La casona y la semilla
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24 septiembre, 2019
por Alfonso Fierro
“You say you hear human voices, but they’re only echoes. They’re only echoes, they’re only echoes, only echoes”
Arcade Fire
Dicen que los escritores del OuLiPo decían que establecer una regla o concepto como punto de partida para la creación de un texto detonaba la imaginación de una manera mucho más poderosa que cuando un escritor se enfrentaba a la página blanca con plena y absoluta libertad. La regla proponía un juego al que uno debía adaptarse y responder con atletismo, haciendo uso de sus mejores recursos, como en un deporte. Sus proyectos partían así de la construcción de ese límite conceptual dentro y alrededor del cual el texto poco a poco iba tomando forma. En La vida: instrucciones de uso, por ejemplo, Georges Perec se propuso narrar la historia de un edificio congelado en el tiempo, apenas unos minutos después de la muerte de Bartlebooth, como si de repente le hubieran ejecutado un corte por fachada y desde afuera pudiéramos ver lo que cada habitante de cada departamento estaba haciendo en ese preciso instante. El edificio se plantearía como un tablero de ajedrez tridimensional, cada capítulo estaría dedicado a un espacio o casilla y la secuencia narrativa tendría que seguir los movimientos en L del caballo, ya fuera en el plano vertical u horizontal. Es a partir de estas premisas como el texto va adquiriendo forma y el edificio poco a poco empieza a recobrar vida, una vez que las casillas del tablero empiezan a llenarse, a resonar entre sí y a devolverle al 11 rue Simon-Crubellier su tiempo perdido.
No se me ocurrió, la primera vez que fui a la Casa Moebius en San Jerónimo, que quizá algo como lo que se imaginaban los OuLiPo sucedía arquitectónicamente ahí adentro. El amigo que me invitó a conocerla, nieto del arquitecto Ernesto Gómez Gallardo y arquitecto él mismo en MGGA, me explicó que la casa estaba diseñada a partir del concepto de la cinta Moebius. Esto pude visualizarlo sobre todo cuando subimos a la azotea y, desde esa perspectiva, entendí la circulación continua de los patios y la forma como la casa digamos que se perseguía su propia cola. Pero fue en un par de visitas posteriores, de nuevo con mi amigo, cuando pensé que el punto de partida —una casa que fluyera como una cinta cuyos lados se doblaban, invirtiendo interior y exterior sin nunca interrumpirse— le había propuesto un juego a Gómez Gallardo que había detonado su imaginación arquitectónica, la cual se esparcía por todo el terreno y todo el lugar. Por eso aparecían a cada rato ángulos raros, espacios secretos, vueltas imprevistas, conexiones misteriosas, caprichos, huequitos que en sentido estricto no servían para nada pero que poco a poco habían encontrado su uso. Lo de la cinta era apenas el punto de partida, la espina dorsal alrededor de la cual se habían gestado todos los órganos y miembros de aquella casa.
Lo que creo que sí me llamó la atención desde la primera visita fueron esos ecos que aparecían en varias partes a formas, estructuras y geometrías orgánicas: el caracol, la espiral, la retícula triangular que recuerda a los domos geodésicos de Fuller o el piso de barros hexagonales que parece un largo tejido molecular. Antes, en mi casa tenía un libro con los dibujos que Ernst Haeckel dedicó a eso que los alemanes del diecinueve llamaban lebensform, formas de vida. Haeckel había dedicado buena parte de su trayectoria como naturalista a coleccionar, clasificar y estudiar la morfología de especímenes que le atraían por las simetrías y los patrones organizados que mostraban sus estructuras. Los dibujos eran una parte fundamental del estudio mismo, de ahí la meticulosidad con la que había trabajado los patrones estructurales de estrellas de mar, medusas, caracoles, helechos, corales y muchas otras especies.
A su vez, aquellas láminas eran un eco de las preguntas que Haeckel se hacía al estudiar la colección en su Morfología General de los Organismos de 1866. ¿Por qué la vida se organizaba en esas formas tan maravillosas? ¿Cómo se explicaba la existencia natural de esos patrones y esas simetrías alucinógenas, fractales algunas y ornamentales otras, como si en vez de especies vivas estuviéramos viendo mosaicos de los más refinados del mundo? ¿Eran esas formas las que permitían albergar vida o era la vida misma, latente, la que poco a poco iba encontrando su propia forma, su organización perfecta y balanceada? Mientras recorríamos la casa, bajando y subiendo por los caracoles de concreto y las moléculas de barro, mi amigo me contaba por pedazos la historia de la vida familiar que se había moldeado ahí: los sitios que los niños tenían prohibido, las comidas domingueras, la distribución de las mesas en dos patios para que todos cupieran en Navidad, lo fría que se recordaba la casa durante el invierno, sobre todo en las habitaciones, el cuadro en el que todos los nietos estamparon su huella con pintura…
Esa primera vez que fui a la casa, me pareció que estaba congelada en el tiempo, como en el libro de Perec. Tuve la impresión de que un día, no sé cuando, la cotidianidad se había interrumpido y la casa se había quedado suspendida. No se había vuelto a mover nada, todos los objetos estaban ahí donde los habían dejado. Ni las plantas habían crecido. Y ahora, como en un museo de historia natural, se me presentaba un espacio lleno de fósiles, estratos y hallazgos arqueológicos: libros y documentos que se habían quedado a medio leer en el escritorio, maquetas y estudios que nadie se acordó de acomodar, planos que se quedaron enrollados por ahí, humedeciéndose. Era posible reconstruir, aunque fuera por fragmentos, en las fotos y en los cuadros, en los muebles y en la vajilla, parte de la vida que había sucedido ahí en otro tiempo, así como de la trayectoria de Gómez Gallardo: la famosa silla-paleta de la UNAM, los estudios para el altar de la Catedral Metropolitana, las propuestas para el Pabellón de Osaka y para la Ópera de La Bastilla, la maqueta del estacionamiento de Puente de Alvarado o algunas de sus pinturas abstractas, entre otras muchas cosas. A decir verdad, mi sensación entera en esa casa fue la de estar tocando un fósil, una impresión que un día se había quedado grabada en el concreto, en el cual ahora se conservaba la imagen de una vida que se había extinguido o estaba por extinguirse. Las siguientes veces que fui ya había dado inicio la arqueología, y la casa parecía ahora una excavación.
Salimos al jardín por un pequeño estanque que había aparecido en uno de esos rincones medio raros, otro de esos hallazgos provocados por el juego al que Gómez Gallardo se había suscrito. El estanque se veía muy bonito todo lleno de algas, ahora que el tiempo y la lluvia habían hecho lo suyo. Bajamos a los columpios de hasta el fondo para voltear a ver la casa desde ahí. Estábamos callados los dos. La ciudad ni se oía, como si no existiera. Me pareció que la casa se había habituado muy bien a su sitio, ahí rodeada de árboles, como uno de esos objetos que un día caen en un jardín y años después ya no se sabe si siempre han estado ahí o si incluso salieron poco a poco de la tierra misma. Mi amigo seguía callado y yo pensé que seguramente, mientras caminábamos por el terreno, la materia y los sedimentos del pasado habían empezado a dar vueltas en su cabeza, como en una cinta.
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