José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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1 marzo, 2022
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
En Espumas, el filósofo Peter Sloterdijk plantea la idea de que el hogar es el primer sitio donde el ser humano desarrolla un sentido de la comodidad. La casa, como refugio del exterior, implica que ésta contenga dispositivos que climaticen el espacio, que implementen “atmósferas” en sus interiores que la convierten en “la matriz de todas las experiencias del confort”, el lugar donde es posible “hacerse uno” con la propiedad privada. Tal vez por esto, la casa esté insertada en el “anhelo colectivo”, como señala Georgina Cebey en su ensayo “Variaciones del hogar”. Es ahí donde se deposita “una inversión a largo plazo” con el fin de obtener “un espacio en el que se proyectan momentos futuros de la vida, generalmente libres de preocupaciones acerca de tener un techo bajo el cual habitar.”
Pero la casa también puede representar la acumulación de deudas, los efectos negativos de la especulación inmobiliaria o una aspiración que acarrea malestares a sus potenciales habitantes. En La casa (2021), antología de cortometrajes de animación, lo que se piensa como refugio se convierte en un fetiche que enloquece a sus propietarios. Dirigida por los directores Emma de Swaef, Marc James Roels, Niki Lindroth von Bahr y Paloma Baeza, La casa ensambla en tres historias una sola perspectiva sobre la violencia que esconde hacerse de un hogar y sostenerlo. El cine de horror cuenta con ejemplos que relatan historias de entidades que se posesionan del lugar donde, supuestamente, tendría que reinar la seguridad. Bajo las mismas estrategias narrativas, esta película propone a la propiedad privada como el monstruo que acosa a quienes lo habitan. Los muros, los tapices y la tecnología son las criaturas que aprisionan a los
propietarios.
La primera historia, titulada “And heard within, a lie is spun”, está centrada en una familia conformada por Raymond, su esposa Penny y sus hijas Isobel y Mabel. Esta primera entrega pareciera estar ambientada en los inicios del siglo XX. A partir de una visita de los familiares de Penny para conocer a Isobel, la hija recién nacida, se establece que la mujer proviene de un entorno con cierta alcurnia, el cual mira con desprecio la nueva vida de una de sus integrantes, quienes hablan de los muebles como si éstos tuvieran dignidad: les asquea que una cajonera que antes pertenecía a una mansión se encuentre en una morada mucho más humilde. Cuando los visitantes se retiran, vemos que Raymond tiene herida su dignidad. Durante la cena, se emborracha y se interna en los bosques cercanos a su casa. Ahí tiene un encuentro sobrenatural: un arquitecto llamado Van Schoobeek le ofrece obsequiarle una vivienda mucho más lujosa. Penny accede a mudarse con algunas sospechas iniciales, pero, una vez que la familia se instala en su nueva dirección, marido y mujer se dan cuenta que ascendieron en una escala que les demandaba aspirar a un espacio de ese tipo, donde tienen electricidad, cortinas hechas con telas costosas y un chef privado que les prepara todos los alimentos. La nueva residencia se encuentra en una colina sobre la casa anterior. A través de las ventanas, Mabel mira con añoranza el lugar donde formó arraigos con su familia, aunque, con resignación, decide formar parte de esta nueva etapa. Sin embargo, la niña comienza a darse cuenta que quienes tendrían que ser los trabajadores de sus padres en realidad están prestando sus servicios al señor Van Schoobeek. El objetivo pareciera ser el de sepultar a Penny y a Raymond en lujos: siempre están enviándoles comida y telas para que la señora confeccione cortinas. La vestimenta se vuelve el obsequio definitivo. Un par de trajes maravillan a los señores por su modernidad y osadía. A pesar de que Mabel intenta que sus progenitores reaccionen ante el poder que ejerce la casa sobre ellos, ya es demasiado tarde: la ropa que les fue entregada los transforma en piezas de mobiliario. El fuego de una chimenea que fue encendida con las pertenencias de la antigua casa se sale de control, y los padres, inmovilizados, ya que ellos mismos se convirtieron en posesiones, son consumidos por el incendio. El arquitecto Van Schoobenk ríe malignamente.
La segunda parte, titulada “Then lost is truth that can’t be won”, se sitúa ya bien entrado el siglo XXI, en una ciudad poblada por roedores antropomórficos. Vemos a un desarrollador, de quien no conocemos su nombre, remodelar la misma casa que transformó a Raymond y Penny. Sin contar con ningún equipo de construcción, la historia establece que este ratón ha invertido muchísimo capital tanto en acabados de lujo como en tecnología, factores que hacen más atractivo al inmueble para compradores potenciales. Para el gusto de este desarrollador, los pisos de mármol, las bañeras de cerámica importada y el mobiliario “de diseñador” son lo mismo que las luces que se prenden por comandos de voz y los sistemas de cámaras que no cumplen otra función más que escenificar, añadirle un asset más a una propiedad de por sí encarecida. Para el ratón, la idea de hogar significa el retorno de una inversión que, aunque haya sido arriesgada, está seguro que conseguirá ya que una casa es un bien inmobiliario para todo aquel que deseé continuar especulando con el valor de una vivienda. Esta transición de conceptos es semejante a la del primer capítulo. Si antes la familia de Mabel habitaba un sitio hacia el que la niña sentía un arraigo, el arquitecto obsequia a su familia una mercancía que prioriza otros valores ajenos a los “futuros de la vida” que apunta Cebey. Una posibilidad es que, quien adquiera la casa remodelada por el ratón, puede revenderla a un precio mucho más alto, borrando del panorama las historias familiares que puedan construirse en sus interiores. Pero quienes acudieron a la muestra de la casa no están nada interesados en adquirir un inmueble que complica tanto su habitabilidad. Los pisos de mármol no son antiderrapantes y los dispositivos complican el solo hecho de prender una luz. Todos se retiran, excepto una pareja, cuyas únicas palabras para el desarrollador es que están interesados en comprar la casa. El ratón se alegra, pero, paulatinamente, comienza a darse cuenta que utilizan la bañera, se quedan a dormir en la habitación principal y no muestran intenciones de irse.
En Bourgeois Nightmares. Suburbia. 1870-1930, Robert M. Fogelson comenta que, durante la época que queda fijada en el libro, la adquisición de bienes raíces traía consigo una serie de miedos casi siempre de orden social, como el crimen, la pobreza y inmoralidad. Las familias buscaban vecindarios donde pudieran criar a sus hijos sin la amenaza de ninguno de estos peligros. Pero el autor también agrega a la serie de temores el del mercado inmobiliario: una inversión puede acarrear la ruina de quienes adquieren una propiedad. En este caso, quien se enfrenta a esa ansiedad es quien pone en venta la necesidad de la vivienda. Los invasores, esos otros que no compran la casa pero que pueden adueñarse de la misma, rompen con los ideales de clase que el ratón tenía sobre su comprador imaginado, lo que, a su vez, baja la plusvalía de la vivienda que remodeló. A la pareja de roedores se le suma una plaga que destroza todo el lujo. Vemos que el mismo desarrollador forma parte de aquella debacle: ya sin traje, lo vemos anidando en la estufa de la cocina y comiéndose los cables. Las ambigüedades de este final permiten algunas interpretaciones. Si la plaga se hubiera comido al desarrollador, podemos hablar de ese miedo a los otros sobre el que escribe Fogelson. Sin embargo, el mismo inversionista cambia de bando y no impide que los objetos de diseño queden a las expensas de la plaga. Pareciera que la idea no es destruir la casa sino destruir los signos que la vuelven una propiedad privada lejos del alcance de una inmensa mayoría que no puede acceder a comprar una vivienda.
La última entrega, titulada “Listen again and seek the sun”, puede ser el punto de partida para leer a la historia del ratón como una crítica a la propiedad privada. Esta vez los gatos son los protagonistas, y el escenario sigue siendo la casa que intentó remodelar el ratón. Pero ahora vemos a la propiedad rodeada de un inmenso río, un probable indicador de la crisis climática. Su nueva propietaria, Rosa, pretende remodelar el inmueble para poner en renta departamentos. Elías y Jen, sus dos únicos inquilinos, no le pagan una renta monetaria: contribuyen cazando pescado o preparándole de comer, o le pagan en cuarzos y obsidianas que curarán la “energía” de Rosa. Ambos se dan cuenta que la insistencia de Rosa por remodelar la estructura es más un delirio por hacer que una ruina vuelva a ser una propiedad rentable. Esto lo saben porque el nivel del agua aumenta y porque ellos mismos están planeando su partida, ante las crecientes dificultades ya no tanto de sostener un techo sobre sus cabezas sino de mantener la misma estabilidad del suelo. Cosmos, la pareja de Jen, llega en un pequeño barco a la casa y Rosa sospecha que es para llevarse a su inquilina a otro sitio, idea que no le agrada a la casera ya que ellos son la única compañía que tiene. Jen y Cosmos le prometen a Rosa ponerse al corriente con las rentas y ponerse a trabajar con ella en las remodelaciones. Sin embargo, lo que hacen es quitar las maderas del piso para construirle un bote a Elías para que todos puedan irse de ahí, además de dejarle a Rosa una palanca que, según Cosmos, ella presionará cuando se encuentre lista. Rosa se enfurece con sus inquilinos y con el intruso por abandonarla y por descomponer todavía más su propiedad. La respuesta de Jen es inducirle un trance a su amiga y casera, una introspección donde se pueda dar cuenta que aquel conjunto de muros no es más una atadura que le impide abandonar un suelo que ya no le pertenece a ella ni a nadie.
Si el ratón fue dominado por el miedo al mercado inmobiliario, la gata Rosa es apresada por el miedo a abandonar la idea de casa como un ente estable que albergue familias, historias y futuros que afirmen que la propiedad es el sitio donde se nutre el confort y donde las preocupaciones se disipan por la seguridad que provee la posesión de una casa. Cuando Rosa termina aquella exploración mental, se da cuenta que sus amigos ya se han internado en el río: un mundo donde ni las casas ni las fronteras nacionales existen, donde los arraigos no son más que las relaciones que tienen entre ellos. Angustiada, Rosa escucha a Jen y a Elías decirle que se una a su viaje. Rosa cae en cuenta que debe jalar la palanca que instaló Cosmos. Su casa se transforma en un barco con el que puede explorar no sólo un entorno completamente modificado (y donde la propiedad privada jugó una parte importante para ese cambio) sino también nuevas formas de habitar la propiedad que heredó de sus padres. Si su familia consideraba que los espacios de la casa podían rentarse, con la ayuda de sus amigos, Rosa hizo de su hogar algo mutable que tiene la capacidad de migrar.
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