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Habitar ciudad, ser vecino

Habitar ciudad, ser vecino

10 julio, 2017
por Rosalba González Loyde | Twitter: LaManchaGris_

 

En pleno auge de la participación ciudadana, del empoderamiento de las agrupaciones vecinales y de la inclusión de estrategias de participación comunitaria en los planes y políticas urbanas, hay un tema nebuloso que parece no haber llamado interés de los actores involucrados, por lo que no ha habido un cuestionamiento serio sobre ello, pese a ser un elemento crucial en la vida urbana: ¿quiénes son los vecinos?

Sí, la respuesta parece bastante obvia, es probable que bajo ciertas circunstancias algunos ya se lo hayan preguntado y respondido para tomar decisiones, pero lo cierto es que el tema es gris e, incluso cuando pensamos al vecino en una escala global, esa palabra se torna aún más compleja y la [re]invención de significado para cada caso provoca dificultades para llevar a cabo la toma de decisiones con un objetivo común.

En español la palabra vecino, a diferencia del inglés y el alemán, que hacen referencia a una espacialidad y distancia física (neighbour / nachbar: “paseante / habitante cercano”), alude a una relación comunitaria, “que habita con otros en un mismo pueblo o barrio”. Esta relación de un grupo y un lugar, no mediado directamente por la distancia sino por la idea compartir con otros un mismo espacio, nos ofrece una visión más amplia sobre vecino, especialmente por el término que incluye su definición: habitar. Habitar, dice Heidegger en Construir, habitar, pensar, luego de una deconstrucción de la palabra misma –en alemán– y su vínculo con la apropiación, el cuidado y la relación con el propio ser, “es la manera en que los mortales son en la tierra”. Habitamos no sólo el lugar donde dormimos o con el que podemos comprobar nuestro estatus domiciliar, sino los lugares que transitamos habitualmente, los espacios de trabajo, de estudio, de ocio. Y lo habitamos en tanto construimos con los otros; en la necesidad de negociación de uso y apropiación del espacio con el otro, nos convertimos en habitantes.

En las grandes urbes, esa relación con el otro es conflictiva. Esto, en buena medida, es porque la articulación de la población de las metrópolis ha estado mayoritariamente construida de una migración heterogénea obligando a compartir con los otros, los diferentes. Ello llevó a proporcionar un estatus importante a la localización de los habitantes para advertir a los locales de todo aquello extranjero que entrase en el lugar y así clasificar a los transeúntes en extraños y lugareños, ofreciendo seguridad al barrio, como lo explica Jane Jacobs en Muerte y vida de las grandes ciudades americanas. Sin embargo, la continua movilidad de los habitantes en la actualidad, especialmente en las zonas centrales de las ciudades, ha provocado una ruptura de esta relación dicotómica de “los de aquí” / “los de fuera” y una constante reinterpretación de identidad y de apropiación de los espacios, lo que, a su vez, lleva a cuestionar la relación de lo(s) local(es) y lo global en el fenómeno.

¿La única forma de crear vida de barrio y formas de apropiación es a través de la permanencia de habitación de sus habitantes? ¿Sólo los que han habitado el lugar en un periodo prolongado de tiempo son vecinos? ¿Están condenados aquellos que habitan donde la rotación de habitantes es continua? ¿Y los transeúntes? ¿Qué participación tienen en la creación de comunidad? ¿Tienen el mismo estatus que los turistas?

En las grandes ciudades, especialmente en las zonas de alto flujo, donde los usos de la ciudad son variables y el habitante permanente –ése defendido por Jacobs– es cada vez menor, es necesario y urgente un debate que ayude a comprender el alcance, responsabilidad y participación de esos otros –también vecinos– en las dinámicas urbanas en varias escalas.

En la Ciudad de México esta necesidad ha quedado descubierta con los conflictos que ha generado la intervención de espacios que, aunque el impacto sea a una escala mayor, quienes se han empoderado en los últimos años son los vecinos tradicionales (los que viven a lado), desestimando el interés e incidencia que podrían tener otros actores en la transformación de dichos espacios.

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Un ejemplo claro de lo anterior se dio en el proyecto del Corredor Cultural Chapultepec. La falta de transparencia en los procesos de licitación, la imposición de un diseño a sobre costo y otras anormalidades del proyecto provocaron una movilización que terminó por promover una consulta ciudadana para decidir la realización o no de la propuesta. ¿El error? La consulta –con intervención del IEDF– estuvo dirigida únicamente a los habitantes de la delegación Cuauhtémoc, en donde se encontraba el proyecto, sin embargo, esta decisión dejó fuera de la participación a los habitantes de colonias aledañas (como la San Miguel Chapultepec), quienes viven a menos de 300 metros de la zona de intervención pero en una administración distinta, y permitió la participación de otros que se encontraban a 7 kilómetros de la zona, al oriente de la misma delegación, además de borrar por completo a la población flotante de la zona que, diariamente, duplica a los habitantes de la propia delegación y que tiene una participación especialmente activa en las dinámicas del sector.

Pese al empoderamiento de estos grupos en las formas de involucrar a la ciudadanía en los proyectos urbanos, el tema no decantó de forma contundente en la recién elaborada Constitución de la Ciudad de México y continuó dejando lagunas sobre el tema. En el artículo 22, la Constitución define a los vecinos como “las personas que residen por más de seis meses”, manteniendo la residencia como la única vía para tener el estatus de vecino.

En el diálogo metropolitano, el vecino es un personaje complejo, especialmente una ciudad como ésta. La intervención de distintas escalas territoriales y políticas deviene en fracturas que limitan los espacios para hablar de los ciudadanos como vecinos. La vecindad de un individuo continuará limitada mientras no se comprenda el fenómeno de los procesos locales y globales y se rija con base en lo que declaran las identificaciones oficiales. Para que de esta forma, tan simple y llanamente se nos permita o niegue ser partícipes de las decisiones, incluso cuando de facto estaremos ahí para vivirlas.






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