José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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1 junio, 2018
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
En 2016, la editorial Dibbuks puso en circulación la novela gráfica El fantasma de Gaudí, con guión de El Torres y arte de Jesús Alonso Iglesias. La trama mantiene las claves del thriller más genérico: hay un asesino serial y un detective malhumorado que toma el caso. Lo singular es que la dimensión del crimen adquiere significado en los interiores y exteriores de la arquitectura de Antonio Gaudí. Cuerpos brutalmente descuartizados aparecen en la Casa Vicens, en la Casa Calvet, en los Pabellones Güell o en La Pedrera.
El cómic podría funcionar como una guía por las obras del arquitecto catalán, es decir, por un momento relevante del modernismo. Cuando Jaime “El Calvo”, detective que comienza a seguir el rastro de los asesinatos, se pregunta por qué el patrón que sigue el perpetrador es la obra de Gaudí, Pere Montull, funcionario de Gestión Patrimonial, aconseja: para dilucidarlo, primero debe entender al arquitecto y a su época. Montull le explica que, además de la gran carga simbólica de la obra de Gaudí, esta plasmó “el nuevo lenguaje de una burguesía catalana emergente, la que definió esta ciudad”, una población que estuvo antes de la aparición de la especulación inmobiliaria y del flujo turístico. Montull envía a Jaime una lista de libros de historia y crítica, y al tiempo que el detective revisa los conceptos que fundamentan las obras, van apareciendo en El fantasma de Gaudí páginas completas que describen a las multitudes que ponen como el paisaje de sus selfies a La Sagrada Familia. La historia del cómic pone en el mismo lugar a la violencia y a un consumo particular de arquitectura: aquel que la vuelve imagen.
Los crímenes se complejizan cuando, en las investigaciones, se establece qué relación tienen las víctimas. Todos son actores que, de alguna manera u otra, han afectado el patrimonio, proyectando edificios inmobiliarios detrás de las casas del arquitecto, o modificado la biodiversidad de los parques en que se encuentre algún diseño significativo del arquitecto. Estos ataques parecieran estar inspirados en un espíritu patrimonialista, uno que busca alejar las construcciones de Gaudí de las impurezas del capitalismo contemporáneo. El afán conservador desfigura a los entusiastas del arquitecto: su aproximación a la obra está dada por la enajenación estética. La preservación de sus proyectos sigue una ruta similar a la de la producción inmobiliaria. Se trata de cuidar un producto que, después de la sonada crisis de 2008, ayuda a la economía urbana. Incluso, cuando Jaime aconseja al alcalde cerrar las casas y los monumentos, el alcalde se niega a afectar la imagen de la ciudad.
La conclusión de El fantasma de Gaudí no está trabajada a partir de que se encuentra al culpable de los asesinatos, sino cuando una mujer que fue repetidas veces testigo de los actos de violencia reflexiona sobre su experiencia no ante los asesinatos, sino ante las obras de Gaudí. Toñi es cajera en un supermercado: no es historiadora del arte, no es una desarrolladora inmobiliaria. Las obras de Gaudí están rodeadas de intereses económicos y artísticos, y sin embargo existen. Es posible una apreciación de su arquitectura que sea verdaderamente libre? “Hay algo en esos monumentos. En Gaudí. A pesar de lo que hagamos con ellos, cómo reflejemos en ellos nuestros pensamientos y angustias”, se pronuncia Toñi, “a pesar de que hablen y escriban libros y enciclopedias sobre ellos, y se llenen de explicaciones sobre los porqués cómos, hay algo directo y que no cambia en el trabajo de Gaudí. Algo puro. Algo que los libros no pueden explicar. Algo que ni todos esos crímenes han podido ensuciar”.
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