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Columnas

Ignacio Díaz Morales: a veinticinco años de su muerte

Ignacio Díaz Morales: a veinticinco años de su muerte

11 septiembre, 2017
por Juan Palomar Verea

EPSON MFP image

Se murió el 3 de septiembre de 1992. Había nacido el 16 de noviembre de 1905. Fue una de las figuras centrales de la arquitectura de Jalisco en el pasado siglo. Miembro de la Escuela Tapatía de Arquitectura, había egresado hacia 1925 de la Escuela Libre de Ingenieros fundada y dirigida por Ambrosio Ulloa. En aquellos tiempos, la arquitectura era realizada fundamentalmente por ingenieros, quienes reunían felizmente la racionalidad constructiva con las disciplinas arquitectónicas tradicionales. Así se explica que Díaz Morales –a pesar de contar con los dos títulos- se haya hecho nombrar y fuera conocido como “ingeniero” hasta 1947, cuando en un paraje llamado Bosencheve, durante un viaje a México, les giró a sus discípulos acompañantes la orden terminante de referirse a él, de ese momento en adelante, como “arquitecto”.

Con la reafirmación de ese título, Díaz Morales se lanza a una de las aventuras arquitectónicas más originales y fecundas de la historia de México: la fundación, hacia 1948, de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara. Esta empresa académica y humana fue posible gracias a la voluntad del gobernador Jesús González Gallo, del rector de la Universidad Luis Farah Mata, y del apoyo del ingeniero Jorge Matute Remus, director del Instituto Tecnológico universitario. Para ese fin, Díaz Morales reclutó como profesores a varios de los mejores profesionales de Jalisco; y posteriormente complementó esa plantilla inicial con varios notables arquitectos que fue expresamente a buscar a la Europa de la posguerra.

En 1963, Díaz Morales, junto con buena parte de la planta docente, fue expulsado de la Universidad de Guadalajara, en un muy triste episodio. Fueron acusados de “elitistas”. Para 1973 ya estaba impartiendo cátedra de Teoría de la Arquitectura en la Escuela del Iteso, donde ininterrumpidamente asistió hasta el año mismo de su muerte.

Muy desafortunadamente, el legado de Díaz Morales entre nosotros es cada vez más tenue; en el resto del país es prácticamente inexistente. Su obra arquitectónica ha sido muy maltratada si no es que, en repetidos casos, demolida. (Hace unas semanas fue echada a perder una casa por Morelos, sin que nadie, para variar, dijera esta boca es mía.) En ciertos medios (“redes sociales” etc.) es, increíblemente, conocido como “el destructor de Guadalajara”. (En esta misma columna y en esas “redes sociales” se publicaron dos entregas -30 de abril y 2 de mayo 2014- demostrando la falsedad de esas afirmaciones: parece haber sido inútil.) Lo que resulta claro es que, gracias a la creación de su Escuela, Díaz Morales es el padre indiscutido de la segunda generación de la arquitectura moderna en Jalisco. Y que, a pesar de los pesares, la Cruz de Plazas es un gran acierto arquitectónico en el que, sacadas todas las cuentas y con la perspectiva que da la historia, se ganó mucho más de lo que se perdió. (Quizá no salga sobrando repetirlo: Díaz Morales no demolió ni el Palacio de Cañedo ni la iglesia de La Soledad; y no tuvo nada que ver con la ampliación de las calles Alcalde-16 de Septiembre, Juárez y Corona.) En cambio, realizó una muy sólida y magistral serie de obras, litúrgicas y civiles.

Hay un solo y muy meritorio trabajo editorial (totalmente agotado hasta donde se sabe) significativo sobre la obra de Díaz Morales. Es el delgado catálogo documental que preparó y publicó el arquitecto Alberto González González. Sería de elemental justicia realizar una nueva edición, ampliada, actualizada y dotada de mucha mayor generosidad y legibilidad para las muy interesantes y útiles ilustraciones.

Como el gran teórico de la arquitectura jalisciense que fue, el trabajo de Díaz Morales es inconsultable. No se ha hecho una sola edición de su Teoría de la Arquitectura ni de su Teoría de la Composición Arquitectónica. Por lo mismo, la vigencia de estos trabajos y la trascendencia de su autor se van perdiendo con celeridad. Su significación y contenido se desconocen para perjuicio de cada vez más generaciones de estudiantes, arquitectos y académicos. Esperemos que el Iteso, que tuvo el tino de comprar el archivo Díaz Morales lo tenga también para ordenar y clasificar el material eficazmente y ponerlo a la disposición de todos los interesados. Y que esa universidad edite también, con toda la calidad requerida, los tres trabajos mencionados (los dos de Teoría y el Catálogo). Para empezar.

Por último, es de justicia esperar que la ciudad dedique a Ignacio Díaz Morales un monumento decente y sin faltas de ortografía. En la plaza del Expiatorio una placa dice “Moralez”; y una especie de brocal de pozo a manera de adorno y enmarcamiento luce desde hace años vacío del muy pequeño busto que bajo un arco de tablarroca se colocó. El ayuntamiento, tan activo en poner aquí y allá monumentos urbanos, tendría en uno dedicado a Díaz Morales buen material para un trabajo inteligente, refinado y recio, como fue el ahora homenajeado.

La memoria y el legado de nuestros grandes hombres es algo precioso para la comunidad. A veinticinco años, resulta de utilidad y urgencia pública renovar la vigencia de la enorme figura arquitectónica, intelectual y humana que es Ignacio Díaz Morales.

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