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Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (4)

Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (4)

7 julio, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

4. Arquitectura, arte y política

Esto matará aquello

Victor Hugo

La creación artística es en sí misma un acto político

Juan O’Gorman

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Para O’Gorman, como hemos visto, “el llamado Estilo internacional en el arte representa todo aquello contrario a la tradición y a lo regional y resulta ser la antítesis de la corriente de arte aceptable por la masa popular.” El que la arquitectura o el arte dejen de ser populares implica que “dejan de ser necesarios para la burguesía como instrumento y medio de lucha y se convierten en juego de salón para entretenimiento de esnobs.” Sin nada que decir, la arquitectura que sólo es abstracta sin ser también, al mismo tiempo, realista —o, mejor, que no es primero realista y por eso abstracta— se reduce a pura geometría —al magnífico juego de volúmenes bajo la luz. Es la visión crítica, desde el romanticismo de Victor Hugo en Nuestra Señora de París. Desde los comienzos de la humanidad hasta la Edad Media, dice Hugo, todas las manifestaciones del arte “se situaban obedientes bajo la disciplina de la arquitectura” y era “el arquitecto, el poeta, el maestro” quien “totalizaba en su persona la escultura que cincelaba las fachadas, la pintura con que iluminaba las vidrieras, la música que animaba sus campanas y que insuflaba sus órganos.” Así, “hasta Gutemberg, la arquitectura es la escritura principal, la escritura universal.” Con la invención de la imprenta —“el acontecimiento más grande de la historia”— “el pensamiento humano descubre un medio de perpetuarse no sólo más duradero y más resistente que la arquitectura, sino también más fácil y más sencillo.” La arquitectura pierde todo: desde el momento en que ya no es “más que un arte como cualquier otro; en cuanto deja de ser el arte total, el arte soberano, el arte tirano, carece entonces de la fuerza necesaria para retener a las demás artes y éstas se emancipan, rompen el yugo del arquitecto y cada una se va por su lado y sale ganando con este divorcio.” La escultura —sigue Victor Hugo— se hace estatuaria y la imaginería se convierte en pintura. La arquitectura, en cambio, “se va desluciendo;” “se despoja, se deshoja y se adelgaza a ojos vista; se hace mezquina, se empobrece y hasta se anula.” Victor Hugo adelanta las críticas de O’Gorman y Rivera: la “forma arquitectural del edificio —dice— desaparece cada vez más y deja surgir la forma geométrica.” —¿puro juego de volúmenes bajo la luz? Anuncia también lo que será la arquitectura pura y funcional: “un edificio ya no es cal sino poliedro.” Y, sin embargo —replica Hugo— “la arquitectura se atormenta para ocultar esa desnudez.”

Mientras que bajo cierta visión del funcionalismo y del Estilo internacional la arquitectura podría ya aceptar su desnudez y dejar de atormentarse por ocultarla, para O’Gorman la solución era la pintura realista monumental, que le devolvía su sentido, es decir, su capacidad de actuar sobre las masas. La negación del realismo, la reducción del mural a un simple muro —y peor: transparente— “equivale a la negación de acción sobre las mayorías de la población” Esa negación de la acción política —si entendemos así aquella sobre las mayorías— equivale a la negación del realismo y, por tanto, a la negación de la arquitectura o a su reducción a mera geometría.

En consonancia con Hegel —como explica John Whiteman—, la arquitectura se encontraba entre dos límites que la definían y que no debía transgredir. siendo el límite inferior “ la negación del simbolismo, donde el simbolismo es tomado como la construcción deliberada de la apariencia en vías y con propósito del significado” —por debajo del cual, una arquitectura construida de “abstracciones, purezas y regularidades resulta repugnante a la mente humana y a nuestra sensibilidad corporal, ya que no podemos figurarnos en ella”— y el límite superior, en el que la arquitectura “es tan poderosa que se vuelve «super-real.»” Para O’Gorman, la pura abstracción equivalía a impotencia.

Como para el arquitecto y teórico alemán Gottfried Semper —quien según Elizabeth Rowe Spelman pensaba que “las transformaciones en la arquitectura son impulsadas primariamente por cambios en la estructura social,” que esas transformaciones “se leen de mejor manera en la superficie de la arquitectura” y que, por tanto, el rechazo de la policromía que decoraba los muros no era sólo “Un rechazo del poder cooperativo y creador de todas las artes,” sino también”el rechazo de la cooperación, la democracia y la liberación en términos políticos”—. para O’Gorman el rechazo de la ornamentación y del poder simbólico de la arquitectura era un rechazo a su carácter social y de su potencial artístico, al mismo tiempo, así como una aceptación acrítica de la especialización capitalista.

Como Rivera —que pensaba que la arquitectura de los frontones y del estadio de Ciudad Universitaria era orgánica, ligada al paisaje y a la tradición por tratarse de edificios abiertos, de carácter “fundamentalmente popular y fundamentalmente democrático” en oposición a las Facultades y Escuelas destinadas a los herederos de la burguesía pre-revolucionaria y a los nuevos ricos pos-revolucionarios—, O’Gorman pensaba que la arquitectura reintegrada al arte cumplía con claros propósitos sociales, didácticos e incluso libertarios. Para eso la arquitectura debía responder a la superficie pintada o esculpida. Como no había sido el caso —admitía de manera autocrítica— en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria: “unos sarapes colgados en cuatro palos” —según cuenta Rivera que se decía entre algunos arquitectos que también participaban en el proyecto de CU— o “una gringa vestida de china poblana” —denuesto propinado por David Alfaro Siqueiros que O’Gorman acepta no sin acusarle de vuelta de que su obra no tenía carácter regional ni concepto mexicano, de acercarse “en forma peligrosa a la pintura abstracta de la escuela purista de París (Ozenfant, Jeanneret, etc),” y de que su pntura es una aplicación superpuesta, “como las bambalinas de una decoración teatral”, sin nada qeu ver con el espacio arquitectónico.

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Para O’Gorman, a México le había tocado ser el lugar donde se había iniciado el “movimiento para incorporar de nuevo la pintura y la escultura a la arquitectura en escala mayor.” Un movimiento que tenía causas y razones históricas y sociales profundas y que permitía unir el organicismo de Wright con las ideas del muralismo revolucionario mexicano encarnado en Diego Rivera. De los colores rojo óxido y azul intenso de las casas de Diego y Frida en San Angel a los muros-esculturas de su casa en San Jerónimo, donde “sin camuflajes, sin esconderla,” la arquitectura desaparece tras “las aplicaciones de mosaico de piedra de colores naturales en los muros de la casa [que] corresponden, arquitectónicamente, a esta flora,” O’Gorman emprendió una particular guerra por la arquitectura que, como aquella comentada contra la misma de parte de Le Corbusier en la casa de Eileen Gray, empezó por tomar los muros por asalto, en busca de una arquitectura objetiva y realista, internándose —como dijo Tibol de manera crítica— “por las redes de la sobrevaloración del recubrimiento.”

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