Carme Pinós. Escenarios para la vida
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¡Felices fiestas!
1 septiembre, 2016
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
“¿Cómo puede un hombre ser feliz si su sueño es violentamente interrumpido por una alarma a las seis y media de la mañana, para abandonar la cama, desayunar, mear, lavarse los dientes, peinarse y pelear contra el tráfico con la única finalidad de llegar a un lugar donde esencialmente se dedicará a hacer un montón de dinero para alguien más, alguien que lo obligará a darle las gracias por haberle dado la oportunidad?”
—Factótum. Charles Bukowski
En distintos textos como Publicidad y privacidad, La domesticidad en guerra o Sexuality & Space, la historiadora e investigadora Beatriz Colomina ha trazado una lectura alternativa de la arquitectura moderna y cómo, a lo largo del siglo XX y gracias al desarrollo y expansión de distintas tecnologías ópticas o de difusión de la imagen —desde los rayos X a los anuncios de revistas—, se han ido redefiniendo las nociones entre lo público y lo privado en la arquitectura, cuestionando la forma y la gestión que hacemos del espacio y del tiempo y destacando cómo los rígidos límites que determinaban que la mejor estructura de un día —8 horas para dormir, 8 para trabajar y 8 para disfrutar— que dieron forma a buena parte de la ciudad y el urbanismo durante el siglo XX, se ha transformado ahora bajo el designio de las nuevas fórmulas de trabajo aparecidas en la sociedad postindustrial. En una de sus últimas investigaciones —publicada y desarrollada en distintos escritos como The century of the bed, The Office in the Boudoir o Privacy and publicity in the age of social media (1)— se sirve de un dato destacado en 2012 por el periódico The Wall Street Journal que advierte que el 80% de los profesionales jóvenes de la ciudad de Nueva York trabajan desde sus propias camas gracias a sus ordenadores portátiles: “[la cama] se ha convertido en el lugar donde realmente la gente no sólo trabaja, sino que también se conecta”(*).
Las transformaciones económicas que ha sufrido el mundo en las últimas décadas resultan demasiado complejas como para establecerlas aquí de forma detallada y precisa, pero no nos costaría mucho imaginar cómo, con el traslado de las grandes fábricas de producción y montaje a zonas de Asia —donde la mano de obra resulta mucho más barata—, el trabajo industrial ha ido desapareciendo cada vez más de las periferias de las grandes ciudades —desplazadas hacia otras más lejanas— dejando en el camino, espacialmente en el de Europa, muchas áreas en desuso que se renuevan usos para devolverlas, una vez más, a la tan deseada productividad que exige a todo el mundo contemporáneo. El trabajo en muchas de estas zonas alcanza ahora un rango inmaterial, más cercano al consumo de servicios que a la producción de mercancía (2). Estas características, descritas de forma muy somera, apuntan algunas de las directrices del trabajo actual, alejadas de las grandes empresas y caracterizadas por el llamado ‘espíritu empresarial’ (entrepreneurship): “Después de la crisis de 2008 toda una nueva generación se encuentra sin trabajo en los lugares tradicionales, pero sobrevive con una serie de trabajos de freelance”(*).
La incidencia en esa superviviencia es importante. En su texto Liberarse de todo: trabajo freelance y mercenario, la artista alemana Hito Steyerl analiza esta figura del Free-lance. Etimológicamente puede ser definido de forma literal como “Lanza libre”; su origen se traza hasta el medievo, donde designaba a aquellos soldados que no estaba atado a ningún amo, pudiendo ser contratado para tareas muy específicas durante un tiempo. Del mismo modo, el freelance contemporáneo, que actúa sin compromiso de tiempo específico con una empresa —de la que, además, no recibe ni contrato ni prestaciones— refleja muchos de los síntomas que describen la precariedad laboral actual. Por su trabajo, el freelance debe estar siempre en la búsqueda de nuevos trabajos que garanticen sus recursos por algún tiempo. Si no son bien pagados y, sin una estructura temporal que lo limite, el freelance puede llegar hasta la autoexplotación en largas jornadas autoimpuestas: “En situaciones como Nueva York, donde el espacio es muy reducido y donde la mayoría de la gente vive en un estudio que prácticamente abres la puerta y te tiras en la cama, ésta se ha convertido en el centro del universo, un universo en el que no hay ni noche ni día”(*).
La cama supone el espacio de trabajo ideal, permite reducir costos —por la menor necesidad de espacio— y, al mismo tiempo, destruye la ya mencionada jerarquía temporal clásica, superponiendo horas y usos sobre los mismos lugares y afectando a las dinámicas sociales de nuestra vida; todo ello apoyado por la portabilidad de nuestras fuentes de trabajo —computadoras cada vez más ligeras y potentes— que nos permiten trabajar en nuestra casa conectados con puntos distantes en cualquier parte del mundo, con otras necesidades y otros horarios.
Siguiendo a Jonathan Crary en su libro 24/7, no es descabellado asegurar que hoy en nuestras camas ya ni dormimos, ni descansamos, ni disfrutamos algún tipo de placer. Condenados a la pantalla, nos mantenemos en vilo, siempre despiertos y conectados, trabajando para poder llegar a fin de mes. En este nuevo mundo —apunta una vez más Beatriz Colomina (3)— la cama se ha convertido en un nuevo escenario para algunas conquistas: la de la autonomía del trabajo propio o la de las corporaciones que contratan a este trabajador horizontal sin necesidad de invertir en nuevos espacios e infraestructuras arquitectónicas. Gracias a esta reformulación espacial y temporal de nuestros lechos, nuestros cuerpos quedan ahora reducidos a vagar en los espacios domésticos interiores —algo que puede ilustrar también la destrucción sistemática que sufre el espacio público— y en el que el trabajo, en muchos casos, se somete a un constante monitoreo (4).
De ser así, de haberse convertido la cama en muestra de la precariedad que rige muchas de nuestras relaciones sociales, la cama es también el lugar último para la resistencia. Pero la actitud pasa a recuperar su función original de la cama: ser refugio para el descanso y la protección de nuestros cuerpos ante lo ajetreado de la vida laboral.
(*) Entrevista realizada por el autor a Beatriz Colomina, marzo de 2016.
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