

La ciudad desaparecida

10 mayo, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Hace 60 años, aunque ya estaban trazadas las calles, probablemente la zona donde vivo era un llano en una periferia que no se sabía si era del pueblo de Xoco o del de Santa Cruz Atoyac —ambos existentes ya desde finales del siglo XVI. Hace diez años en la manzana frente a mi casa, de forma triangular, habría quizás unas site u ocho casas, de terrenos medianos, y un par de edificios construidos, supongo, a finales de los años cincuenta, de tres pisos uno y cuatro el otro. En total, no pasaban de veinte viviendas —casas o departamentos. Una de las casas, la del terreno más grande, en esquina, fue la primera que demolieron para construir lo que en esta zona ya es una torre: un edificio de once niveles con 80 departamentos. A ése le siguió otro, de siete niveles, que se construyó en dos lotes —otra casa y uno de los viejos edificios. Aunque atraviesa la manzana de lado a lado, sólo tiene entrada por una calle, por una puerta de vidrio más bien pequeña y tras subir medio nivel de escaleras. En diez años la manzana que antes tenía veinte viviendas pasó a tener, supongo, unas 150. Ahora está en construcción otro edificio y los dueños de las casas que quedan ya han recibido la visita de desarrolladores inmobiliarios con jugosas ofertas por sus terrenos.

En parte es el resultado del bando dos, aquella segunda ordenanza que dictó López Obrador como Jefe de Gobierno del Distrito Federal buscando mayor densidad habitacional en las zonas céntricas de la ciudad y contrarrestar la expansión de la ciudad con pequeñas casas de dos niveles. Sonaba lógico. No había que buscar ser Hong Kong o Nueva York y ni siquiera Sao Paulo, con sus edificios de veinte niveles. Pasar de los dos niveles a cuatro o seis en las zonas centrales ya era ganancia: duplicar o triplicar la densidad habitacional de la cuidad. Pero, además de que la relación entre número de niveles y densidad habitacional en la ciudad de México no era directamente proporcional, lo que hacía del mito de la baja-altura-igual-a-baja-densidad eso: un mito —no una mentira, sino una verdad a medias—, hay sin duda otro problema: densidad no hace ciudad o, como ha dicho Saskia Sassen, densidad no es urbanidad.

Pese a que la manzana frente a donde vivo pasó de tener veinte viviendas a 150 y sigue aumentando, no ha habido ningún otro cambio sustancial en la ciudad. En la cercanías —un par de kilómetros a la redonda— no hay nuevas guarderías o escuelas públicas, tampoco nuevos centros de salud o clínicas, no hay más espacio público —sean plazas o parques o parques de bolsillo— ni ha mejorado el transporte público —al contrario: el servicio de trolebús que pasaba frente a la torre de once niveles fue suspendido mientras construían la nueva línea 12 del metro y jamás se restableció. No importa. La mayoría de los nuevos habitantes de la manzana frente a la mía tienen coche —por eso los nuevos edificios tienen un par de niveles de estacionamiento y por lo mismo, además de las puertas de las cocheras y las peatonales, que casi nadie usa, sus fachadas son muros ciegos hacia la banqueta. Por eso tampoco hay nuevos comercios, ni cafés, ni restaurantes de barrio —en esta ciudad restaurante-de-barrio es un término publicitario y designa un lugar al que muchos llegan en coche.

Hay que decir que sí hay más comercio y servicios —el mercado parece más atento a las necesidades de los habitantes de la ciudad que quienes se supone la planean y gestionan: negocio obliga. En cinco años los centros comerciales a la redonda se han duplicado. Casi todos tienen además de tiendas y restaurantes un complejo de cines. Y estacionamiento. Aunque estén a ocho o diez cuadras de sus casas, casi nadie va caminando. La verdad, no se antoja: las banquetas son malas, ser peatón es un riesgo y no hay nada que ver en el camino más que las fachadas de los nuevos edificios cerradas a la calle.

No se necesita ser un experto ni en urbanismo ni en historia de la cuidad de México para ver qué pasó. Si veo una imagen de satélite de esta zona encuentro las calles, avenidas y diagonales, parques, plazas, escuelas y hospitales que se trazaron y construyeron entre los años cuarenta y setenta del siglo pasado. Después, poco, muy poco. Pero si camino la zona veo todo eso que se ha construido en los últimos diez años gracias al mercado, que va de frente y no para más que ante crisis que no tienen que ver ni con la ciudad ni con lo urbano. El resultado es que, pese a las que supongo buenas intenciones al pensar en redensificar la ciudad, ésta a desaparecido atrás o abajo de los edificios —sean departamentos o centros comerciales— y de los coches, claro. Pareciera obvio: el mercado por sí solo no se hará cargo de lo público, de eso que hace falta para que la ciudad lo sea. Pero si era obvio, ¿por qué dejamos que se llegara hasta lo que ahora vemos? La respuesta, también acaso obvia, la dieron de paso Antanas Mockus y Jordi Hereu en sus conferencias recientes en México: para hacer una ciudad hace falta una visión de ciudad. Eso que en la ciudad de México parece ha hecho falta en las últimas décadas.

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