Gobierno situado: habitar
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12 enero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Podemos interpretar la habitación como el uso de un «utensilio» entre otros «utensilios.» La casa serviría para la habitación como el martillo para clavar un clavo o la pluma para escribir. Pertenece, en efecto, al grupo de cosas necesarias a la vida del hombre. Sirve a protegernos de la intemperie, a escondernos de los enemigos o de aquellos inoportunos. Sin embargo, en el sistema de finalidades del que se sostiene la vida humana, la casa ocupa un lugar privilegiado.
Eso lo dice Emmanuel Levinas en su libro Totalidad e infinito, ensayo sobre la exterioridad. Levinas nació el 12 de enero de 1906 en Lituania. En el 14 su familia, debido a la Gran Guerra, huyó a Rusia. En 1923 viajó a Estrasburgo, Francia, donde estudió filosofía. En 1928 fue a Friburgo, en Alemania, donde Husserl primero y Heidegger después fueron sus maestros. Regresó a Francia en 1931. Durante la Segunda Guerra fue hecho prisionero y trasladado a un campo de concentración cerca de Hannover. Tras la guerra, de regreso en Francia, Levinas publicó varias de sus obras hasta que en 1961 publicó Totalidad e infinito, obra central de su segunda etapa, donde a la fenomenología de Husserl y Heidegger se suman cierta visión filosófica francesa, Descartes y Bergson principalmente, y la influencia del pensamiento judío, tradicional y de su tiempo.
Como Descartes —y como elabora Husserl a partir de aquél—, Levinas parte de una constatación: soy. Lo que soy, dice, “es lo más privado que hay en mí.” Como Heidegger, Levinas distingue entre el ser y lo que es, las cosas que son. Al ser, indiferenciado y casi indiferente, anónimo, Levinas lo llama el hay. La consciencia —ese ser que soy y que puede decir pienso, para volver a Descartes— es para Levinas una ruptura del anonimato del hay, y la habitación es parte fundamental de esa toma de conciencia:
El papel privilegiado de la casa no consiste en ser el fin de la actividad humana, sino en ser la condición y, en ese sentido, el comienzo. El recogimiento necesario para que la naturaleza pueda ser representada y trabajada, para que se dibuje solamente como mundo y se complete como casa.
Aprovechando que en francés estar en casa se dice estar consigo mismo —chez soi–, Levinas asume el habitar como esa toma de consciencia a la cual uno puede retirarse para estar con uno mismo. Levinas toma de Bergson la idea de la consciencia como memoria y tiempo o, más bien, como duración. La consciencia es la posibilidad de retardarse y retraerse en uno mismo, de darse el tiempo de estar con uno mismo, posibilidad limitadísima, si no inexistente, en el protozoario y cada vez mayor entre más compleja la forma de vida que se trate. El sujeto —el ser consciente, pues— “contemplando un mundo supone, por tanto, el acontecimiento de la morada, el retiro, el recogimiento en la casa,” es decir, el estar con uno mismo. Para Levinas, la morada siempre es demora; demora y recogimiento. Si para el Heidegger de Construir, habitar, pensar, ser y habitar son lo mismo en el caso del hombre, y construimos no para habitar sino porque habitamos, para Levinas existir es morar, y la casa completa concretamente la interioridad del ser como sí mismo —dicho como lo dijo Pita Amor: yo soy mi casa.
La función original de la casa —dice Levinas— “no consiste en orientar al ser mediante la arquitectura del edificio ni a descubrir un lugar, sino en romper la plenitud de un elemento, a abrir ahí la utopía en donde el «yo» se recoge y mora consigo mismo [chez soi].” Algo más: si para Levinas la casa nos permite apropiarnos del mundo —es, finalmente, ahí donde se funda y establece la noción misma de lo propio— no es porque se cierre al mismo sino, al contrario, porque “la morada permanece, a su modo, abierta al elemento del que se separa.” La casa, aunque sea retiro es apertura porque nos acoge, porque es, en principio, “hospitalaria con su propietario.”
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