Gobierno situado: habitar
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7 enero, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Humberto —porque siempre pedía que así se le llamara: “mi mamá me puso Humberto” o, en su defecto, maestro Ricalde— fue para mí, como creo para muchos en los últimos cuarenta años, la persona de la que más aprendí de arquitectura. No sólo lo que sabía y enseñaba —palabra que detestaba: “¡la arquitectura no se enseña, se aprende!”— sino, sobre todo, por la pasión sin límites por pensar con arquitectura. Conocí a Humberto a finales de los 90, cuando en una conferencia de Carlos Mijares hice un comentario quizás impertinente. Terminada la conferencia se acercó, me saludó y me felicitó por lo que había dicho. Nada disfrutaba más Humberto que la impertinencia, y se deleitaba en ejercerla. Después la carrera fue larga. Fue mi tutor y luego me invitó a ser su asistente en un curso donde aprendí tanto como en los años de la carrera.
Humberto siempre se presentó como arquitecto, detestaba la idea de ser calificado como crítico, historiador o teórico. Le gustaba contar que a Manfredo Tafuri, el gran historiador italiano, lo conoció sentado en una constructora revisando planos y a quien se atrevía a calificarlo de teórico, Humberto le respondía con una mentada de madre o sacando su lapicero de la bolsa de la camisa y diciendo “con esto me gano la vida”. Humberto dibujaba y proyectaba tanto como escribía y enseñaba. Sin tener una oficina propia —alguna vez lo intentó y alguna de las crisis del país acabó con ella— Humberto colaboró con muchos arquitectos. Trabajó para Augusto Álvarez, a quien reconocía como su maestro; dibujando para Barragán junto con Giovanna Rechia, su esposa, los planos que aquél nunca hizo de su casa; con Félix Sánchez, con Alberto Kalach, con López Baz y Calleja, y con Moisés Becker, entre otros. Humberto se definía como un mercenario, su lápiz era su arma y recorriendo la ciudad te podía señalar los distintos edificios en los que había colaborado, algunos eran batallas perdidas, otros grandes triunfos.
Humberto también inició varias empresas editoriales. Traza, un suplemento del periódico uno más uno; luego la revista A, asociado con Enrique Norten, Alberto Kalach e Isaac Broid, y más tarde hicimos los cuatro números de Trazos, unos cuadernitos temáticos dedicados al laberinto, el baño, el territorio y el cine. Además escribió muchos textos, prólogos y presentaciones en infinidad de libros y revistas. Tan duro crítico con amigos como con extraños, Humberto nunca se llevó bien con lo establecido y las figuras de autoridad. Cuando sospechaba que alguno de sus conocidos cercanos habíamos caído en esa trampa, no dudaba en asestar el golpe, que no iba casi nunca dirigido a la red, sino al incauto que se había dejado atrapar por ella. Con el dibujo, preciso y exacto, otra de sus pasiones era la historia de la arquitectura. “No se puede proyectar sino desde ahí”, decía e hizo suya la idea de Bruno Zevi: “enseñar historia de la arquitectura en las mesas de dibujo y a proyectar en los laboratorios de historia”.
Como le gustaba hablar y contar cosas —y escribir fue para él una prolongación natural de ese gusto—, contaba las historias de los edificios, de sus arquitectos y de la época en que vivieron y trabajaron como parte de lo mismo. Las curvas que dibujaba Aalto y el vodka que prefería se mezclaban para explicar una planta o un detalle. Recién leí en una novela de Alessandro Baricco, algo que Humberto hubiera suscrito: “no somos personajes, somos historias. Nos quedamos parados en la idea de ser un personaje empeñado en quién sabe qué aventura, aunque sea sencillísima, pero lo que tendríamos que entender es que nosotros somos toda la historia, no sólo ese personaje. Somos el bosque por donde camina, el malo que lo incordia, el barullo que hay alrededor, toda la gente que pasa, el color de las cosas, los ruidos”.
Humberto siempre hablaba de arquitectura pero no entendía a quienes sólo hablaban de arquitectura. Lo que leía, lo que veía, lo que cocinaba, comía y bebía, la vida, pues, era todo parte de ese pensar con arquitectura. Eso le enseñó a muchas generaciones por más de cuarenta años de aprender, con ellos, a pensar y hacer arquitectura. Él mismo vivió y pensó —la arquitectura y la vida— con una intensidad que pocos alcanzan —doble disciplina lo llamaba él: entregarse al trabajo y entregarse a la vida por completo. Así, contando edificios o cantando boleros, recordaremos siempre a Humberto, el maestro Ricalde.
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