Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
6 julio, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“No hubo paisajes —escribe Georges Bataille en La animalidad, primer capítulo de su Teoría de la religión— en un mundo en el que los ojos que se abrían no aprehendían lo que miraban, en el que, a nuestra medida, los ojos no veían.” Los ojos —nuestros ojos, que miran a nuestra medida o, mejor, que al mirar miden y nos miden respecto a lo mirado— construyen el paisaje en tanto es visto —como un objeto aparte, ahí, enfrente y fuera de nosotros. La animalidad —explica Bataille— es la inmediatez o la inminencia: “el animal está en el mundo como el agua en el agua,” no se distingue de su entorno. El hombre, en cambio, erguido, no es uno con su medio, se levanta y mira: se distancia. Esta condición —estar en dos pies— es tan constitutiva del paisaje como la mirada.
En otro texto, El dedo gordo del pie, Bataille exalta la importancia de esta parte —la “más humana del cuerpo”— cuya función consiste en “darle asiento firme a esa erección de la que el hombre está tan orgulloso.” De pie, el hombre no sólo camina por la tierra, sino que puede, ahora, detenerse y verla con ojos humanos, constituyendo esa tierra recorrida en un objeto claro, distinto y distante: una vista, un paisaje.
Frida Kahlo empezó a pintar en cama, convaleciendo del accidente que, en 1925, al chocar contra un tranvía el autobús en el que viajaba, la obligó a permanecer casi inmóvil por largos periodos. Recostada, “con un corsé de yeso que iba desde la clavícula a la pelvis” —según cuenta ella misma—, pintaba ayudada por “un dispositivo muy chistoso,” ideado por su madre, del que colgaba una tabla que le servía para apoyar los papeles. Fue también a su madre a quien “se le ocurrió techar a cama estilo Renacimiento” con un baldaquín y un espejo en el que frida pudiera verse y recurriera a su propia imagen como modelo. Cojeando, con bastón, en silla de ruedas, arrastras o de vuelta en la cama, la vida de Frida es una variación en constante alejamiento de la postura erecta del hombre. Casi animal o mecánica, infra o sobrehumana, su locomoción no es la del “hombre”, erguido en dos pies, y a las lecturas de su pintura pudiera agregarse otra o sólo del cuerpo herido —que se ha intentado varias veces— soma de sino de su postura. Si, en una reductio ad absurdum, dijéramos que la pintura da cuenta de lo que vemos y lo que vemos — a nuestra medida, es decir, humanamente— es consecuencia de nuestra posición, el cambio de la vertical implicaría un cambio en la visión: otra perspectiva o, mejor, otros paisajes.
Contra el amplio horizonte abierto por la tradición paisajística mexicana —de José María Velasco al Doctor Atl— el espacio pintado por Frida Kahlo es escaso, denso y, sobre todo, carente de profundidad. No se trata de un espacio visto con la certeza de poder recorrerlo sino de un espacio plano, “estrecho, limitado, reducido a dimensiones inconcebibles —como observa Araceli Rico–, como si se tratara de un pequeño teatro en donde se pusiera en escena su propia vida.” Y menos aun: no un teatro —un escenario profundo— sino quizá un retablo, una mesa —o una cama reflejada en el espejo allá en lo alto— enderezada, puesta en vertical por el peso de la convención visual. Frida no trata el espacio, pues, como una serie “compuesta de elementos discontinuos, claramente analizados, fuertemente rimados, que definen un espacio estable y simétrico que protege contra lo imprevisto de las metamorfosis,” —como escribió Henri Focillon en La vida de las formas— sino como un laberinto “que procede por síntesis móviles en un espacio variable” —según el mismo Focillon. Como en un tapiz persa, en la obra de Frida el espacio se teje: no es el vacío entre las cosas ni las cosas. Es el entramado, la urdimbre, el recorrido sinuoso de las formas: es ornamental —no se trata, pues, de un fondo (fin) sino de un medio. Lo vemos en sus obsesivos autorretratos en los que las ramas se convierten en collares, las hojas de árbol y las del tocado en la cabellera no se distinguen, al cuerpo le brotan raíces y diversos animales conforman uno con ella misma, quien, finalmente, deviene animal. Ésos son los paisajes de Frida.
Paisaje urbano, pintado alrededor de 1925, es un panorama sin espacio, igualmente cerrado como los autorretratos. Unos cuantos muros de un ocre deslavado obstruyen la vista casi completa. Sólo una ventana se abre en esos muros. Poco que ver con los amplios panoramas de Tenochtitlán pintados por Diego Rivera o de la ciudad de México en 1947, obra de su amigo Juan O’Gorman. Literalmente, poco que ver. En el mural de Rivera, aunque en primer plano se cierra y colma de personajes que no dejan ningún espacio libre entre sí, al fondo se ve la ciudad prehispánica con sus canales, sus templos y, en lontananza, los volcanes. La misma vista, con esos volcanes al fondo, es la que pinta O’Gorman en La ciudad de México. En primer plano un mapa nos orienta en el tiempo y en el espacio: cómo era la ciudad y hacia dónde mira. Los altos edificios recién construidos aún no superan el perfil característico de la cuenca lacustre. O’Gorman combina aquí dos formas de representación: la plana y horizontal del mapa y la vertical en perspectiva del panorama.
“Que el plano horizontal —explica Rosalind Krauss— puede entenderse como un eje variante de la orientación del lienzo fue una posición esbozada por Walter Benjamin en la segunda década del siglo XX, cuando teorizó la distinción entre el dibujo y la pintura. Debemos hablar de dos cortes a través de la sustancia del mundo, escribió, el corte longitudinal de la pintura y el corte transversal de ciertos productos gráficos. El corte longitudinal parece ser aquél de la representación, en cierto sentido encierra cosas; el corte transversal es simbólico, encierra signos.”
Con todo y lo anterior, esta imagen de la ciudad de O’Gorman es, en su técnica y en su estructura de representación, tan tradicional como la que usó Rivera para la ciudad azteca. Hay cierto anacronismo ahí, comparado, por ejemplo, con el intento de Boccioni y otros futuristas en las primeras décadas del siglo XX por pintar el movimiento y el cambio, en vez de lo permanente y estable. El Paisaje urbano de Frida tampoco busca atrapar el movimiento —ése desaforado del que, físicamente, acababa de ser víctima—, pero se distingue de las representaciones de Rivera y O’Gorman, para quienes la ciudad es una variante mínima del territorio. La misma vista pintada por Velasco o Atl revelaría la preeminencia, por lo menos ideológica, de lo geográfico sobre lo urbano o, en una lectura inversa pero complementaria, la naturalización del artificio urbano. Aquí la ciudad deviene naturaleza, pero el pintor sigue siendo un hombre erguido, viéndola desde fuera y desde lejos. Frida, en cambio —ya lo vimos— deviene animal o máquina. No es la ciudad hacia afuera la que se naturaliza al someterse a la geografía, sino que es hacia adentro, al someter a sus habitantes a nuevas costumbres, como la ciudad se convierte en segunda —y por tanto primera— naturaleza. En la ciudad, los habitantes son como agua en el agua. Este Paisaje urbano no se distingue del observador, por lo que no lo distingue como sujeto privilegiado.
Mero fragmento, lo urbano no está en la extensión desmesurada que ocupa el territorio —como sugerirían Rivera y O’Gorman en sus cuadros—, sino en la cercanía o, parafraseando la definición del aura de Benjamin, en la paradójica mezcla de lejanía y proximidad. No son los arduos muros ciegos de esos edificios demasiado simples los que llenaste fragmento de ciudad y vuelven urbano dicho paisaje. Son los ductos, tubos, chimeneas y cables tendidos de un lado a otro los que sugieren esta condición. Los primeros revelan la nueva condición de lo construido como máquina para habitar: no son paredes las que realmente generan y mantienen el interior como algo habitable, se trata en cambio de una compleja mecánica de flujos que acondicionan esos espacios. Los cables, por un lado, muestran que, para que un paisaje sea urbano, al aislamiento técnico de lo construido debe sumarse la conectividad acelerada de los dispositivos de comunicación. Lo uno no funciona sin lo otro.
Aunque no los veamos o, quizás, por eso mismo, los habitantes de este paisaje —infra o sobrehumanos, animales o ángeles— no se distinguen de su entorno. Ya no es más el hombre erguido, dominante y autónomo el protagonista. La multitud urbana no es de hombres quietos, estables o estabilizados. Se mueve a saltos, tangencialmente, siguiendo sus inclinaciones. Cabe entender, sin nostalgias, que nuestros cuerpos ahora se mueven y posicionan de maneras diferentes. En el límite, como en los juegos paraolímpicos, en la ciudad, la discapacidad y el atletismo se confunden. Nos doblamos y replegamos para subir al coche o bajar del autobús, entrar al metro o subir al ascensor. Así, ya no vemos o, si acaso, vemos con otros ojos, con otras medidas. La visión urbana de Frida —fracturada, rota— anuncia que la ciudad ya no es fondo sino medio y, de paso, acaso involuntariamente, denuncia la imposible visión totalizadora y totalitaria del hombre erguido. Ya no hay paisajes: ahora sólo pasajes.
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