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Hablar arquitectura

Hablar arquitectura

23 mayo, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

 


Un pueblo que vive en jacales y cuartos redondos no puede HABLAR arquitectura. Es una de las pocas frases del muchas veces citado “resumen PRAGMÁTICO” de la conferencia que dio Juan Legarreta en la Sociedad de Arquitectos Mexicanos (SAM) en las Pláticas de 1933. Escrito de su pluma y letra, las mayúsculas son del mismo Legarreta, que en aquél año cumplía 31. No llegaría a los 32, murió el 4 de abril de 1934, en un accidente. En el 33, además de la conferencia, Legarreta había terminado su conjunto de viviendas obreras en la colonia Balbuena. Poco más de un centenar de casas, las más pequeñas de 44 metros cuadrados y las más grandes de 66, uno de los primeros conjuntos habitacionales para obreros en México. Las Pláticas de 1933 fueron organizadas por Alfonso Pallares, entonces presidente de la SAM. Casi diez años antes, el 23 de noviembre de 1924, Pallares publicó en el periódico Excélsior una nota titulada “Cómo habita el pueblo mexicano y cómo debía habitar”. Empezaba su texto hablando del alfabetismo de 80 por ciento que entonces dominaba México y ligaba el estado de la vivienda en el país a la ignorancia: no sólo había que “albergar convenientemente a millares y millones de indios y gente pobre y aun gente media” sino, sobre todo, “enseñarles a habitar, a vivir limpios, sanos, cuidadosamente en su morada”, Vivir bien era un asunto de saber, no sólo de poder hacerlo.

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Casi con el mismo título que el artículo de Pallares, William Morris dictó una conferencia cuarenta años antes, el 30 de noviembre de 1884: “Cómo vivimos y cómo podríamos vivir”. No es inimaginable que Pallares haya conocido al menos el título de la plática de Morris: entre 1905 y 1920 vivió en Europa. Aunque la diferencia es clara: Pallares habla de los otros, los pobres, los indios, y prescribe un modo de vida. Morris habla de nosotros, la sociedad capitalista, y describe una posibilidad. La posición del inglés era también distinta respecto de la necesidad de educar. Morris también la menciona, pero después de la salud —dentro de la cual considera al hambre entre los pobres como una enfermedad— y no la concibe como una especie de entrenamiento —“enseñarles a vivir limpios”, decía Pallares— sino como “la oportunidad de participar en los conocimientos del mundo”. La tercera exigencia de Morris, tras la salud y la educación, era que “el ambiente material que nos rodea sea agradable, generoso y bello”. Pallares veía en las “casas desvencijadas y fétidas” del pueblo mexicano, en los “muros que no protegen” y los “techos que no cubren”, en la “ausencia de agua que corre y se lleva consigo todo lo sucio, lo inmundo, lo que enferma, mancha y desasosiega”, casi una afrenta: “una transición”, malograda, “entre la época troglodita y la edad de la civilización y de la conciencia humana”. Morris, que al regresar de sus viajes a Islandia había escrito en su diario que la desigualdad le parecía algo mucho más ofensivo y peligroso que la pobreza, pensaba por su parte que no eran ellos, los pobres, quienes no habían dado los pasos necesarios para llegar a nuestro estado de civilización, sino que era nuestra civilización la que producía esas diferencias y que llegaría “el día en que la gente encontrará difícil de creer que una comunidad rica como la nuestra y con tal dominio de la naturaleza exterior haya podido someterse a una vida tan mezquina, andrajosa y sucia como la nuestra”. Para Morris la suciedad e inmundicia del entorno, pues no era de los pobres, aunque los afectara directamente a ellos, sino nuestra, de una sociedad desigual y por lo mismo injusta. El estado en que vivían los pobres no era simplemente una condición marginal del sistema económico sino su efecto directo y, por lo mismo, Morris insistía desde el inicio de su conferencia en la necesidad de una revolución, entendida no como una sublevación sangrienta, sino como “un cambio en la base de la sociedad”. A nosotros los socialistas, decía Morris, no nos asusta esa palabra. Revolución y arquitectura.

“Al mejorar la vivienda de las clases trabajadoras será posible remediar con éxito la miseria material y espiritual que se ha descrito y, de esa manera, mediante el mero cambio de las condiciones de la vivienda, sacar a gran parte de esas clases de la ciénaga de sus prácticamente inhumanas condiciones de existencia y llevarlas a las alturas del bienestar material y espiritual.” Eso no lo dijeron ni Legarreta ni Pallares. Tampoco Morris. Lo escribió el economista austriaco Emil Sax en 1869 en su libro Las condiciones de la vivienda de las clases obreras y su reforma, y lo citó a su vez Frederick Engels en 1877 en La cuestión de la vivienda como un ejemplo de cómo la burguesía trataba de resolver el problema de la vivienda, cambiando las condiciones particulares de la misma pero no las relaciones de producción que yacían en el origen de tales condiciones. En otras palabras, para Engels el problema no era la habitación sino la pobreza, y aunque pareciera evidente que una mejor casa cambia las condiciones de vida, ésta no cambia, necesariamente, la pobreza y lo que según Morris resultaba peor: la desigualdad. Morris llegó al socialismo por la estética, bajo la influencia de Ruskin antes que de Marx o Engels, a quienes empezó a leer en 1884, el mismo año que dictó su conferencia y en que se unió a los poco más de 200 comunistas ingleses que había entonces. Le parecía que la industrialización producía pobreza de varios tipos, incluida la estética.

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Morris quizá no habría compartido algunos de los principios estéticos de la Bauhaus, pero tal vez sí ciertas ideas de algunos de sus miembros. En especial de Hannes Meyer, su segundo director entre 1928 y 1930, cuando lo despiden precisamente por resultar demasiado rojo. En 1932 Meyer fijó su posición —y de cierta manera la del gremio entero— frente al problema de la pobreza ya definido de lleno en términos marxistas: se trataba de una lucha de clases. “Este factor, dice, obliga a los arquitectos a un continuo análisis de las situaciones sociales que encuentran su expresión en la arquitectura de nuestro tiempo. Cuando más claramente reconozcamos los procesos sociales de la lucha de clases, tanto más obligados estamos a juzgar la forma de todas las manifestaciones en el campo arquitectónico, únicamente a la luz de la acción recíproca que se interpone entre la forma y su contenido social.” Para Meyer, el único motor del urbanismo en la ciudad capitalista es la especulación del suelo y la función real de la vivienda es ser un medio de explotación: la única manera para un trabajador de tener una vivienda digna y decorosa es, justamente, ser un trabajador, trabajar para alguien. Meyer llegó a México en septiembre de 1938. Unos meses antes, en marzo, la Unión de Arquitectos Socialistas —entre quienes estaban Enrique Yáñez, Ricardo Rivas, Balbino Hernández y Enrique Guerrero, Álvaro Aburto, Carlos Leduc, Alberto T. Arai y otros— publicó un Manifiesto a la clase trabajadora en el que solicitaban su “apoyo decidido a los trabajadores técnicos de la arquitectura cuya misión consiste en resolver los problemas de la habitación obrera y campesina”. Los arquitectos pedían ayuda para poder ayudar.

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La historia, por supuesto, no termina ahí. Más de siglo y medio de tomas de posición de arquitectos y pensadores, sociólogos y políticos sobre cómo se pueden y deben atender las condiciones espaciales que derivan o producen la pobreza: la serpiente se muerde la cola y no sabemos cuál es la causa y cuál el efecto, aunque podemos suponer que no hay una dirección única. Si en los años veinte, en México, Pallares señalaba como un problema en las viviendas de los pobres los “pisos que no se levantan ni diferencian de la tierra” y, noventa años después, un programa del gobierno mexicano se planteaba como una prioridad para mejorar sustancialmente las condiciones de la vivienda de los más necesitados el piso firme: cambiar el piso de tierra por uno de concreto, puede ser que el piso, ni los muros ni el techo fueran realmente el problema, sino que tal como pensaban Morris y Engels y muchos otros después, se trata de un problema de fondo, estructural. Hoy, cuando la desigualdad ha llegado a niveles extremos —85 personas tienen la misma riqueza que la mitad más pobre en el mundo— ciertas preguntas vuelven a ser pertinentes: ¿cuáles son las condiciones —sociales, políticas, económicas o ambientales—que hoy se plantean como más relevantes para la arquitectura y la ciudad? ¿Ocupan la desigualdad y la pobreza un lugar preponderante? ¿Cómo pueden encararse explícitamente desde el campo de la arquitectura esas condiciones? ¿De cuáles casos en la historia reciente de la arquitectura podríamos aprender algo más, sea por su éxito o, al contrario, por su fracaso?

 

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