1 junio, 2017
por Arquine
Cuando Diego Rivera encargó en 1930 al joven arquitecto Juan O’Gorman (nacido en 1905) una casa-estudio para él y su otra para su esposa, Frida Kahlo, sabía que no era una construcción cualquiera la que resultaría de ese trabajo. De hecho, se trataría de dos casas destinadas a ocupar un lugar importante en la historia de la arquitectura en México. O’Gorman había dado apenas sus primeros pasos en la arquitectura al hacer una pequeña construcción en el mismo barrio de San Angel Inn, pero la importancia del encargo que el artista más destacado del país acababa de hacerle daría una dimensión muy diferente a su nueva protesta: su calidad de manifiesto sería reforzada por el impulso propagandístico de ser sus propietarios quienes eran. Con estas casas, lo sabía Juan O’Gorman, Diego Rivera y Frida Kahlo, nacía la arquitectura moderna en México.
En 1932, al terminarse la obra, era más fácil comprender la trascendencia cultural de este hecho de lo que puede ser hoy, en las postrimerías del siglo XX. La fuerza del contraste entre el antes y el después era entonces considerablemente mayor. Todas las ideas que O’Gorman tenía en la cabeza, ya fuese en forma de discurso o como propuestas arquitectónicas, venían madurando desde mucho tiempo atrás. La conclusión de la Primera Guerra Mundial en 1918 sirvió como catalizador para que se abriese paso en la cultura arquitectónica de vanguardia un cuerpo de ideas que no habían podido nacer a lo largo del siglo XIX, donde se habían incubado. La insatisfacción era muy grande y finalmente, hacia 1920, parecía haber llegado el momento de la arquitectura contemporánea.
Era evidente que ya a finales del siglo XVIII se había agotado de manera irreversible el caudal más importante de la arquitectura occidental: el que se había originado a principios del siglo XV en el norte de Italia, que ahora conocemos como Renacimiento. Una pluralidad de posibilidades comenzaría a ofrecerse a la arquitectura durante los años en que se gesta la Revolución Francesa y posteriormente, pero a todo lo largo del siglo XIX esta diversidad no tardó en mostrar sus limitaciones: su mirada estuvo dirigida sólo hacia el pasado, que mostraba una riqueza que únicamente contribuía a la confusión, bajo la forma de un eclecticismo donde todo se valía. Así, nada tendría un valor superior y el presente no podía encontrar su propio rostro. Para el público sólo se trataba de un desfile de modas históricas; la sucesión de estilos era un pretexto para cambiar la ornamentación de los edificios. Algunos espíritus lúcidos de la época, como John Ruskin y William Morris, alertaron precisamente sobre la decadencia estética a que habían conducido la frivolidad y el mal gusto de los nuevos ricos: es decir, la sensibilidad kitsch. Morris inicia un movimiento cuya misión sería reencontrar el camino del buen gusto, morigerando los excesos de la decoración. Mientras, en Estados Unidos, Louis Sullivan publica en 1892 Ornament in architecture, donde propone abstenerse de toda ornamentación por varios años, como una especie de depuración mientras se encuentra una nueva racionalidad den la arquitectura. Su filosofía quedará resumida en uno de los slogans arquitectónicos más famosos de todos los tiempos: “form follows function.” A partir de ideas como ésta, se irá configurando la nueva estética del siglo XX: no tiene nada de extraño que a mediados de la década de 1920 se hable en todo el mundo de la nueva arquitectura como funcionalismo (México no será la excepción): es decir, las formas, como aconsejaba Sullivan, intentarían ser el resultado de que las cosas funcionasen. Mientras el Art Nouveau hace su fugaz aparición, como cante del cisne del ornamentalismo decimonónico (“resistencia sublime” al cambio, que “celebra más la extinción de un mundo que la aparición de nuevos horizontes,” dicen Tafuri y Dal Co), En Alemania se imprime, en 1908, el libro de Adolf Loos Ornament und Verbrechen (Ornamento y delito), continuación aún más radical de las ideas de Sullivan: ahora ya no es sólo recomendable suprimir todo ornamento, se trata de un imperativo moral.
En este contexto, los criterios utilitarios, como aquellos empleados por los ingenieros, abren un camino a las nuevas vanguardias artísticas que la cultura académica decimonónica no pudo encontrar. Esta “estética del ingeniero”, como será llamada, había sido aplicada sólo a construcciones utilitarias, donde no tenían lugar las preocupaciones ornamentales y las formas resultaban de un rigurosos análisis económico sustentado en el conocimiento de las leyes de la física: es decir, se trataba aquí de una forma de pensamiento que sabía renunciar a cualquier preocupación “estética” superflua. Era el punto de partida hacia una nueva estética, que debería construirse sobre los cimientos de la ciencia, la técnica y la economía. En ese contexto cultural está incubándose la arquitectura que irrumpirá en 1918. Una de las figuras que en la década de 1920 impondrá su presencia sobre la base de manifiestos y slogans, ya sean escritios o construidos, es Le Corbusier. En 1921, asociado con Amadée Ozenfant, lanzaba en su propia revista, L’Esprit Nouveau, una nueva definición de la casa: ésta era sólo una “máquina para vivir.” NO faltaban, por supuesto, en el artículo donde se hacía esta afirmación, todos los ataques imaginables a la estética del ornamento.