Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
28 septiembre, 2016
por Juan Palomar Verea
Puede ser, en el mejor de los casos, pertinente hablar en esta columna de uno de los maestros de la arquitectura más importante del país. Y uno de los menos conocidos. Alguien muy alejado de los circuitos cibernéticos de imágenes autocomplacientes y “likes” facilones. De la publicación de sus obras en el brilloso papel de las revistas a la moda. Alguien lejano también a la adscripción advenediza a “nuevas” corrientes trufadas de formas grandilocuentes y materiales llamativos.
En realidad, a pesar de su apasionado compromiso con la arquitectura, José María Buendía Julbez fue un hombre que ha hecho de su vocación una recia y discreta enseñanza. Y no por ello su magisterio ha sido menos generoso y fecundo. Esa misma reticencia para plegarse a los modos comerciales y vistosos que algunos escogen como camino profesional (o publicitario) es una invaluable lección para todos los que han tenido la suerte y el tino de acercarse a su persona. Ha dicho, lapidariamente: “Ser sincero es ser potente”.
Y la pasión, ella en sí misma, ardía en Buendía. La devoción, feroz, encarnizada, por la poesía. Solía citar un dicho de otro maestro, muy cercano a sus elecciones, Ignacio Díaz Morales: “Sé poeta y haz lo que quieras.” Dio a la luz, muy a cuentagotas, algunos textos que acompañan parcas fotografías de algunas de sus obras. La constante es una tensa, a veces juguetona y a veces furiosa, búsqueda de una belleza natural, esplendente, cotidiana y humilde. Llevó como una bandera muy en alto sus orígenes magrebís y españoles, su elección mexicana. “Bien se quiere lo que bien se conoce”, repetía a sus discípulos. Y conocía este país como pocos, y su cariño ha tocado lo ancho y lo largo de la geografía nacional. (Y aún se daba el tiempo de ser un anglófilo de excepción, miembro histórico del Manchester United…)
La trayectoria de José María Buendía es impecable. Dueño de un temple que no admite concesiones y de un humor zumbón y penetrante, cosechó, por supuesto, sus malquerientes y sus discípulos renegados. Merecer su amistad implicaba la reciedumbre y la entereza que él mismo practicaba. Pero quienes lo querían, lo respetaban y atiendían a su permanente compromiso social y estético, a sus lecciones de vida vueltas arquitectura, forman una especie de cofradía fiel y agradecida.
En la inmensa Ciudad de México, un arquitecto resistía: al tiempo, a la facilidad, a las veleidades de la fama, al olvido de sus convicciones. Alimentaba en su permanente docencia una lumbre que contagiaba calladamente a quienes logran en verdad oírlo. Guardaba y propagaba empecinadamente una flama que viene de muy antiguo, la de los que saben que la práctica de la arquitectura, al final, será juzgada por su justicia y su belleza, de los que atinan a reconocer en un pueblito ignorado de una región distante la real esencia, el verdadero combustible capaz de cambiar el mundo y volverlo mejor. Una lumbre que será, a pesar de los pesares, transmitida a quienes vienen, a quienes seguirán, como José María Buendía Julbez, demostrando que la arquitectura está para hablar a todos los hombres y levantar su corazón, para volverlos más felices.
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