Selva Aparicio y la memoria doméstica
Nunca antes había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y todos sabemos cuánta expresión tienen! De niña, solía quedarme [...]
1 junio, 2021
por Brenda Isabel Pérez
La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillar con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla.
Lección de cocina, Rosario Castellanos
El espacio doméstico usualmente es visto como un lugar menor (lo interesante casi siempre se encuentra plasmado desde el espacio público, el afuera, las fachadas, las calles, las ciudades, el Estado), un espacio casi invisible y desvalorizado; es en ese contexto, en ese lugar casi invisible, que escritoras como Rosario Castellanos y Amparo Dávila vuelcan sus historias, poniendo al centro la domesticidad y de manera paralela, a ellas mismas.
“Lección de cocina” de Rosario Castellanos, se encuentra alojado dentro del libro de cuentos Álbum de familia, publicado en 1971, mientras que la primera vez que “La señorita Julia”, escrito por Amparo Dávila se publicó, fue cuando Tiempo destrozado vio la luz en 1959. A ambos cuentos les separa la manera de narrar, la estructura, y poco más de 10 años, pero les entrecruzan la descripción exhaustiva e incluso política del espacio doméstico que habitan las protagonistas.
I. Lección de cocina y la práctica de una ama de casa inalcanzable
Rosario sentencia y nos clarifica:
“Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras”.
La protagonista nos cuenta su breve apropiación del espacio público, sabe que la historia le ha atribuido a las mujeres las labores de cuidado y el afecto al espacio doméstico (el cual incluye una familia nuclear y un desplazamiento limitado dentro de un espacio que la cuidadora debiera conocer perfectamente, casi como al cónyuge). Recorrer cualquier espacio que no sea este, es extraviarse.
Se asoma un segundo pensamiento y es que ella pertenece a una generación moderna que es consciente de que poder pisar la calle se gana, al menos para nosotras, lo menciona como algo que aprendió colectivamente (en el pasado) y que ahora tendrá que desaprender para regresar al papel histórico, cambiar de escala.
Otra imagen espacial ocurre cuando describe el tamaño del mobiliario en la cocina:
“En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia”.
Por lo general, los diseños espaciales (de mobiliario y arquitectura) nacen de medidas universales, estándar para ser proyectados, muchos arquitectos las memorizan y las toman como referencia importante en sus diseños. Con estas medidas en mente se pueden hacer conjeturas de la proporción de las cosas. Las percepciones espaciales que tenemos, vienen en su mayoría de antropometrías hegemónicas, occidentales y masculinas; las medidas estudiadas y publicadas en algún Neufert, por ejemplo. Tampoco visualizo en la descripción algún diseño similar a La cocina Frankfurt de Margarete Schütte. Digamos que existe la posibilidad de que el estante que menciona la protagonista haya sido proyectado específicamente para su cuerpo, aún así, en la mayoría de los casos no sucede así. La mayoría de las mujeres mexicanas terminamos ocupando un espacio que se nos adjudica con una proporción estándar que no nos corresponde y aún así, nos las ingeniamos para tomarle cariño, más por herencia que por hábito. Más hacia los espíritus protectores.
Cuando al inicio del cuento se habla de la mancha que persigue al uso de la cocina, yo no podía dejar de pensar en algo ambivalente: por un lado, el mosaico blanco, la distribución clásica de una cocina lineal con barra, el desgaste de los materiales y su debido mantenimiento, por otro lado, la voz colectiva: el género nos oprime a nosotras, se nos atribuyen entendimientos y saberes que más que naturaleza, son aprendizajes.
“Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente”.
La cocina es un espacio político
La protagonista se encuentra encerrada en una burbuja rosa que se va tornando lila para acabar en gris. Me parece importante la voz tan lúcida que tiene todo el tiempo, sabe sus limitaciones, sabe que no va a lograr libertad de manera individual, sabe que su pareja está enamorado de una idea, no de ella.
–¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme?
Respuesta corta: no.
La voz de la protagonista (y de Castellanos) en este cuento es muy valiosa, nombra lo que nadie quiere ver: el hartazgo, la falta de escucha y la crisis de identidad, lo hace desde su experiencia cotidiana en un espacio arquitectónico. Si el espacio puede generarnos vínculos emocionales tan profundos como creer que Una existe o no de acuerdo a qué tan bien cocina y se desenvuelve en la cocina, ¿Qué tanto podría hacerse al revés? ¿Qué habría pasado con una cocina y una casa completamente diferente?
“Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo”.
Sin embargo, la resolución de la protagonista no tiene que ver con el exterior y eso es valioso, ella no requiere la aprobación de alguien que no sea ella misma, sus decisiones. El lugar que elige es ahí, con él. Donde esté él.
II . La señorita Julia y el temor a existir
Desde que sus hermanas menores se habían casado. Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir. Ella la tenía arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que resultaba un sitio agradable, no obstante ser una casa vieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño.
La señorita Julia, Amparo Dávila
La situación de la señorita Julia es muy similar a la que nos plantean en “Lección de cocina”: Julia se queda atrapada en una casa y no sabe cuándo y cómo podrá salir. El problema es el siguiente: la señorita Julia no puede dormir y el motivo no es el insomnio, alguna enfermedad o el trabajo. Su casa hace ruidos indescifrables que la perturban al grado de mantenerla en vigilia toda la noche.
Amparo Dávila nos arroja a una casa que podría estar en cualquier ciudad pequeña en México a mitades del siglo XX, no hay grandes avenidas ni bullicio, sólo un paisaje agreste que se va tornando asfixiante, lúgubre y solitario conforme cruzamos la puerta de la casa de Julia.
Julia considera a su casa un lugar seguro, es una experta en las labores domésticas, sabe cuidarse sola, se sostiene, tiene anhelos y una vida cotidiana tranquila como la mayoría de las personas: un trabajo estable, un prometido, hermanas que la quieren y respetan; ¿Cómo es que el destino la arroja a semejante crueldad?
“Llevaba quince años en aquella oficina, y siempre había pensado trabajar allí hasta el último día que pudiera hacerlo, a menos que se le concediera la dicha de formar un hogar como a sus hermanas”.
Julia había sido una mujer que respetaba bordes, fronteras, normas y más allá de eso, las realizaba con la mejor disposición, pero quizá, no se conocía a ella misma, quizá no era feliz. Amparo Dávila separa perfectamente la casa que habita Julia del concepto de hogar denegado a la protagonista, al igual que en el cuento de Rosario Castellanos, Julia tenía el cometido de reafirmar su existencia a través de la vida conyugal y la familia, el hogar la rescataría y sería feliz por siempre…si llegaba a ser cónyuge de alguien. Se describe a Julia como alguien que por mucho tiempo se ocultó de sí misma y que por eso, la sociedad, la vida y su propia casa, la castigarían.
La señorita Julia tenía coraje suficiente para tratar de preservar las cosas que consideraba verdaderas, sin importar lo que se le cruzara, así fuera su propio descanso o su existencia. Nada ni nadie quebraría su moral, le parecía importantísimo no transmitir cualquier imagen de descuido. No permite que Carlos de Luna, su prometido, sepa lo que le ocurre, no le da acceso a su privacidad, defiende lo que considera que es loable en ella, la imagen de excelente trabajadora doméstica.
La casa y el cuerpo
“Julia también se daba cuenta de que estaba muy cansada y que le hacía falta reponerse, pero veía con gran tristeza que sus hermanas dudaban también del único y real motivo que la tenía sumida en aquel estado. Se sentía observada por ellas hasta en los detalles más insignificantes”.
Mirarse de frente es una tarea dura para todas, cuestionar las certezas y abrazar la vulnerabilidad puede llegar a ser cuestión de vida o muerte, pero nunca es culpa de las mujeres en esa situación, ¿Qué persona no va a querer estar bien?. El temor más grande de Julia es perder el piso, pero conforme pasaba el tiempo, el exterior le hacía sentir más culpabilidad y asfixia, la hacían dudar de ella misma, de los ruidos que escuchaba, de su dolor. El cuerpo de la señorita Julia no sólo espejea con su casa, dialogan, se alimentan. Ambas partes (o lados o bloques, como se le quiera ver) construyen una amalgama a la que es difícil adentrarse y en esa amalgama no caben intrusos.
“La señorita Julia se sentía como una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se había quedado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse en el sueño; olvidarlo todo. Dejó entonces de preparar venenos y de inventar trampas para las ratas. Tenía la convicción de que aquellos animales la perseguirían hasta el último día de su vida, y toda lucha contra ellos resultaría inútil”.
Hacia el final del cuento, Amparo Dávila nombra literalmente la amalgama, ya no sabemos qué parte es la casa física y qué parte es Julia resistiendo al mundo. No sabíamos cuán valioso era para Julia formar un hogar hasta que Carlos de Luna rompe su compromiso, pareciera que todo el sentido de su vida se desmorona y pese a todo, Julia se mantiene firme en no decir lo que sucede. A partir de ese fragmento, el cuento acelera el ritmo y utiliza imágenes más dolorosas y contundentes: Julia tejiendo mientras le tiemblan las manos, esforzándose en contener las lágrimas, Julia, pese a todo, limpiando, el adoctrinamiento a las labores domésticas son implacables, fiel discípula de la disciplina, a todas nos duele verla así. Amparo Dávila nos habla a nosotras a través del cuerpo y de la casa..
Amparo Dávila nos envuelve en una angustia sin nombre y sin cuerpo. Crea una tensión capaz de interconectar entre la arquitectura y la protagonista.
III. Modos de percibir el espacio
Ambos cuentos nombran cabalmente lo importante que son las experiencias de las mujeres en el espacio doméstico, sus historias, sus voces. Se piensa que la arquitectura es proyectada como un refugio, con una utilidad y una estética determinada, pero para muchas es una pesadilla inagotable.
Si hay algo presente en ambos cuentos es el hastío, la pérdida de deseo y la convicción de seguir un curso determinado. Las autoras nos desvelan que la sociedad, la figura de la familia y en ese sentido, la arquitectura doméstica, son el caldo de cultivo para nuestra muerte física y emocional.
“Lección de cocina” habla de la cárcel de ser una mujer casada, mientras que “La señorita Julia” nos habla de la cárcel que es ser una mujer soltera. El sueño que se torna pesadilla, como en los cuentos de hadas; el príncipe azul que te encierra en una torre y apenas te da para comer. Las protagonistas no viven, sobreviven.
Ante ese panorama tan desolador, una no puede evitar plantearse cuestionamientos como: ¿Qué lugar similar podría ser un espacio seguro? ¿Cómo se le nombraría? ¿Qué recursos necesitarían ellas para salir de la torre?
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